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Lunes, 3 de enero de 2005

A 10 AÑOS DE LA MUERTE DE CARLOS MONZON

Mucho más grande que un ídolo

El sábado se cumple una década de la desaparición del mejor boxeador de la historia del deporte argentino, uno cuyo estilo no seducía a las multitudes y que jamás pudo llenar el Luna Park, pero que era demoledor y con el cual conquistó Europa y el mundo.

 Por Daniel Guiñazú

A diez años de su muerte que habrán de cumplirse el próximo sábado, Carlos Monzón les plantea una encrucijada a los cronistas que se disponen a evocar esta semana su existencia tumultuosa. ¿Desde qué lugar se lo debe recuperar? Es que la vida del campeón mundial de los medianos dio para todo. Y todos habrán de encontrar en Monzón algo que les permita saciar sus (bajos) instintos. Los enamorados de las tonalidades amarillas pondrán la lupa en el Monzón violento, en aquel que desde chico perdió una y otra vez sus batallas contra el alcohol y que, ya de grande, reprodujo una y otra vez hasta el fin los patrones de conducta que, a su manera, mamó en su casa y en las calles del barrio La Flecha de San Javier, provincia de Santa Fe, donde nació el 7 de agosto de 1942.
Los pícaros reporteros del espectáculo se harán un festín con el colorido anecdotario del Monzón mundano, aquel que se quedó con Susana Giménez en su apogeo de mujer y estrella, y que, después, amó a algunas de las féminas más deseadas de Europa, y a algunas figuras y otras figuritas de la poblada farándula nacional de los ’70 y los ’80. El Monzón macho y argentino, el que pensaba que el sexo y el amor eran dos emociones que no necesariamente tenían que ver entre sí, sigue excitando recuerdos de su paso por las alcobas de Buenos Aires, Roma y París. Y es una tentación muy grande no quedarse allí, en ese lugar donde la verdad y el mito se siguen mezclando sin saberse, todavía, donde están sus límites.
Al periodismo deportivo parece haberle quedado el Monzón más público, el más conocido, el menos vedado: el boxeador, el mejor peso mediano del mundo entre 1970 y 1977, el de las 14 defensas exitosas de su título de campeón, el que perdió sólo 3 peleas de 100, el que sumó 80 combates consecutivos sin derrotas desde 1964 hasta su retiro ante Rodrigo Valdez el 30 de julio de 1977 en Montecarlo. Ese Monzón que, a los ojos de muchos fue el más chico, el menos interesante de todos cuantos caben en él, es, sin embargo, el más grande de todos. Y ese Monzón es el que deberá recordarse cuando se cumpla una década de aquel domingo 8 de enero de 1995, el día en que las redacciones de todo el país (y también las de todo el mundo) se sacudieron con la noticia que en un accidente automovilístico, ocurrido en el paraje Los Cerrillos de la ruta provincial número 1 en Santa Fe, había muerto el más grande boxeador argentino de todos los tiempos y uno de los cinco protagonistas más importantes de la gloriosa historia del deporte nacional.
Monzón fue grande, no un ídolo. No hay ídolo sin sonrisas. Y si en algo falló Monzón fue en generar alegrías a su alrededor. Hosco, tenso, desconfiado, de pocas y cortas palabras, no tuvo el ángel de Justo Suárez, Gatica, Locche o Bonavena. A su manera, cada uno de ellos supo hacerse querer por el público. Monzón, en cambio, podía llegar a ser brutal con un gesto o una frase si se le aproximaba alguien que lo molestaba o a quien él no quería tener a su lado. Vivía a la defensiva, sabiendo que lo rodeaban más interesados que amigos. A los interesados hizo todo lo posible por espantarlos de su lado. Con los amigos fue leal y afectuoso. Con sus cinco hijos, el mejor padre del mundo.
