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Domingo, 5 de mayo de 2002

La invención del canon

Conferencia ofrecida por el autor el pasado jueves 2 de mayo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.

Por Carlos Monsiváis

¿Qué es el canon? Como no tengo la respuesta, me oculto tras una ponencia. Como definición de trabajo, describo el canon como el resultado de un consenso que decreta las obras y los autores que, o merecen el calificativo de clásicos, o demandan la lectura por sus virtudes formativas. Para llegar a este consenso se requieren cumplir con determinaciones de la tradición, de la ruptura que pronto se vuelve tradición, de la fascinación de un número suficiente de lectores enterados, de la legibilidad que no implica la sensación de ya haber leído el texto en alguna parte. Esto, por supuesto, admite y casi exige disidentes que estén dispuestos a hacer las veces de herejes.
Nadie, nunca, es tan deliberado como para permitir un examen puntual de su origen. De una manera muy amplia, es hoy en México, como el canon literario en cualquier país, resultado de factores muy diversos, entre ellos:
El peso de la tradición tal y como se manifiesta en la formación de un gusto histórico que influye positiva o negativamente. Cada generación, lo acepte o no, lo perciba o no, lo incorpore o no selectiva y críticamente, se mueve dentro de dictámenes de lo bello, lo eufónico, lo sagrado, lo erótico, que se ratifican o rectifican, pero están allí. Por ejemplo, la aceptación de la importancia de la obra de Juan Rulfo está condicionada por el conocimiento de la narrativa de la Revolución Mexicana, de la recreación del mundo agrario de Mariano Azuela, de la aceptación del valor de William Faulkner, del reconocimiento de la literatura rusa del siglo XIX.
La fluidez y la continuidad del prestigio, que viene de la acción conjunta de lectores, críticos, medio académico e instituciones oficiales. En esto, el requisito impostergable es un grupo de primeros lectores que al intercambiar experiencias deciden estar frente a un texto de gran valor. A esto lo siguen notas y ensayos que consolidan las primeras impresiones. Luego, el movimiento apreciativo que se propaga en comentarios y persistencia de comentarios, la presteza o la fuerza con que recoge el sector académico las noticias del prestigio. Así, por ejemplo, la recepción elogiosa de Confabulario y Varia invención de Juan José Arreola fue unánime. En 1956, los lectores disponibles se saben ante un libro excepcional que complace sus nociones adquiridas de literatura y les daba la sensación de hallarse ante un despliegue de maestría. La crítica propagó el hecho, y no hubo debate mínimo. Sin ese término, se admitió la llegada de un clásico. Y digo “sin ese término”, porque no hay tal cosa como un “clásico instantáneo”, la noción más engañosa de todas.
La sedimentación del prestigio a través de un proceso que incluye el trato de las generaciones y homenajes de la burocracia cultural (término que no resulta más descriptivo que “cultura oficial”, porque la política del Estado y de los gobiernos se guía más por el rumor de la excelencia que por criterios específicos).
La consagración académica. Antes de 1968 esto prácticamente no existe. Luego, la combinación del crecimiento de la academia en México y la masificación de la industria académica en Estados Unidos y, en mucho menor medida, pero con la capacidad de construir andamiajes críticos y públicos cautivos, el desarrollo de la industria académica especializada en lo iberoamericano en el resto de América latina, Canadá y Europa, el conjunto de la atención académica, integra el segundo gran criterio canonizador. Desde hace más de veinte años abundan los reconocimientos en vida bajo la forma de libros de homenaje colectivo, biografías literarias, números de tesis de grado y posgrado, simposios en honor de, artículos, conversión de las obras en libros de textos, que de todos los señalados es la vía más segura al canon. Para no referirme a autores que son ya materia prima de industrias especializadas, nada pequeñas: Borges, Paz, García Márquez, Vargas Llosa, Bioy Casares, cito algunos de los inevitablemente canonizados por el alud admirativo y las pirámides de tesis: Poniatowska, Elizondo, Pacheco, etcétera.

LAS RESONANCIAS DEL CANON
El consenso en torno al canon nunca es explícito y jamás resulta implícito. Los incluidos tienen derecho al paquete de obsequios de la República: homenajes con la presencia de altos funcionarios, calles que ostentan los nombres elegidos, ediciones conmemorativas, veladas luctuosas en el Palacio de Bellas Artes y, para los más afortunados, un sitio en la Rotonda de los Hombres Ilustres. En este proceso importa no tanto lo que se dice en contra sino lo que no se dice a favor. A los prestigios sólo los empaña la acumulación de silencios.
En Real Presences, George Steiner escribe: “Hablar de cultura, el habla aculturada, las conversaciones al respecto: ¿Has leído hoy la crítica de libros? ¿Has visto lo que los miserables afirman del genio de Bacon y la decadencia de Henry Moore?, llenan un cierto vacío político. Divierte, tanto en el sentido de escape como de entrenamiento”. Y continúa acto seguido: “En las humanidades y en las artes liberales, sin embargo, no es periodismo stricto sensu el que se constituye en el dínamo de lo secundario. Es lo académico y esa forma extraordinariamente influyente, aunque compleja, lo académico-periodístico. Son las universidades, los institutos de investigación, las prensas académicas, los integrantes de nuestro Bizancio”. Si esto es así en los medios europeos, no sucede lo mismo en sociedades como la de México, donde a la expansión de las universidades públicas la enmarca la pobreza presupuestaria, y al auge de las universidades privadas lo antecede el menosprecio por los proyectos humanistas. Aunque la movilidad cultural, todavía abierta, le resulta a muchos el sustituto de la movilidad social, ya en vías de total cancelación, el habla aculturada no sustituye en lo mínimo a la política, y el Bizancio del mundo académico sólo es percibido dentro de sus fronteras. Como sea, la expansión de la sociedad y de las universidades evita la rigidez del canon literario, y una descripción adecuada del proceso la da, inesperadamente, Juan Rulfo: “Nosotros aportamos el realismo, lo mágico son los lectores”. Y ellos, a diario, aportan sus versiones del canon.

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