libros

Domingo, 25 de julio de 2004

Dar en la tecla

LA INVENCION MUSICAL.
IDEAS DE HISTORIA, FORMA Y REPRESENTACIóN
Federico Monjeau

Paidós
Buenos Aires, 2004
194 págs.

 Por Pablo Gianera

En un famoso artículo, Pierre Boulez observaba que, en el período más explosivo de su creación, Arnold Schönberg desdeñó la servidumbre a la historia porque su poder de invención no dejaba lugar a la historicidad. La escena que abre La invención musical recupera esa constelación: la historia, la invención y el lugar del compositor. Schönberg discute por carta con Ferruccio Busoni las dos primeras piezas de su Opus 11, momento fundacional del atonalismo libre. Busoni reacciona ante el ascetismo de las piezas y propone ornamentaciones inscriptas en una retórica que Schönberg había abandonado. El intercambio epistolar sobrepasa la mera anécdota y apunta dos ideas de progreso. Una, la de Busoni, acumulativa; la otra, la de Schönberg, fundada en la ruptura y la exclusión.
La elección del personaje es estratégica. Schönberg funciona como el tema principal que permite interrogar tanto el cambio y la temporalidad como las tentativas estructurales. No debería pasarse por alto que el libro se desarrolla en tres partes (Progreso, Forma, Metáfora) que corresponden a tres movimientos. La disposición tripartita está recorrida por recurrentes conexiones. Los tópicos son sometidos a un asedio minucioso que se juega siempre en una lúcida interlocución con Theodor Adorno. La irrupción inicial de la dimensión histórica habilita la transición a la segunda parte, una meticulosa recapitulación de la forma y la estructura, dos nociones que el dodecafonismo primero y el serialismo después se propusieron articular y que son insoslayables para abordar las estéticas de posguerra y revisar los procedimientos de Messiaen, Boulez, Ligeti y Stockhausen. El inusual rigor de la exposición no se confunde con la asepsia crítica, y de manera insidiosa, casi velada, se cuela aquí una neta reserva acerca del espectralismo.
La invención musical desnuda en cada solución un problema oculto. Es un texto imprescindible e intempestivo; pertenece menos a las urgencias del presente –aunque se ocupa de ellas en las páginas que dedica a Gerardo Gandini y Mariano Etkin– que a las obsesiones del pasado y a las prefiguraciones del futuro. Y, sobre todo, es el precipitado del implacable ejercicio teórico de pensar la música que Federico Monjeau empezó a desplegar en la ineludible revista Lulú y en ciertos artículos publicados en Punto de Vista. Su libro marca un punto de inflexión en el desarrollo de la ensayística musicológica, un género poco transitado en la Argentina, si se exceptúa la figura tutelar de Juan Carlos Paz. Monjeau inaugura un estilo posible de escribir sobre música y viene a decir que la teoría musical no puede ser indiferente a otros saberes y está obligada a vulnerar los meros umbrales de la musicología. Resulta notable el modo en que la discusión en torno a las voces de la canción de Schubert Erlkönig, compuesta sobre un poema de Goethe, deriva en la revisión de cuestiones centrales de la estética (la mímesis, la expresión, la alegoría) y vuelve a la vez al primer movimiento, sugiriendo que el estilo tardío de
Beethoven anticipa, por la vía del subtematismo, la serie de doce sonidos.
No menos central que la forma en la música es la puesta en forma de un discurso sobre la música. Escribir sobre música puede ser una tarea ardua. Schopenhauer –a quien Monjeau cita y cuya filosofía desmarca oportunamente del drama wagneriano– advertía la imposibilidad de referir la comprensión musical: “Comunicar esta explicación es cosa que considero absolutamente imposible”. Acaso por eso se trama hacia el final un diálogo con las diversas maneras en que la literatura “habla” de la música. La retórica espiralada de Bernhard, la metafórica exuberante de Proust y, sobre todo, el “objetivismo” de Thomas Mann en Doktor Faustus no son sino vehículos de una interpelación acerca de los límites de lo representable y de la propia escritura.
No es casual que La invención musical se interrumpa con el examen de los paisajes de Rothko Chapel de Morton Feldman. Un final suspendido, opaco, en el que el autor se retira. Un repliegue que, como quería Adorno, no disuelve el enigma, pero descifra su configuración.

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