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Lunes, 9 de enero de 2006

UNA TENDENCIA QUE PODRIA AGRAVARSE EN UN AÑO DE MUNDIALES

De la mano del deporte va la política

Cualquier actividad deportiva, cuanto más masiva mejor, puede convertirse en una herramienta de gobierno, como lo atestiguan tantos balcones presidenciales, plazas de ayuntamiento y aeropuertos que no dieron abasto. El uso y el abuso seguirán perpetuándose en el 2006 o, peor aún, multiplicarán su grotesco.

 Por Gustavo Veiga

La política y el deporte suelen hermanarse para el bien y para el mal. La historia está abonada de ejemplos, desde Hitler hasta el aislamiento contra el apartheid sudafricano o el vivificante modelo cubano que sobrevive al de los artificiales atletas de la ex DDR; desde los boicots recíprocos entre la ex Unión Soviética y Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de Moscú ’80 y Los Angeles ’84 hasta la masacre de once atletas israelíes en Munich ’72 que, por estos días, Steven Spielberg recrea en una película para la industria cinematográfica que hace un credo de la ideología. Con semejante sociedad ubicada en su contexto, es imperioso decir que nada ha cambiado. Cualquier actividad deportiva y, cuanto más masiva mejor, puede convertirse en una herramienta indispensable para contribuir al gobierno de un Estado. Del signo que fuere. De derecha o de izquierda. Lo atestiguan balcones presidenciales, plazas de ayuntamiento y aeropuertos que, en tiempos de éxitos y ensoberbecimiento, nunca dieron abasto. Todo indica que, en el 2006, no sólo se repetirá la tendencia. Quizá se agrave también.

Si hiláramos bastante fino, deberíamos analizar lo que sostiene en un interesante trabajo Eduardo Arias para el libro Momentos trágicos del deporte, publicado en 1993 por la editorial Voluntad: “... los dos deportes de equipo más ‘gringos’ que existen, es decir, el béisbol y el fútbol americano, así exijan una estrategia colectiva muy elaborada, por encima de todo exaltan al individuo que se abre camino en medio de un ambiente hostil, actitud muy acorde con los valores del pueblo norteamericano”.

Sin embargo, el béisbol es la disciplina más popular en la Cuba revolucionaria, el deporte preferido de Fidel Castro y le permitió a su país ganar las últimas nueve Copas Mundiales, la más reciente de ellas en Rotterdam, Holanda. Nadie diría que los cubanos ensalzan el individualismo por ello. Como fuere, el gobierno de George Bush le negó al seleccionado de la isla el permiso para ingresar a su territorio y participar en el Primer Clásico Mundial de Béisbol, que comenzará en marzo.

La decisión ha provocado hasta la crítica conjunta de las Grandes Ligas y del Sindicato de Jugadores Profesionales de EE.UU. El bloqueo que existe sobre Cuba, que incluso prohíbe este tipo de contactos deportivos entre ambos países, fue la razón. Y resulta curioso, porque los organizadores del torneo temían una negativa del gobierno de Castro que nunca se concretó. La mala noticia se las comunicó el Departamento del Tesoro de su propio país, que negó el permiso especial para que los peloteros cubanos ingresaran a su territorio.

El lema de Alemania 2006 es: “El mundo entre amigos”. Y no quedan dudas de quiénes ocupan un lugar destacado entre los amigos cuando se lee, por ejemplo, la revista del Comité Organizador local, que preside Franz Beckenbauer. Allí están Pelé, por cuestiones futbolísticas tan obvias como comerciales –el brasileño es un aliado histórico del poder que detenta la FIFA– y el ex secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger.

No sorprende que este personaje, Premio Nobel de la Paz en 1973 por su papel en una de las tantas crisis de Medio Oriente, como ideólogo de varios golpes de Estado en América latina –el que entronizó a la dictadura de Augusto Pinochet en Chile es un ejemplo–, vuelva a ser invitado de honor en un Mundial, como ya había ocurrido en el de Argentina ’78, durante la última dictadura militar que elogió sin ruborizarse. En el invierno de ese año se lo vio en el palco presidencial del estadio Monumental, muy próximo a Videla, Massera y Agosti, exultante como los genocidas por el éxito político conseguido.

