libros

Domingo, 2 de mayo de 2004

Escrito en la piedra

El edredón de mármol
David Leavitt

Trad. Jaime Zulaika
Anagrama
Barcelona, 2003
272 págs.

Por Daniel Link

Nacido en 1961, graduado en Yale en 1983, autoproclamado y reconocido como vocero de su generación, ha pasado mucho tiempo desde que David Leavitt podía considerarse un joven prodigio. Hoy es un escritor con una carrera consolidada que ha dado ya seguramente lo mejor de sí (las novelas Amores iguales o Mientras Inglaterra duerme, los cuentos de Baile en familia) y también lo peor: su penúltima novela, Junto al pianista, y, ahora, la tediosa mayoría de los relatos recopilados en el volumen El edredón de mármol. Si el título alude a la arquitectura funeraria (lápida, mármol, memento mori, losas labradas), habrá que convencerse de que el propio Leavitt piensa sus libros como epitafios del escritor brillante que fue alguna vez y de un mundo perdido para siempre. Si algo se sufre en la mayoría de estos últimos cuentos es precisamente la ausencia de referencias al universo cultural contemporáneo y una especie de regodeo en la mención ornamental del arte del pasado. O, lo que es casi lo mismo, del pasado como arte.
Desde hace tiempo, quienes seguían con atención la producción de Leavitt venían observando un progresivo deterioro en su capacidad de relacionarse con el presente y, como consecuencia, un conservadurismo temático y formal en relación con el cual se jugaba toda su política de la ficción. De lo último que Leavitt publicó, novelas y cuentos de mundos cerrados, ni siquiera podía saberse bien para quién o para qué habían sido escritos (el punto no es banal tratándose de un escritor que, desde el comienzo, jugó su universo ficcional en relación con una determinada política de la visibilidad gay).
Hoy, los cuentos recopilados en El edredón de mármol resultan por completo subsidiarios del mismo mecanismo: como aquello de lo que Leavitt quiere o puede hablar (cierta política de las identidades sexuales, la peste asesina que azotó durante dos décadas las comunidades homosexuales en Estados Unidos, etc.) pertenece de hecho y de derecho al pasado más absoluto (es decir, al pasado cercano), el narrador sólo encuentra la forma de ponerse a contar fijando su memoria en los años ‘80 o, en el mejor de los casos, en los primeros ‘90. “Me resulta difícil –a mí, hijo de otra época (y quizá más amante de la vida)– imaginar un mundo...” como el actual, dice el narrador prematuramente envejecido (que coincide con Leavitt) del irritante ejercicio retrospectivo que lleva por título “La escena del contagio”, y que navega entre el escándalo ante un presente que no se comprende y explicaciones de los comportamientos sociales del tipo de los que suelen suministrar las revistas semanales de moda y actualidad. Es como si Leavitt no aceptara correr ningún riesgo. Y sin riesgos, no hay política de la ficción. Y es como si Leavitt, en sus reiteradas excursiones europeas, hubiera encontrado sólo souvenirs turísticos y nunca una pregunta que le sirva para desbaratar el pesado conjunto de presupuestos sobre el cual se edifica la cultura norteamericana, esa pesadilla no del todo amortiguada.
Precisamente por eso, los únicos dos relatos de esta entrega que no suscitan el bostezo (en el mejor de los casos) o la náusea (en el peor) son “La lista” (un divertidísimo intercambio de correos electrónicos) y el estremecedor y glorioso relato largo que da título y cierra esta compilación, “El edredón de mármol”. Allí, lo que se lee es la desazón ante un amor perdido para siempre y perdido, sobre todo, porque lo que se escapa es precisamente el sentido de esa historia de amor y su final. El narrador es sometido a interrogatorio en Roma, ante el brutal asesinato de quien fuera su pareja, un profesor de inglés. Mientras ese interrogatorio se desarrolla, recuerda los hitos de esa historia amorosa clausurada y el progresivo deterioro de la conyugalidad. Al mismo tiempo reflexiona sobre la homofobia solapada y el heterosexismo de los interrogadores y el modo vil en que los cadáveres de víctimas homosexuales van acumulándose en los archivos de crímenes sin resolver de las comisarías del mundo (Roma es la metáfora del mundo). Y es en esta vía ingenua de protesta donde Leavitt encuentra un poco de energía y su prosa, liberada de todo manierismo, se vuelve un arma capaz de levantarse contra las cosas de este mundo. Es ahí donde los mármoles de la Antigüedad clásica dejan de ser souvenirs del pasado para convertirse en armas homicidas. Tal vez sea poco. Pero en lo que a Leavitt respecta, parece, es todo lo que queda.

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