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Domingo, 14 de noviembre de 2004

CIENCIA FICCIóN: WILLIAM GIBSON VUELVE CON UNA ENTRETENIDA NOVELA DEL FUTURO AMBIENTADA EN EL PRESENTE

El reflejo del futuro

Mundo Espejo
De William Gibson
Minotauro
347 pps.

 Por Sergio Kiernan

Hacía tiempo que William Gibson no escribía algo entretenido, palabra relevante en un autor de ciencia ficción dura que apareció de la nada con Neuromante, una obra que dejaba sin aliento y que necesitó de una etiqueta propia, la de ciberpunk. Gibson mantuvo en alto el estandarte con Conde Cero y Mona Lisa acelerada, lo puso a media asta con Quemando cromo y se perdió en metafísicas medio boludonas como Luz virtual. Era una pena, porque con apenas un libro Gibson había instalado a la Internet como lugar real, haciendo casi natural la idea de la interfase con un enchufe en la nuca y posibles historias como la de Matrix. Y el americano flaquito tenía un estilo magnífico, atropellado, lleno de marcas y guiños, que daba gusto leer.
Con este Mundo espejo, Gibson trae su mundo futurista al aquí y ahora. “Mundo Espejo” es el sobrenombre que tiene la protagonista para los países parecidos a su Estados Unidos natal pero con diferencias que truenan en su neurosis, como las patas de los enchufes. Cayce Pollard, la neurótica, es una cazadora de tendencias, la clase de persona que se gana la vida adivinando que el año que viene las gorras se van a usar al revés. Al abrir el cuento es el otoño de 2002, Cayce está en Londres para aprobar o no un logo sospechosamente parecido al de Nike, y curte sus dos grandes obsesiones: su rechazo físico a los logotipos (es una Naomi Klein flaca y publicitaria) y su amor por el “metraje”, la rara película que aflora en websites insólitos, sin que se sepa de quién es ni por qué es distribuida en fragmentos casi oníricos.
Cayce, unida a una banda de nerds y pegada a espías estatales y privados, recibe el encargo muy bien pago de averiguar quién logró el mayor éxito de “marketing guerrillero” de la historia al obsesionar a tantos con el metraje. El encargo la lleva a Tokio y a un Moscú irreconocible, con largas caídas en jet-lags homéricos, y a conocer faunas tecnológicas, pretecnológicas y seudotecnológicas en varios idiomas. Gibson usa estupendamente su truco favorito, un discurso que gradualmente va alienando el mundo conocido, distanciándolo de cualquier domesticidad. Londres termina pareciendo una ciudad siniestra y oscura, Tokio un asilo de lunáticos, Moscú una jaula de zoológico. El mundo es un agregado de personas solitarias que crean personalidades con las marcas que usan y viven para ser entretenidas, asombradas, golpeadas por novedades. Lo que une a ese mundo es una cadena sutil de e-mails donde las páginas de Internet son más reales que el Kremlin.
Como siempre en los libros de Gibson, hay varias historias anudadas –un muerto en las Torres Gemelas, una calculadora preelectrónica inventada en un campo de concentración nazi, espionaje industrial– que impulsan a la principal. Sólo al final llega la desilusión: el libro termina en un piff de globito, un cierre sorprendente pero anómico, medio abulicón. Lástima, porque el cuento venía bien y hasta resistía la errática traducción made in Spain, tan ignorante y poco elegante como siempre.

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