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Domingo, 28 de noviembre de 2004

Los mundos de Briante

 Por Sergio Di Nucci

De modo célebre y acaso equivocadamente, José Ortega y Gasset observó que después de los treinta años padecemos el rostro que nos merecemos. El de Miguel Briante, de quien se publica ahora una compilación de escritos periodísticos, no oculta cierta melancolía, que en otras fotografías puede convertirse en desdén o hartazgo. No parece en cambio encontrarse en su mirada rastros de decepción o desilusión, pero esta ausencia es el mejor tributo al poder confrontacional de Briante. Es llamativo, sobre todo en este país, que Briante no haya necesitado “curarse” o “purgarse” merced a repentinas decepciones políticas. Más bien se impacientaba ante aquellos (hoy son tantos) que apelaron a sus ilusiones originales para justificar sus últimas, posteriores ingenuidades.
Esta impaciencia, reflejada mayormente en los artículos que publicó en este mismo diario entre los años 1987 y 1995, se combinó con una determinación por evitar lo que un historiador inglés denominó “la enorme condescendencia de la posteridad”. La obra de Briante, pero acaso más su propia vida, podría resumirse perfectamente en estas palabras emitidas por él mismo: “Una vez lo encaré a un amigo semiótico: a vos si te sacan el cuadro y te ponen un chancho decís lo mismo”.
Miguel Briante nació el 19 de mayo de 1944 en General Belgrano, en la provincia de Buenos Aires y murió allí mismo, cincuenta años después, un 25 de enero. Desde los nueve vivió en Buenos Aires y con apenas diecisiete ganó un concurso organizado por la revista El escarabajo de oro, con un relato que luego convertiría en novela. El jurado estaba integrado por Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, Humberto Costantini y Augusto Roa Bastos. Cuatro años más tarde, a los veinte, publicó su libro de cuentos Las hamacas voladoras, cuyos temas, mayormente inclinados hacia las letanías de provincia, reincidirán en los que siguieron: Hombre en la orilla (1968), Kincón (1974), su única novela, y Ley de juego (1983). (Uno póstumo, con relatos hasta entonces inéditos, fue publicado en 2003, Al mar y otros cuentos).
El proyecto literario de Briante descansa, para un sector de la crítica argentina, en un casillero de la versión de la literatura argentina fomentada por Ricardo Piglia: se retoma la exaltación que hizo la revista Contorno y David Viñas en particular de Roberto Arlt para encajar a Briante, a cualquier otro escritor argentino, entre los ejes Sarmiento-Borges-Arlt. Para el también escritor y periodista C. E. Feiling, que murió de modo todavía más prematuro que Miguel, Briante representó en cambio el último escritor de la familia Hernández-Lugones-Borges, “el sobrino que dilapida la herencia porque para eso están las herencias”, en el camino que inaugura la reivindicación de José Hernández hecha por Leopoldo Lugones y se cierra con el criollismo borgiano. (En Kincón, como en “El fin” de Borges, muere de nuevo un negro: muere Bentos Márquez Sesmeao, muere Carneiro, muere Kincón).
Por cierto, la obra netamente literaria de Briante no es abundante; se trata de una opción que explican, por sí mismos, sus propios escritos periodísticos, muchos de ellos literarios por derecho propio. La obra literaria de Briante es precisa, sobria, sin estridencias, y se corresponde perfectamente con aquellos escritores admirados por él para quienes la opacidad fue más bien el fruto de un trabajo buscado. Los semanarios Confirmado y Primera Plana reprodujeron, por ejemplo, las excelentes entrevistas que Briante les hizo a Borges, a Bioy Casares, a Juan Rulfo. Es compartida la opinión de que Briante consigue reescribir a Borges para quitar de encima su pesada herencia en la literatura argentina y proponiendo, a su vez, una solución a los dilemas de los escritores agrupados en torno de la llamada “generación del 60”. No se dejan de señalar, por último, las influencias que ejercieron sobre Briante aquellos autores norteamericanos que, de un modo no siempre dignificante, no siempre decepcionante, gozaron en los ‘60 de un éxito que pasó aquí por indiscutido.
