libros

Domingo, 12 de septiembre de 2004

Cowboy de medianoche

El gran sueño del paraíso
Sam Shepard

Anagrama
172 páginas

 Por Mariana Enriquez

El personaje Sam Shepard, en cierto modo, oscurece al escritor. Su carrera fuera de la literatura es por lo menos impresionante, tanto como su olfato para estar siempre en el lugar adecuado y construir, de a poco, su mito. Fue coguionista de películas como Zabriskie Point de Michelangelo Antonioni y París, Texas de Wim Wenders, y él mismo dirigió y escribió Silent Tongue, la última película que protagonizó River Phoenix antes de morir. Fue pareja y colaborador de Patti Smith, trabajó con Bob Dylan y Los Rolling Stones, está casado con la bella y talentosa actriz Jessica Lange, y actuó en casi treinta películas, desde éxitos comerciales como Flores de acero hasta films de autor como Código de honor, dirigido por Sean Penn. Incansable, Shepard nunca abandonó su carrera literaria, pero siempre prefirió trabajar el relato corto, la poesía y especialmente la dramaturgia –es autor de más de cuarenta piezas teatrales–. Su trabajo en todos los medios tiene rasgos comunes: parece orgullosamente incompleto, fragmentario y urgente.
El gran sueño del paraíso, su nuevo libro de relatos, aparece veinte años después de Crónicas de motel, aquella mítica colección de viñetas autobiográficas, cuentos cortos y poemas que inspiró París, Texas. En Crónicas de motel, el personaje excluyente era el “cowboy” actualizado según Shepard, en rigor un beatnik tardío, lanzado a la ruta y los grandes espacios de la América profunda, en pequeñas historias con rutas y escenarios de coches, moteles cerca de las autopistas, desierto, soledad.
Aquellos hombres de Crónicas de motel (en textos escritos entre 1979 y 1981) estaban en constante movimiento, lejos de su familia, mimetizados con el paisaje de frontera, hijos del rocanrol y la experiencia lisérgica de los años ‘70. Son los mismos de El gran sueño del paraíso, sólo que ahora el aventurero buscavidas aparece más domesticado: están atrapados en la vida familiar. El primer cuento, “El hombre que curaba a los caballos”, es sintomático: se trata de la relación padre e hijo, un clásico de Shepard, pero sobre todo se trata de la doma de un potro. Los caballos y la vida conyugal son temas recurrentes de estos relatos, y en “El perseverante” aparecen claramente enfrentandos: Reese, esposo y padre de dos hijos, se encierra en una habitación a fumar y ayunar, acompañado tan sólo de un catálogo de caballos de carrera. La esposa recurre a un viejo amigo para arrancarlo de su aislamiento, pero Reese se niega: “¡Quiere saber adónde me he ido! Eso es lo que quiere saber. ¡A qué país! ¡Qué territorio de la mente! ¡Qué región de aislamiento! Las mujeres son animales muy sociables. ¿No lo sabías? ¡Ese tipo de cosas las aterrorizan! ¿Cómo podría explicárselo? ¿Cómo podría explicarle lo que cada uno de los nombres de estos purasangres significa para mí? Su carácter salvaje. Su velocidad incontrolable”.
El gran espacio se ha achicado hasta el límite de la claustrofobia: en “Los gatos de Betty”, una mujer encerrada en su trailer se niega a deshacerse de sus gatos, que molestan a sus vecinos; es un relato de diálogo puro, que muestra la marca del Shepard dramaturgo. En el relato que da título al libro, dos cowboys ancianos se conforman con sus vidas rutinarias de jubilados: compiten por despertarse más temprano y visitan cada día la cafetería cercana a la ruta para ver a una camarera. En “Una pregunta injusta”, el protagonista se siente atrapado en una fiesta organizada por su mujer, y después de fracasar en su intento de conseguir albahaca para la cena, termina en el sótano apuntándole con un arma a una de las indiscretas invitadas. Las mujeres y la familia son el refugio,pero también la incertidumbre y la celda. En “La puerta hacia las mujeres”, un abuelo pide a su nieto –viven solos– que corteje a una chica mexicana y habla con nostalgia de las mujeres que los abandonaron. Pero en “Coalinga a medio camino”, el marido que decide abandonar a su mujer por su amante cruzando el desierto, encuentra que su impulso, su ansia de una nueva y emocionante vida, queda trunco. “Me fijé muy atentamente, pero no se movieron”, dice un niño a propósito de los labios de su padre, y la frase puede aplicarse a los personajes de El gran sueño del paraíso: los cowboys errantes están quietos, congelados, soñando con su pasada gloria.
La escritura de Shepard, lacónica y obsesionada por el detalle, le debe mucho a Raymond Carver; las epifanías de sus personajes –la que encuentra en un halcón la mujer de “El ojo parpadeante”, por ejemplo– recuerdan a John Cheever. Pero su imaginario no es el del suburbio, sino el del Medio Oeste, un territorio semirrural, áspero y brutal, de pasaje. Shepard ubica sus relatos en Montana, Utah, Wisconsin, estaciones de servicio, locales de comidas rápidas, en un territorio mítico que conservaría algo de salvaje y peligroso. Pero ya no es la geografía liberadora de Crónicas de motel se ha convertido en un escenario opresivo, ideal para estos cuentos que parecen retazos de un relato mayor, deliberadamente cercenados. Si algo los oxigena es la límpida prosa de Shepard, un narrador elegante y, en sus mejores relatos, magnífico.

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A los 60, y con todo derecho, Sam Shepard sigue usando esta foto de cuando andaba por los 40 en la solapa de sus libros.
 
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