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Domingo, 11 de abril de 2004

A 20 AÑOS DE 1984

El revés de la trama

Un oscuro día de abril de hace veinte años es el primer día que cuenta 1984, la novela de George Orwell que, escrita originalmente en 1948 y publicada al año siguiente, sigue siendo un modelo de antiutopía y una forma de conjurar todos los terrores políticos. ¿Qué queda de ese universo sombrío a veinte años del “cumplimiento” de la premonición?

Por Carlos Gamerro

Durante el siglo XX la literatura inglesa fue el territorio privilegiado de la imaginación distópica; sus dos grandes modelos, Un mundo feliz de Aldous Huxley (la distopía made in USA, donde la gente es controlada mediante la satisfacción de todos sus deseos), y su contraparte, 1984 de George Orwell (la distopía modelo soviético, donde se los controla mediante la negación y frustración de todo posible deseo), pertenecen a las letras inglesas; y la tercera de la lista y heredera de ambas es la también inglesa La naranja mecánica. De las tres, 1984 es sin dudas la más aterradora, probablemente la peor de todas las pesadillas que la literatura haya jamás soñado.
Leí 1984 por primera vez en la adolescencia, y durante mucho tiempo me pareció la mejor novela que jamás había leído. Recalco lo de “mejor novela” porque uno de los estigmas que se le han adosado es el de su título (Orwell dudaba entre dos, el otro era El último hombre de Europa). Por llamarse 1984 muchos de sus lectores y críticos se han creído con derecho de tomarla como una profecía más que una fábula, y le han pedido rendición de cuentas por todas las predicciones no cumplidas. En tiempos de mi primera lectura todavía faltaban algunos años para la fecha fatídica, la Guerra Fría seguía su curso y si bien no parecía probable el cumplimiento de ese mundo que Orwell había entrevisto, guerra nuclear mediante (como sucede en su novela) todavía era posible. Cuando el año 1984 llegó finalmente, un suspiro de alivio pareció recorrer el mundo: Orwell se había equivocado, o, en otra variante, lo jodimos.
Reacción en principio injusta, ya que uno querría suponer que la intención política (y Orwell nunca escribía bien sin ella) de quien escribe una obra como 1984 es evitar que se cumpla lo que ella anuncia, y es justamente ese no cumplimiento lo que constituiría su triunfo. Pero la sensación de revancha alberga una oscura verdad instintiva. Orwell nos invita a un juego: va a seguir hasta el fin todas las implicancias de una palabra algo gastada, “totalitarismo”, construyendo el modelo de un sistema de dominación social a la vez global e infinitesimal capaz de abarcar desde el desarrollo de las guerras intercontinentales hasta la mota de polvo que señala la inviolabilidad de un diario íntimo. En este juego totalitario final, el Partido modifica el lenguaje para que sea imposible pensar o sentir en su contra, modifica el pasado para que nada distinto de él haya jamás existido, elimina todo afuera y toda posibilidad de rebeldía –por lo que se ve obligado a crear también su propia oposición y los libros que lo denuncian–. “Encuentren la falla –parece desafiarnos Orwell–, díganme cómo se sale de esto.” El juego, llevado hasta sus últimas consecuencias, nos lleva a la incómoda –quizás insoportable– sensación, sobre el final de la novela, de que O’Brien, el portavoz de las ideas y métodos del Partido, es Orwell mismo, y que nosotros somos el torturado Winston, que creía que alguna salida era posible.
Orwell parece haber caído en la trampa que luego también atrapó a Foucault: la pasión por denunciar sistemas de dominación y control cada vez más minuciosos y vastos termina convirtiéndose con el correr del tiempo en una perversa fascinación con la perfección formal de dichos sistemas, y la busca de salidas o zonas libres, motor inicial de la empresa, se hunde y empantana en un regodeo entre cínico y orgiástico en el “no hay salida”. Thomas Pynchon, que de estas cuestiones entiende bastante, incluyó en su novela El arcoiris de gravedad la historia (o fábula) de la bombilla Byron, uno de esos legendarios productos indestructibles (en este caso, una bombita eléctrica que nunca se quema) que por su misma calidad suscita las iras del mercado. Perseguida, Byron se conecta con todas las demás bombitas y “va recogiendo datos de la maquinación, y cuanto más poderosa y clara se le aparece, mayor es su desesperación. Algún día lo sabrá todo, y sólo le servirá para quedar tanimpotente como antes. Sus sueños de juventud de organizar a todas las bombillas del mundo le parecen ahora imposibles... Tradicionalmente, los profetas no duran mucho: o son asesinados en seguida, o se les provoca un accidente... Pero la suerte de Byron es mucho mejor. Está condenada a no detenerse jamás, aun conociendo la verdad y su impotencia para cambiar nada... Su ira y su frustración aumentarán ilimitadamente y descubrirá, pobre y perversa bombilla, que empieza a gozar con ello”.
¿Qué se puede decir, entonces, de 1984, veinte años después? Una reflexión obvia es que parte de lo que se vivió con miedo durante el siglo XX es vivido en el XXI con aceptación y hasta con júbilo. Entonces, todos temían ser observados por el Gran Hermano; hoy, se ofrecen de a millares para participar en el homónimo programa televisivo: la temida pesadilla se ha vuelto anhelado sueño colectivo. Quedan, quedarán para todos los tiempos, algunas palabras e imágenes sin fecha de vencimiento, pues ya pertenecen, más que al mundo de la literatura y sus lectores, al inconsciente colectivo de la cultura: los eslóganes del partido (“La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud”, “La ignorancia es la fuerza”), el cartel con la leyenda “El Gran Hermano te observa”, la construcción física de un mundo entrópico, en permanente posguerra, y terminalmente feo (el Partido persigue la belleza con el mismo encarnizamiento que la libertad o el disenso). Y el final, para la literatura al menos, de una o dos ilusiones: que el último reducto de la libertad está en el interior de los individuos (el ingenuo “no pueden meterse dentro de tu cabeza”) y que el amor puede, en última instancia, escapar de las redes de las fuerzas deshumanizadoras y ofrecer un refugio. Winston, humillado, torturado, quebrado, todavía tiene la suficiente fuerza, o dignidad, para enfrentar a O’Brien con el desafiante “no he traicionado a Julia”, hablando no de la delación (lo ha hecho en la tortura, inevitablemente) sino de la continuidad de su amor por ella. Cuando lo haya hecho, cuando le pida a O’Brien que pongan en el rostro de Julia las ratas que están a punto de horadar el suyo, estará listo para transferir todo ese amor al Gran Hermano, y la novela –y la Historia del hombre, “el último hombre” como lo llama irónicamente O’Brien– habrán terminado.

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