Entre 1977 y 1979, Briante fue jefe de redacción de Confirmado; entre 1982 y 1984, de El Porteño. Había publicado muchísimas reseñas, literarias y sobre artes plásticas, en La voz, en Artinf, en Vogue, en Panorama, en La Opinión. Y estuvo en Página/12, donde se ocupó de la sección de artes plásticas haciendo alarde de inequívocas impresiones en un campo siempre adverso a ellas. Fue director, entre 1990 y 1993, del Centro Cultural Recoleta. Los escritos periodísticos de Briante impresionan por su cantidad, donde no faltan nunca aquellos de orden eminentemente confrontacional. Es necesario, es saludable releer lo que escribió Briante de la Feria del Libro porteña, de la mujer-escritora, de funcionarios de museos y de sus esposas, de la universidad pública, de los circuitos artísticos e intelectuales, del arte argentino que sucumbía al forzado exotismo latinoamericano. Se puede comprobar entonces cuánto se ha perdido desde que desapareció con él esa política de la desconfianza “de la buena conciencia de algunos, de los buenos propósitos de casi todos”.
Ante el público mentalmente virgen y admirativo de la década de 1990, Briante pasó a ser, en su primera mitad, el detractor de aquellas figuras que festejaron nuestras vanidades, que se apoyaron en nuestras ignorancias. No es que Briante fuera el puntual contradictor del lugar común. Eso hubiera podido evitarle el enfrentamiento con la realidad: sus irritaciones no estaban dirigidas hacia los inexactos sino más bien hacia quienes estaban más acá de la inexactitud.
Por eso hoy uno de sus frentes de ataque sería la despistada izquierda universitaria, la que se horroriza ante quienes “mezclan niveles”, la que se ampara en una retórica radical que termina, porque empieza, en un conjunto de ideas y creencias que son de una absoluta banalidad. Con motivo del primer homenaje por la muerte de Briante, C. E. Feiling, de nuevo, señalaba: “Importa repetir que el 25 de enero de 1995, cuando murió Miguel, la literatura argentina no fue la única en perder, verse de golpe desprovista del autor de Ley de juego y Kincón, de novelas y poemas que no se escribirán, sino que la crítica de arte enviudó a su vez de un valioso espacio ganado a la cháchara académica, esa que optaría por abrirse las venas con un ejemplar húmedo de Las palabras y las cosas antes que emitir una sola opinión fuerte”.
El andamiaje, digamos, institucional que enmarca las ficciones de Briante resiste los embates del tiempo; sus protagonistas construyen su espacio al borde del mar, o en tierras adentro, separados del resto por el espesor de las distancias. Es de ellos la devoción por los recuerdos de lugares, por la incitación desesperanzada al viaje, por los estallidos de morbos y fascinaciones en el ardor del tedio, por las conductas que parecen fruto de un impulso único y definitivo. Briante somete el “misterio” rural y semiurbano a un examen cauto que es a veces sonriente, en un tono neutro que expresa el cuadro de una Argentina cuya clave histórica radica en la dicotomía entre tradicionalismo y apertura hacia el futuro. Al igual que Pepe Bianco, Briante aseguraba que en Argentina abunda la literatura fantástica, y los finales absurdos que parten de la verosimilitud, porque la mayor parte de los escritores son de clase media. Por eso mismo también trató de evitar otro costado falaz de esa causa fundante: el pintoresquismo. Es raro hallar en los relatos de Briante el arquetipo fácil que pinta épocas, décadas, gobiernos, entidades; es rarísimo encontrar al cura-bueno-acusado-de-comunista, al joven-ensordecido-por-su-walk-man-que-piensa-emigrar-a-Estados-Unidos, el obrero-ferroviario-desempleado-y-gordo como sinónimos cómodos del estado de cosas de la Argentina en 1990.
Su novela y los cuentos editados antes de su muerte fueron examinados, en su momento, bajo una luz muchas veces cruel. También esto, una vez más, es explicado por su labor periodística. En su obstinada convicción por confrontar las bajezas cotidianas, se advierte sin embargo hasta qué punto la insatisfacción de Briante con el mundo –una insatisfacción que no es gratuita sino que es fruto de que el propio mundo es injusto– no agota el sentido de su vida y obra. Mientras sea posible entonces, hay que celebrar que Briante no pertenezca aún a ese purgatorio que es el canon literario argentino.

