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Domingo, 9 de mayo de 2004

RESEñA

La distinción

La cultura de la conversación
Benedetta Craveri

Trad. César Palma
Fondo de Cultura Económica
Buenos Aires, 2004
610 págs.

por Florencia Abbate

La cultura de la conversación es un libro encantador. Cuenta la historia del último ideal que produjo la nobleza francesa. Ese ideal respondía a un modelo laico de sociabilidad. A comienzos del siglo XVII, la aristocracia descubrió un terreno inexplorado que se dio en llamar “monde”: su ritual principal fue el arte de la conversación.
Para entender el fenómeno hay que remitirse a la importancia de la vida de salón y al poder que en éste ejercían las mujeres. Así, Benedetta Craveri lo presenta a través de sus figuras femeninas emblemáticas: Madame de Rambouillet, la Duquesa de Longueville, la Marquesa de Sablé, Madmoiselle de Montpensier, la Marquesa de Sévigné, Madame de Lambert y Madame de Tencin, entre otras. Anfitrionas por naturaleza, estas damas alimentaron la utopía de una isla afortunada, inocente y libre de los dramas de la existencia, una arcadia en la que remodelar la realidad mediante el arte. Sólo entraría quien supiera conjugar la ligereza con la profundidad, la elegancia con el placer, la búsqueda de la verdad con el respeto por la opinión ajena.
Las mujeres se erigieron en autoridad que decidía quién tenía derecho a formar parte del Grand Monde y quién no. Con un trabajo notable de documentación, Craveri muestra que ellas impusieron, a modo de requisitos para pertenecer a la nobleza, virtudes como la amabilidad, el refinamiento, el esprit. Al proponer la conducta como base de su identidad social, la élite nobiliaria parecía traicionar el espíritu de casta y renunciar a un antiguo privilegio, su supuesta superioridad genética.
Pero ése no fue el único lío que armaron las chicas. También desnaturalizaron la idea cristiana del matrimonio, cada vez más consagradas a la práctica extraconyugal del amor galante. Y contribuyeron a la formación de un influyente público de lectoras: el gusto femenino pasó a ser clave para determinar el éxito de una obra o la reputación de un autor –a tal punto que el propio Descartes escribió el Discurso del método en francés, y no en latín, para que ellas lo leyeran–. Ese duro tribunal de polleras reprobaba faltas que las leyes pasaban por alto –la ingratitud, la avaricia, los malos modales–, sancionando a los responsables con el castigo más funesto: la exclusión.
Ejercieron la escritura, pero no como fin en sí mismo sino como instrumento al servicio de otra cosa. La prisa, la facilidad y el rechazo a releerse o corregir eran parte de la “estética del desdén”, propia de la conversación aristocrática. De modo análogo, en las reuniones nació una poesía de salón que dependía de la capacidad de improvisar y que, aunque provista de un vasto repertorio mnemónico y preparación previa, exigía del vate que no se notase el esfuerzo. Amaron, además, el teatro –género que entonces luchaba contra las prohibiciones de la Iglesia–, y el intercambio epistolar, arma de juego o seducción y paradigma de un tono natural y directo, que demostraba que para ser inteligente no hacía falta imitarle la ampulosidad a Balzac. Comenzaron a circular máximas y manuales destinados a la difusión del código. Y las damas –envalentonadas por su éxito en ampliar su libertad en detrimento de las tradiciones– se volcaron incluso a una nueva y dispendiosa distracción, la arquitectura.
Maravillosamente escrito y traducido, La cultura de la conversación no sólo contiene un estudio profundo sobre un tema interesante; trae tambiéndesopilantes anécdotas de esas chicas que, con el desaire y el eclecticismo de un dama moderna, ayudaron a su modo a salvar la imagen de la monarquía francesa en los dos siglos previos a la Revolución, que arrasó con ella. Mujeres como Madame de Sévigné quedarán para siempre como emblemas de una cultura ociosa donde el conversador no buscaba persuadir ni ostentar un saber, sino sólo dar lo mejor de sí para reconocerse en la alegría del otro. Este libro quedará, por su parte, como ejemplo de que el rigor académico puede llevarse bien con la diversión.

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