Además, el boxeo de Monzón no seducía las multitudes. Entre 1963 y 1974, combatió 30 veces en el Luna Park. Y nunca lo pudo llenar, ni siquiera en las tres defensas que hizo de su título ante Emile Griffith (1971), Bennie Briscoe (1972) y Tony Mundine (1974). Es que Monzón peleaba para él. Su estilo no se nutría de sutilezas. Era absolutamente personal, pero contundentemente positivo. Su único objetivo era ganar y lo conseguía. Hacía nada más que cuatro o cinco cosas arriba de los rings. Pero, ¡qué bien que las hacía! Extendía su izquierda para mantener a raya a sus rivales, les mandaba detrás la derecha en directo o cruzada a la cabeza, y con eso y con los ganchos que colocaba al hígado, listo, demolía y levantaba los brazos. Además, pegaba siempre, parado, avanzando o en repliegue. Y era muy difícil que pudieran pegarle. Echaba el torso hacia atrás, daba un par de pasos en retroceso y quedaba a salvo de cualquier ramalazo. En sus casi 7 años de reinado, sólo dos de sus desafiantes lo tuvieron mal: en el Luna, Briscoe le sacudió la cabeza con una izquierda voleada y casi lo manda a la lona de no haber estado cerca de las cuerdas. Y la última ante Valdez en Montecarlo, el colombiano lo derribó en el segundo round y le abrió una herida en el tabique nasal. El rostro de Monzón no tenía huellas de su paso por los rings. Por eso (y desde luego, por su fama) pudo jugar a ser actor de cine.
Si Pascualito llevó sus triunfos por Latinoamérica y Asia, si Accavallo y Nicolino se hicieron fuertes defendiendo sus títulos en el Luna Park, Monzón paseó el boxeo argentino por Europa y, en menor medida, por los Estados Unidos. En Europa, fue ídolo, invitado a las ceremonias del jetset, admirado como campeón y como hombre. En Estados Unidos, aún hoy se lo menciona con respeto y se lo incluye junto con Mano de Piedra Durán, Julio César Chávez y Alexis Argüello, entre lo más selecto del pugilismo latinoamericano de todos los tiempos. Sin lugar a dudas: Monzón forma parte de la mejor historia del boxeo del mundo. Pero es posible que no habría habido Monzón si no hubiera existido Amílcar Brusa; sólo ante él se sintió obligado a la obediencia.
Brusa fue el único límite de un hombre sin límites, el autor de un boxeador irrepetible. Si Brusa, por ejemplo, le decía que una concentración para una pelea por el título empezaba un domingo a las diez y media de la noche, Monzón llegaba a las diez aunque estuviera haciendo eses con las piernas. Si en el gimnasio, Brusa lo obligaba a repetir diez veces una combinación de manos, Monzón acataba sin quejarse. Monzón no se concebía boxeador sin Brusa en el rincón. El día que le dijo que dejaba de atenderlo porque consideraba que ya había alcanzado todo lo que se había propuesto, Monzón decidió irse del boxeo.
Por los ojos del pibe-hincha, pasan al galope las imágenes del pasado: el triunfo ante Carlos Salinas por el cinturón Eduardo Lausse. Las dos victorias ante Jorge Fernández por el título argentino y sudamericano de los medianos. El piñazo ante Benvenuti en Roma. Las éxitos en serie ante Benvenuti (en la revancha), Griffith, Moyer, Bouttier, Bogs, Briscoe, Mantequilla Nápoles, Mundine, Licata, Tonná y Valdez en esas tardes memorables en que el país detenía su pulso para alentar a Carlitos por la tele. Por la mirada del hombre-periodista quedan las desmesuras de una vida hueca que tocó fondo en aquella madrugada del 14 de febrero de 1988 en Mar de Plata, cuando la tragedia de Alicia Muñiz estalló sobre un piso de lajas. A Monzón le faltaban apenas seis meses para recuperar su libertad cuando el alcohol y la velocidad le hicieron su jugada fatal en una ruta santafesina. Diez años después de su muerte, el hombre descansa en paz aunque su recuerdo siga navegando por aguas agitadas. El campeón está en la memoria de muchos, ganador, sonriente, con los brazos en alto, como una postal de la victoria eterna. Monzón fue el más grande boxeador argentino, y seguirá siéndolo. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, otro igual a él.

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