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Domingo, 23 de enero de 2005

LA NOVELA FINALISTA DEL PREMIO HERRALDE PLANTEA UN JUEGO LITERARIO ALREDEDOR DEL FUNES BORGEANO Y REINTERPRETA EL PRECEPTO DE OSCAR WILDE SEGúN EL CUAL LA VIDA IMITA AL ARTE.

Vivir para contarlo

Todos los Funes
Eduardo Berti
Anagrama
176 páginas

Por Rogelio Demarchi

Él podría haberse llamado “Juan Carlos Funes o Juan Alberto Funes, o algo por el estilo” si su padre hubiera tenido la más mínima posibilidad de registrar su nacimiento. Pero del trámite se hizo cargo su abuela materna, tan francesa como su madre, y entonces él se llama Jean-Yves Funès. Contra ese doble corrimiento del origen –que no ha respetado ni la grafía del apellido paterno–, Funès erigirá una doble defensa: primero una
vocación y más tarde un amor inolvidable, ambas con una obstinación digna de un Quijote parisino.
La vocación por la lengua del padre, que no es otra que el español en su versión rioplatense, lo pone en contacto con nuestra literatura y –no podía ser de otro modo– con “Funes el memorioso” de Jorge Luis Borges. El resultado: su deseo de transformarse en un especialista en literatura iberoamericana. Años más tarde, cuando ha logrado su objetivo, se enamora de una alumna que ha elegido su curso imantada por la superposición de realidad y literatura: conocedora del cuento de Borges, ¿cómo sería estudiar con un profesor que porta el mismo apellido que varios personajes? Porque en su tesis la joven desea analizar una cuestión que podría poner en duda el siempre problemático asunto de la originalidad literaria.
Mucho se ha escrito sobre las angustias que atraviesan los escritores al bautizar a sus personajes. Los sudamericanos, sin embargo, parecen no preocuparse por el tema: al Funes borgeano ella puede agregar el Funes de Horacio Quiroga (“La meningitis y su sombra”) y el Funes de Augusto Roa Bastos (“El pájaro mosca”). Ya casados, el matrimonio fantasea con un libro de crítica literaria que se llame, sí, Todos los Funes. Porque a la lista anterior se adicionan el de Humberto Costantini (Háblenme de Funes), la reiteración y el anacronismo que se podría observar en Julio Cortázar (“Bestiario”, “Sobremesa”, El examen, Ultimo round), la sospecha de que hay un Funes en un relato inédito de Adolfo Bioy Casares, etc.
Pero ella muere demasiado pronto, del proyecto sólo quedan apuntes y bosquejos, y él hace de su recuerdo un monumento que la escritura del libro alteraría para siempre. El borgeano Ireneo Funes no escribía lo que pensaba porque no podía olvidarlo jamás, o sea que la escritura se tornaba inútil. Jean-Yves Funès se niega a la escritura porque no quiere modificar su recuerdo de lo vivido. La diferencia puede ser sutil, pero importante: Funès se ha vuelto un escritor que no escribe, un investigador que no investiga, un hombre que vive sólo para contar lo que ha vivido; entonces enumera y relata momentos clave de su existencia, que no son otros que los encuentros y desencuentros que han fraguado su identidad, ante desconocidos o viejos colegas.
En el presente de la novela, circa 2004 (acaso una ratificación temporal de que el recuerdo absoluto postula la utopía de un presente perpetuo), Funès es un profesor jubilado que viaja de París a Lyon para participar de un congreso literario donde los especialistas convocados parecen los epígonos de Funès y señora: la crítica literaria reducida a una onomástica. De modo que, por supuesto, todos están al tanto delabandonado proyecto matrimonial, todos tienen algo que decir/agregar al exótico catálogo y, por lo tanto, excitan el costado paranoico de Funès. ¿Quién lo plagiará, quién será finalmente el escritor de Todos los Funes? ¿Funès alucina, sueña o viaja en el tiempo hacia el futuro para encontrar la respuesta?
Para complicar más las cosas, en una vuelta de tuerca de la alegoría borgeana de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” –cuando el mundo sea Tlön, todos los libros serán un solo libro y tendrán un solo autor–, cuando Funès se descompone el médico que lo asiste se apellida Funes, y mientras guarda cama recibe la inesperada visita de un abogado especialista en derechos de autor que se llama Funes...
¿Demasiada literatura en la literatura, demasiada literatura de la literatura? No es la primera vez que Berti lo intenta. En La mujer de Wakefield (1999) partía de un relato de Nathaniel Hawthorne. Aquí, del “clan” de los Funes, y de entre ellos el más famoso. La edición francesa de La mujer... fue nominada en 2001 para el Prix Femina a la mejor novela extranjera. Todos los Funes acaba de ser finalista del Premio Herralde (que obtuvo el mexicano Juan Villoro). No son distinciones menores.
Más allá de ello, si algo sostiene la lectura de esta novela es la tersura con que está escrita y la reinterpretación que ofrece del precepto estético de Oscar Wilde: si en realidad la vida imita al arte, las personas imitamos a los personajes. Entonces, Funès, que sería la persona, está condenado a imitar a los Funes. Como ellos, como nosotros, su identidad familiar depende de un secreto y su individualidad se construye sobre un equívoco.

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