Briante periodista
Un cronista de lo visible

Por Luis Bruschtein
Miguel Briante fue un escritor que trabajó más en periodismo que en literatura y, sin embargo, sus trabajos periodísticos son más literarios que los de la mayoría de los escritores que esporádicamente se vuelcan al periodismo. Algunas de las crónicas que reúne este libro no se alejan tanto de sus cuentos y relatos.
Cuando el exceso de literatura atenta contra la credibilidad de un texto, por lo general, el resultado es malo en la ficción y en el periodismo. Casi siempre sucede al revés: el escritor que trabaja mucho en periodismo tiene que luchar para que los vicios de la prensa no le arruinen sus cuentos. Briante era revistero, se tomaba su tiempo, era preciosista con los textos y lograba una narración periodística y literaria perfecta. Alguien dirá que perfecto es un adjetivo exagerado, pero cualquiera que relea estos textos podrá advertir el trabajo sobre los enfoques, las metáforas, la estructura, la fluidez, la obsesión por las comas, las interfrases y las salidas inesperadas. Son textos periodísticos referenciados todo el tiempo por un paradigma literario.
Uno de los motivos de los escritores para escribir debe ser seguramente demostrarse a sí mismos que no están locos. El lenguaje y la escritura tratan de materializar la sustancia brumosa de los pensamientos y la imaginación. Miguel, como persona, era impulsivo, y hasta desbordado si se quiere. Pero sus textos son contenidos, no se van por las ramas, aguantan la tensión hasta que la sueltan, hay premeditación en el ritmo, austeridad en los diálogos y en los adjetivos, da la impresión de que va construyendo los textos como si fueran cuadros o esculturas, formas que ve con los ojos, más que con el pensamiento.
La crónica es un género que perdió espacio en los años que han pasado frente al periodismo de investigación y denuncia. A pesar de que es un clásico de base para el periodismo, tiene menos prestigio en la actualidad como género. Briante periodista fue esencialmente un cronista, un contador de lo que veía. Hasta la nota que finaliza el libro, sobre el secuestro y asesinato del embajador Hidalgo Solá durante la dictadura, está volcada en forma de crónica, más contada que denunciada. En todo caso la denuncia surge de la crónica misma.
La rigurosidad en la estructura y hasta la forma austera de sus textos dejan claro su desprecio por los golpes bajos y efectistas. No hay folclorismo, pibismo, amarillismo o populismo aunque hable del campo, de una historia de pibes, de un asesinato o de un diálogo en un barrio popular. Hay quienes consideran que la búsqueda rápida del efecto y el gancho son méritos periodísticos. Los textos de Briante discuten esa afirmación y hasta la ridiculizan, porque el efecto que provoca su lectura es mucho más contundente. Son todas notas que se recuerdan, que no desaparecen poco después de leerlas. Y donde el medio, en este caso gráfico, compite con los otros medios, a partir de cualidades específicas que no tiene la televisión, por ejemplo. La búsqueda del efecto inmediato y superficial es una forma de tratar de competir con la televisión usando sus mismas armas y empobreciendo las de los medios escritos. Por eso no resulta disonante hacer un libro con textos periodísticos que fueron escritos hace varios años.
Fue una suerte para el periodismo que le dedicara tantas horas de su vida y una pena para la narrativa que escribiera tan poco. Nadie sabrá la razón para que las cosas fueran así. Pero tiene que haber sido un tema que se llevó sus buenas horas de charla en las mesas de café y ginebra en los bares de la avenida Corrientes, después del cierre en las redacciones. Los periodistas han abandonado esa buena costumbre de otros tiempos de la que salieron tantas ideas y genialidades. Hay un esfuerzo por presentar ahora al periodismo como una profesión de técnicos atildados y sabihondos, entre doctores y sociólogos. Tanta pulcritud va en detrimento de la buena escritura, diría Briante.

