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Lunes, 20 de mayo de 2002

Georg Simmel (1858-1918)

Por Esteban Vernik

Es frecuente oír en los relatos de la vida de Simmel el eco de hostilidad con que fue tratado por el establishment universitario. La actitud del tribunal académico que reprobó en 1881 su primera tesis doctoral fue elocuente. La disertación llevaba por título Estudios psicológicos y etnológicos sobre el origen de la música y era, por cierto, una pieza programática de lo que sería su obra. Refiriéndose empíricamente al canto tirolés, consideraba lo que ocurría en situaciones como las de la música, en las que las personas se juntan por el hecho de juntarse, por el placer de juntarse en una relación en la que el fin es la propia relación. Había en este incomprendido escrito de juventud un núcleo que permanecerá a lo largo de su obra y que se cristalizará en el análisis posterior de situaciones como las que ocurren cuando un conjunto de personas se junta a ver la caída del sol o la salida de la luna –se trataba de las potencialidades del “estar juntos porque sí”, por fuera de las coerciones del dinero y el poder.
Su mala relación con las burocracias académicas fue una constante a lo largo de toda su carrera: su posición en el escalafón docente en la universidad de Berlín era tan marginal que carecía de salario y de derechos políticos; años más tarde, la universidad de Heidelberg rechaza su candidatura a profesor tras las muertes de Windelband y de Lask, por medio de un informe que desaconsejaba la postulación de Simmel dado su carácter “crítico y negativo”; finalmente, recién a sus cincuenta y cuatro años obtiene el rango de profesor con dedicación completa pero resignándose a que fuera en una pequeña universidad provinciana.
Todo esto ocurre mientras publica una inmensa obra de más de veinticinco libros y cientos de artículos que son traducidos a diversos idiomas, y -más sustantivamente– mientras su pensamiento es celebrado con admiración por grandes luminarias de la época como Edmund Husserl, Heinrich Rickert, Max Weber, Ernst Troeltsch, Hans Vaihinger, Hermann Keyserling, Auguste Rodin, Stefan George o Lou-Andreas Salomé.
Sin duda que los sinsabores ocasionados por el formalismo académico debieron haber sido agraviantes, pero no consiguieron eclipsar la dicha que Simmel producía cuando desplegaba sus pensamientos. Sus cursos en la universidad constituían verdaderos acontecimientos culturales en los que se daban cita grandes auditorios de estudiantes. Su fama de brillante orador llevaba a que en muchas ocasiones sus clases fueran reseñadas en los suplementos dominicales de los diarios. Y entre sus estudiantes más cercanos, se contaron los nombres de Sigfried Kracauer, Karl Manheimm, György Lukács y –más que ninguno– Ernst Bloch.
De las relaciones que mantuvo con sus colegas, se cuenta que en una ocasión el sociólogo de Heidelberg, Max Weber, viaja a Berlín y durante unos días se hospeda en el departamento de arriba del de Simmel. Durante las conversaciones de esos días, Simmel describe a Weber su proyecto de expandir los análisis sobre la alienación de Marx –que se concentraban especialmente en la esfera económica– hacia el resto de las esferas de la vida. Se trataba de comprender cómo la enajenación propia del capitalismo afectaba desde las esferas económica y política, hasta las más íntimas de la ética y la estética y aún de la erótica y la religiosa, produciendo una profunda autoenajenación de tipo existencial. Así –se entusiasmaba Simmel ante su huésped–, la racionalidad formal del capitalismo producía –vía la circulación del dinero– una inversión entre medios y fines, que lleva a que los primeros pasan a ser fines que a la vez son medios de otros fines que sucesivamente devienen medios, en una cadena teleológica que -dejando de lado el horizonte de los fines últimos– ya no tiene fin. En ambos sentidos: no tiene fin como finalidad alguna, y no tiene fin como punto final. Así, proseguía Simmel, el dinero ha sido pensado como unmedio para obtener determinados fines, un medio para obtener en las sociedades modernas, por ejemplo, comida, o zapatos, una casa, lo que sea... pero el problema es que por la voracidad que es propia de la racionalidad del dinero, el dinero aparece como un fin en sí mismo, y entonces resulta que es dinero lo que se desea, no como medio para alcanzar ciertos fines, sino por el dinero mismo.
De esta manera continuaba el anfitrión de esas veladas explayándose sobre las consecuencias alienantes que produce el dinero: hace cuantitativo lo cualitativo de la vida, deviene en un pavoroso nivelador que pone precio a todas las cosas e incluso en la modernidad capitalista puede –de la forma más indigna– funcionar como precio de las personas.
Paradójicamente, la situación económica de Simmel en Berlín llegó a un punto en que se hizo insoportable: ya no podía vivir en las condiciones tan precarias en que se encontraba en la universidad, con la insuficiente compensación que le significaban las clases particulares y las ocasionales colaboraciones en los periódicos. Cuando surgió una oportunidad para por fin obtener una plaza completa, en una pequeña universidad provinciana como era la de Estrasburgo –a pesar del desconsuelo que suponía abandonar el clima cultural de la gran urbe que lo tenía como a uno de sus animadores–, no pudo desistir de aceptar el destierro. No disimuló su sensación de desconsuelo y abandonó Berlín con acompañamiento de artículos periodísticos contra la universidad berlinesa y sus burócratas. Uno de esos artículos escandalizados se tituló “Berlín sin Simmel”.
El destino fue trágico: al poco tiempo de llegar a la provincia, estalla la Primera Guerra Mundial y la universidad se convierte en una suerte de hospital próximo al campo de batalla. Simmel se siente desorientado y desilusionado ante los valores espirituales de Alemania y de Europa. No obstante, y sin caer en un decidido pesimismo cultural, radicaliza su giro vitalista y escribe los últimos títulos de su extensa obra: Rembrandt. Un ensayo de filosofía del arte (1916), Cuestiones fundamentales de sociología (1917), y finalmente, al enterarse de una enfermedad terminal, se confronta con su autoconciencia de la finitud y se lanza a escribir a la carrera su último libro, Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica (1918).
Lukács, al enterarse de la muerte del maestro de sus años de formación, en quien se había inspirado tanto para su oposición entre el alma y las formas como para sus tesis sobre la cosificación, escribió en esos días: “Georg Simmel fue sin dudas la figura de transición más importante y más interesante de toda la filosofía moderna. Por tal motivo, ejerció una atracción sobre todos los verdaderos talentos filosóficos de la nueva generación de pensadores (aquellos que eran más que simples especialistas circunspectos o dedicados a las disciplinas especializadas de la filosofía), a tal punto que, por decirlo así, no hubo uno solo que no hubiera en mayor o menor medida sucumbido a la seducción de su pensamiento”. Se refería a Bloch, Benjamin, Adorno, y también a Heidegger.

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