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Lunes, 12 de enero de 2004

Carlitos, a secas

Por Ricardo Plazaola

Por qué le habrán puesto Carlitos en la camiseta, y no Tevez?
¿Por emulación? ¿Por simpatía? ¿Por analogía? No por abreviar, porque para eso estaba el apellido.
¿Será por apuntalar el negocio? ¿Lo que denominan instalar una marca? Puede ser: la marca Tevez viene creciendo de tal manera que hoy sólo Bianchi podría hacerle sombra (y se sabe que nunca un técnico, por más ganador que sea, podrá superar en gloria a la gloria de un jugador).
Carlitos cae bien: a la hinchada le viene mejor para cantarle: “Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir / los goles de Carlitos que ya van a venir”. Si no tendría que repetirse con la melodía que agasaja a Bianchi: “que de la mano / de Carlos Tevez / todos la vuelta / vamos a dar”.
Carlitos cae redondo –sin alusiones a Monzón, que nunca cayó en un ring– por las resonancias chaplinescas o gardelianas (incluso algún fanático ha visto en su estilo genialidades como la de Charly García).
Desde otro flanco, este Carlitos, bello en sus piruetas, el resto del tiempo es feo como sólo él y en él se chocan nuestra admiración y nuestra ¿indulgencia? ¿Nuestra simpatía por esa timidez que rehúye y que recién en la cancha y con los compañeros se diluye?
En la cancha no hay espejos, en la cancha lo único que Carlitos puede ver es el desconcierto de los rivales o la alegría de los hinchas.
En el registro civil –moderno, mediático– de los vestuarios, los jugadores son rebautizados: ni López como lo anotó el padre, ni Piojo como anotaron los hinchas: “Claudio”. Aparecen los apodos como Dani, Javi o Kily, Tito, Marcos o Juanito.
Da la sensación de que los que ya no juegan se lo perdieron: Bocha, Beto, Rata, Pinino, Rojitas, Pato, Hugo, Coco, Charro y tantos otros.
Antes, con más tiempo y fruición para el periodismo, sin tanta velocidad en el tipeo y la lectura, los apodos admitían más de una palabra: El Cañonero de Giles, La Saeta Rubia, El Pez Volador, El Mariscal del Area o El León de Wembley.
La tribuna, habitualmente sabia, colocaba con justeza esos apodos, y no llamaba El Destripador a Rubén Navarro sino Hachabrava, ni El Manco de Lepanto a Lev Yashin, que sólo podía ser La Araña Negra, así como no era El Zorzal Criollo sino El Pájaro esa moderna saeta rubia que fue Claudio Caniggia.
Antes, un jugador estaba tantos años con la misma camiseta que daba para bordar una novela en la espalda, pero la moda llegó ahora, cuando la urgencia de la fama y el formato televisivo exigen arial bold cursiva negrita: Diego.
A tal punto manda la tele que algunos jugadores, cuando hacen un gol, buscan la cámara más cercana, se dan vuelta y muestran y señalan el nombre que tienen en la espalda (los tenistas, sin tiempo para firmar tantos autógrafos, se detienen para firmar la lente y dejar su firma para millones de televidentes).
A esta modernidad llegaron tarde Pichuco o El Gordo, El Varón del Tango, Don Ata, El Nano, El Chueco, El Atómico, Pascualito y Nicolino. Y tantos otros.
Carlitos, en cambio, está avanzando hacia su plenitud: durante el año 2003 hizo algunos pases de magia que por momento recordaron a Diego, desplegó su pinta desangelada y chaplinesca y fue fuerte y letal como el más duro de los noqueadores.
Y después, fuera de la cancha, como tantos otros (¿chitrulos, giles, desamparados, inocentes?), parecía un Carlitos más.

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