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Domingo, 30 de mayo de 2004

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Febril, la mirada

Edgardo Cozarinsky es uno de los grandes nombres de nuestro cine y nuestra literatura. El rufián moldavo, su primera novela, brillante y majestuosa, está llamada a ser uno de los grandes libros de ficción de este año.

POR CLAUDIO ZEIGER

La primera línea de El rufián moldavo, la primera frase que pronuncia un viejo que habla “en voz baja pero firme” (según se describe en la segunda línea), es contundente: “Los cuentos no se inventan, se heredan”. Y si uno no tuviera por delante una novela seductora –de una seducción creciente, a la manera de volutas de humo que nos van envolviendo–, quedaría fijado por mucho tiempo en el sentido de esa frase, en sus múltiples consecuencias, sobre todo en lo que puede sugerir acerca del trabajo del autor con la ficción, si es que después de esa frase efectivamente existe algo así como la ficción pura.
La herencia, el desarraigo, el nomadismo de los que tienen muchas patrias o ninguna, el peso del pasado y los recuerdos, la necesidad de revolver viejos e inútiles papeles, los pasaportes falsos o traspapelados, los destinos armados como sumas de inciertas casualidades o cruces fugaces, en fin, todo lo que ya había aparecido en Vudú urbano y en los cuentos de La novia de Odessa, reaparece con fuerza en ésta, la primera novela de Edgardo Cozarinsky (aunque suena raro a esta altura hablar de “la primera novela” de Cozarinsky, efectivamente lo es). La diferencia es que, por tratarse precisamente de una novela, y porque esta novela en particular está armada como una suma incesante de peripecias que van rebotando y creando ecos y resonancias unas en otras, por primera vez se diría que arman una especie de sistema, algo más allá del fragmentarismo y la dispersión de las “postales” de Vudú urbano o la brevedad de un cuento. El narrador-detective empieza a deslizarse desde las primeras páginas del libro hacia una investigación sobre el pasado. Es un joven estudiante de periodismo a quien todos ven mucho más joven de lo que es. Y además de imberbe, lo ven un tanto inútil para la vida. Leemos en el libro: “‘Cómo es posible que un joven, ni siquiera judío, se interese por estas cosas. El teatro idisch murió y ni los judíos ya se interesan por lo que fue’. Mi profesor en la escuela de periodismo me instaba a encontrar un tema de tesis menos insólito... Como otras veces en mi vida, que los demás insisten en considerar joven, pero yo siento pesar con más experiencia y memoria que las de mis veinticinco años, preferí desoír las objeciones, aun las bienintencionadas, a mis proyectos: no quiero admitir ante quienes podrían reírse de mi puerilidad que en el fondo me siento un detective, a private eye, y como la realidad no me encarga investigaciones peligrosas, las busco entre papeles y recuerdos ajenos”.
Así las cosas, el narrador empieza a caminar entre pasillos bifurcados del pasado, pero pareciera que al abrir una puerta, de pronto se cae de lleno en el pasado, se cae de bruces, y el lector con él. Todos quedamos atrapados en las redes del pasado, confinados para siempre en un lejano prostíbulo de Bahía Blanca, condenados a la ginebra. Como en una novela de Bioy donde los maniquíes o los hologramas aún lucen las ropas de una fiesta que transcurrió hace tantos años, El rufián moldavo nos pasea en sus páginas más emotivas por un pasado yerto que de pronto cobra vida. Son noches de niebla, alcohol y tango en los prostíbulos de polaquitas de la Zwi Migdal. Podemos leer aquí tanto una reescritura de Emma Zunz como de La Cumparsita o tantos otros tangos, las dos eficaces, las dos sentidas. Pero el libro va más allá de esa eficacia y ese sentimiento.
“Cuando veo viejas películas de ficción me impresiona el aspecto documental que adquieren con los años. Por otro lado, cuando veo noticiosos viejos, que es una cosa que me fascina, es para mí como un trampolín hacia la ficción”, había declarado Cozarinsky en una entrevista del 2001. Y eso define casi cabalmente el espíritu de esta novela que, como esas viejas películas, se tiñe de documento a medida que avanza hacia atrás. Y en este sentido es pertinente recuperar aquí esa frase del comienzo: “Los cuentos no se inventan, se heredan”. Podría pensarse: no existe la invención pura y, por ende, la ficción pura. Y no existe a pesar de que todo lo que se esté contando sea inventado (que no es el caso: de hecho se citan archivos de hemerotecas, la revista Caras y Caretas y Tango judío de Julio Nudler como fuentes). No existe porque a la larga laficción, por más imaginaria que sea, se hará documento y el documento es desde su origen ficción, o inevitablemente dará pie a una ficción. Es, en definitiva, cuestión de mirada. El escritor puede poner el acento en uno de los polos ficción-documento, pero eso no significa que no “juegue” en las dos. El rufián moldavo, a pesar de entrar cómodamente en la categoría “novela”, no está en el fondo tan lejos de la peculiar mezcla y contaminación de géneros que le gusta practicar a Edgardo Cozarinsky en sus libros y películas.
Pero la frase inicial también habla de “herencia”, el otro término en cuestión. Podría decirse: los cuentos se heredan, pero las novelas se arman, se zurcen y cosen. Las novelas se arman con hipótesis, paciencia y fervor detectivesco, con un trabajo de zurcido de remiendos y retazos para nada ajeno a los viejos oficios (sastres y zapateros) de los judíos que pasean como fantasmas por esta novela. Ahora bien, que los cuentos se hereden los convierte además en una especie de fatalidad, de destino (otra vez Borges) que pesará sobre la cabeza del autor. No habrá opción; habrá que exorcizarlos de alguna forma. Y hay varias escenas o momentos de esta novela que parecen funcionar como exorcismos, escenas que revientan las costuras del texto, lo sobrepasan y al mismo tiempo profundizan (dramatizan) su sentido. La escena del auto en las afueras del aeropuerto de París; la escena de las lápidas en el cementerio israelita y quizás la más impresionante: la de los mármoles de las mesas de un viejo bar de Avellaneda. Son momentos de revelación, como si llegar a ellos finalmente fuera el sentido de esta investigación que comienza como un ejercicio casi gratuito sobre un objeto perimido (el teatro idisch), pero termina en la revelación de un pasado nada perimido, cuyo hilo conductor viene a ser la explotación sexual.
Hay algo más que se podría empezar a pensar a partir de esta novela, algo que ya se había insinuado en algunos relatos de La novia de Odessa (como el excelente Navidad del 54): una vuelta, sin prisa pero sin pausa, a la Argentina.
Cozarinsky está volviendo. Toda la extrañeza de Vudú urbano, cierta ajenidad o imposibilidad de considerar a aquel libro parte de “la literatura argentina”, empieza a disolverse con El rufián moldavo, un libro tan argentino que parece escrito como una larga glosa a los ensayos de Borges en Discusión. Cozarinsky está volviendo con un libro cosmopolita, pero no a la manera de Vudú urbano. Es otro el tono, otro el ritmo, otra la forma de citar. Entre los pliegues de su profusa peripecia, bajo el ala de su peculiar ficción documental, El rufián moldavo trae un perfume nuevo, emanando de hojas amarillentas.

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