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Domingo, 29 de agosto de 2004

Pasión o Muerte

Breve historia de la cultura
Ernst Gombrich

Trad. Carlos Manzano y Luis Alonso López
Océano
Barcelona, 2004
208 págs.

Por Daniel Mundo

En la última conferencia de su vida, en 1949, Fritz Saxl se preguntaba qué sentido tenía aún la historia del arte o de la cultura. Estaba preocupado por la proliferación de cursos introductorios y charlas dedicados al tema. Veinte años después, sin citar a su compañero del Instituto Warburg, Gombrich vuelve sobre esta cuestión. Ahora las charlas se habían convertido en carreras académicas. Breve historia de la cultura recopila cuatro conferencias ampliadas que Gombrich dictó entre 1969 y 1974.
Las conferencias sirven para ejemplificar cómo llevar adelante una investigación de historia de la cultura. Son charlas pedagógicas. En la primera, por ejemplo, emprende una discusión con toda metodología que se inspire en preceptos hegelianos, obsesionada como está por descubrir la unidad orgánica que subyace debajo de las distintas configuraciones de un período histórico. La discusión lo lleva a revisar algunos supuestos que alientan al maestro de la historia cultural, Jacob Burckhardt. Gombrich muestra que ni siquiera Burckhardt supo librarse del influjo maléfico de Hegel. Como prueba cita una temprana carta. Entre otras cosas, allí Burckhardt confiesa que siente a veces “un temor que estremece cuando llego a descubrir la presencia de esta edad nuestra en las diversas etapas del pasado”. A Gombrich no le interesa demostrar que Hegel determinó a Burckhardt; quiere sugerir una experiencia más íntima: en el historiador o el espectador perdura, olvidado, un sentimiento pasional originario, que las obras reactivarían. No es la discusión erudita o académica lo que le importa a Gombrich. Lo que pretende realzar es esa sensación que estremece al historiador cuando alcanza a hundirse en el lodo del tiempo.
Lo dice en la segunda conferencia: “la historia de la ciencia debería escribirse, no como el relato de los descubrimientos y soluciones a los problemas, sino como la descripción del cambio en el comportamiento” de los científicos. Antes de ser una cuestión intelectual, el conocimiento atañe al proceso gastrointestinal: se asimila, no se adquiere; se transmite, pero no se enseña “en cursos que acaben en un examen”. Conocer una obra sin disfrutarla, o sin sufrirla (no todas las obras que vemos o leemos tienen que gustarnos), remitiría a un mundo donde la gente ya no come sino que se alimenta de un modo balanceado. Este mundo tiene garantizada la supervivencia, no la felicidad.
Gombrich invierte un precepto casi indiscutible que funda a las ciencias sociales: el distanciamiento. En lugar de tomar distancia de una obra, aconseja acercarse a ella como si se tratara de un ser vivo que nos afecta y perturba. Las obras de arte, literarias o filosóficas, y sus autores, no son objetos colgados en la pared o acomodados en estantes, son “centros de atracción y repulsión a los que amar, admirar, criticar”. Las obras permiten la ampliación de nuestra capacidad perceptual y valorativa, expanden nuestro mundo.
Gombrich, por supuesto, no propugna una vuelta a la empatía del siglo XIX. La maestría con que presenta, por ejemplo, los distintos condicionamientos que soportó la edificación del Sheldonian Theatre de Oxford (donde dictó la tercera conferencia) da cuenta no sólo de la gran cantidad de saberes que porta un historiador sino de la soltura con que debe manejarlos. Las piedras del edificio –enseña Gombrich– acumulan un tipo de datos que no se devela con la asepsia que caracteriza al instrumental quirúrgico.Para un lector no especializado el libro resulta ameno y entretenido. Al crítico cultural, a su vez, las conferencias le tendrían que indicar un problema que hace treinta años era urgente, y hoy puede ser desesperante: cómo insuflarle calor a una actividad que se ha convertido en un caldo dietético, desabrido e insípido.

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