Briante crítico de plástica
Cómo contar el arte

Por Fabián Lebenglik
Hasta la irrupción de Miguel Briante en el terreno de la escritura sobre las artes visuales, la crítica de arte se dividía en dos corrientes. Por una parte estaba la crítica que provenía de (o se asimilaba con) la academia y la historiografía, con una escritura neutra, informativa. Dentro de esta misma línea, en los años setenta surgió una vertiente pretendidamente semiótica que, salvo excepciones, resultaba abstrusa en su intento por develar el hecho estético, aplicando lecturas y sistemas mal leídos, incompletos o forzados.
Por otra parte estaba la tradición, bastante extendida, de los poetas que se dedicaban a la crítica. En esta serie, si bien la escritura adquirió mayor calidad, también había derrapes y caídas en el más puro kitsch cuando se buscaba afanosamente la metáfora continua y la poetización de la crítica de arte. El ripio discursivo aparecía al colocar la escritura crítica en el lugar de la obra de arte, como un sucedáneo, a la par de la obra. Una suerte de fallida contaminación, de confusión improductiva entre escritura y objeto, producto del deseo imperioso e imperial del crítico de aplicar su “yo” en los territorios a ocupar.
Cuando Briante puso el ojo y la pluma en las artes visuales –a las que llegó por su hastío de las mezquindades del mundo de los escritores–, aportó un componente central: la conciencia de que escribía un relato y de que ese relato tenía una inevitable carga funcional.
En este tercer volumen que Sudamericana dedica a la obra de Briante, se rescatan algunos de sus textos sobre arte a través de casi un centenar de páginas. Allí se seleccionaron tres notas aparecidas en el diario Tiempo Argentino a mediados de los años ochenta y una larga serie de artículos publicados en Página/12 entre 1988 y 1995 (donde Briante fue, entre otras cosas, editor de la sección de plástica). En este diario es donde ejerció la crítica de modo más sistemático y prolongado.
Briante logró torcer el paradigma del crítico-semiótico y del poeta-crítico hacia el del escritor-crítico. La escritura sobre artes visuales se transformaba con él no sólo en un género periodístico sino también en un género literario. Y, desde ese lugar se burlaba de manera zumbona de los otros modelos de críticos. Dos citas: “En esta época de especialistas en todas las ondas pero no en las más elementales reglas de la prosa” (página 295). “Perdidos en una gramática escondedora que ya lleva años de desgaste –pero que les permite no arriesgar nada–, los críticos siguen diciendo que el tema en la pintura no tiene nada que ver, que lo que vale es la pintura en relación nada más que con la pintura” (p. 317).
Conocedor profundo de la literatura y de otras zonas de la creatividad y por lo tanto dueño de una visión del mundo más abarcadora que la que se trama en el reducto de las artes visuales, Briante pensó siempre el medio artístico como un campo de batalla, como una tormenta perpetua, en la que constantemente tenía que estar dirimiendo polémicas y distinguiendo facciones. En este sentido, su prosa dirigida a desentrañar el mundo del arte y de los artistas plásticos es la prosa de un escritor y polemista. Una prosa de respiración periodística, breve, como un cuento breve, y algo urgente. En esa urgencia demandada por el medio periodístico, Briante supo contrabandear buenas ideas y buena literatura.
En este pequeño recorte (del casi centenar de páginas escogidas entre los varios centenares de las escritas por él sobre artes visuales) puede constatarse su pasión por el arte conjugado con la literatura. Mientras que en los artículos recorre la obra de Carlos Gorriarena, Norberto Gómez, Antonio Berni, Juan Carlos Distéfano, Pablo Suárez, León Ferrari, Fernando Fader, Luis Felipe Noé, Molina Campos, Luis Benedit, Quinquela Martín, Alberto Greco o Rómulo Macció, entre otros, también apela a la literatura casi como un acto reflejo. Briante escribe sobre arte, pero tiene claro que lo suyo es una escritura y que como tal lo literario es la cantera de donde saca buena parte de sus materiales. En casi todos estos artículos Borges es el escritor al que más recurre, pero también cita a Bioy, Kafka, Pavese, Arlt, Marechal o Brecht.
En los textos de Briante sobre arte siempre aparece la voz del otro. Su escritura no tiene respiración periodística sino que maneja todos los registros de la oralidad (pasada por la escritura). En este punto es uno de los pocos críticos de arte cuya escritura incorpora la voz del artista como la de un personaje de ficción. En varios de los textos seleccionados en este volumen, el párrafo inicial arranca con la palabra “contar” o con alguna consecuencia del acto de narrar. El oficio de Briante –su saber– era contar historias y por eso critica el matiz antinarrativo de ciertos artistas: “Entre pintores –dice en la página 282– contar suele ser mala palabra. Desde que se supo que la pintura se tenía que sostener por sí misma, sin anécdota”.
Las apuestas estéticas de Briante siempre estuvieron marcadas por los acontecimientos del país y del mundo y por eso siempre puso el ojo sobre los artistas que consideraba más jugados en este sentido. Sus textos están construidos a partir de las técnicas de la escritura de ficción, para contar esas relaciones, muchas veces secretas. En las notas sobre plástica que se incluyen en Desde este mundo, Briante demuestra que los artistas, como los escritores, son creadores de mundos que vale la pena contar.

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