El ex funcionario de Richard Nixon sólo se ha perdido una final de los mundiales desde la que ganó Brasil en México ’70. Y menos podría ocurrir en la próxima, ya que nació en Fürth, Alemania, en 1923, de donde emigró a Estados Unidos en 1938. El fascismo italiano no está muerto, si de mensurar el comportamiento de ciertos hinchas y futbolistas se trata. El caso de Paolo Di Canio y los seguidores de la Lazio, partidarios tanto de Hitler como de Mussolini, de las cruces esvásticas como de las camisas negras, generó más de un cimbronazo durante el 2005. El jugador no ha tenido reparos en saludar con el brazo derecho en alto en cada oportunidad que se le antojó y, sobre todo, cuando se trató de partidos contra rivales muy emblemáticos por alguna razón política.

Incurrió en ese comportamiento ante la Roma, el tradicional adversario de la capital italiana e identificado con un sector importante de la comunidad judía. Lo multaron en 13 mil dólares por eso, pero no se arredró. A mediados de diciembre hizo lo mismo contra el Livorno, un club cuya hinchada suele enarbolar banderas rojas del Partido Comunista. “Saludaré siempre así porque es una forma de pertenencia con mi pueblo”, sostuvo Di Canio esa vez, luego de recibir severas críticas de entidades judías y hasta del propio vicepresidente de la Federación Italiana de Fútbol, Giancarlo Abete.

De repente, el fascista de pantalones cortos, luego de ser sancionado dos veces –la segunda con un partido de suspensión–, revirtió su discurso y avisó: “Por el momento voy a evitar gestos que para algunos son del demonio, por el bien del club y por la numerosa gente que me ha respaldado”. En apariencia no se trató de un acto de contrición sino de naturaleza económica. En junio próximo vence su contrato con la Lazio y desea renovarlo.

En la Argentina no tenemos conflictos por convicciones ideológicas tan fuertes como las de Di Canio, al menos entre los protagonistas del espectáculo. Sí hubo y habrá manifestaciones reprobables contra diferentes colectividades, empezando por la boliviana y la paraguaya, a menudo estigmatizadas cuando las agresiones parten hacia la hinchada de Boca. O resabios espasmódicos de antisemitismo que, durante el 2005, nos recordaron que ese repudiable sentimiento no está extinguido en algunos sectores que encuentran al fútbol como territorio fértil para sus expresiones. El 29 de abril pasado, un grupo de hinchas de Talleres hizo flamear un puñado de banderas con esvásticas antes del partido con Gimnasia de Jujuy, por el torneo de la B Nacional, que ganó el primero 3-2.

El episodio se convirtió en uno más de la saga de bochornos semejantes, pero lo peor es que las responsabilidades quedaron diluidas, no se encontraron culpables y el Tribunal de Disciplina de la AFA eximió de responsabilidad al club cordobés, aunque instó a la entidad a que “aplique las medidas pertinentes para evitar que se repitan sucesos similares”. Lo contradictorio fue que, en la resolución del organismo deportivo, gravitó un informe presentado por la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA), que no imputó directamente a la institución por la evocación hitlerista en su tribuna, pero sí había cuestionado antes la demostración de intolerancia.

Los conceptos de deporte y política se mimetizan con tanta frecuencia que el 2006, un año de mundiales como pocos (tendrá los de fútbol, básquetbol, vóleibol y hockey sobre césped, disciplinas donde competirá con buenas posibilidades la Argentina), podría repetir otra vez lo peor de esa afinidad inducida por gobiernos o distintos sectores del poder. En la lista encontraremos chauvinismo, xenofobia, manipulación del éxito circunstancial, en definitiva, el afán de difundir o mejorar la imagen de una nación y no la nación misma, como ya ocurrió en el pasado con ejemplos más que representativos.

El deporte, lamentablemente, también da para eso. Y sobre todo cuando se lo dimensiona como espectáculo y, en la era de la comunicación, se transforma en la herramienta más maleable para difundir ideología.

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