libros

Domingo, 13 de marzo de 2005

DELICIAS DE UNA NOVELA FRANCESA Y CHINA (AL MISMO TIEMPO).

Lejano Oriente

La eternidad no está de más
François Cheng
Losada
275 páginas

Por Sergio S. Olguín

Un director de cine chino (pongamos por caso, Zhang Yimou) haría una excelente película con La eternidad no está de más. La novela de François Cheng tiene todos los elementos para componer un film de estirpe china: enamorados hasta los tuétanos, hombres poderosos crueles, hombres sabios que siguen la doctrina de Buda, fidelidades y traiciones extremas y un clima de tragedia latente que se manifiesta hasta en las flores de loto. Pero La eternidad no está de más no es una novela estrictamente china. Es, en todo caso, una novela francesa ambientada en China por un autor francés que nació y vivió hasta los 20 años en China. François Cheng es algo así como un Héctor Biancciotti oriental. O un E. M. Cioran: autores que abandonaron su lengua de origen para adoptar el francés como idioma de su escritura.

Cheng nació en 1929 en un hogar sumamente intelectual, al punto de que sus progenitores fueron los primeros estudiantes chinos que viajaron a Estados Unidos. Su padre fue uno de los fundadores de la Unesco, lo que le facilitó al joven Cheng viajar a París para realizar sus estudios universitarios de literatura francesa. Muy joven se convirtió en traductor al chino de poetas franceses y en un sinólogo respetado. En 1971 adoptó la nacionalidad francesa y mudó sus dos monosilábicos nombres de pila por el muy galo François (según él, sus nombres chinos sonaban igual). En 1970 comenzó a escribir libros en francés, en principio ensayos para después animarse con poesía y narrativa. En 1992 fue nombrado miembro de la Academia Francesa y ha sido favorecido con distinciones muy prestigiosas: Caballero de la Legión de Honor, Premio André Malraux, Premio Femina, Gran Premio de la Francofonía al conjunto de su obra.

La eternidad no está de más fue publicado originalmente en el 2002, el mismo año en que comenzó a ocupar el sillón de la Academia. La novela transcurre en los finales de la dinastía Ming, en una sociedad de estructura medieval donde el señor de la región tenía casi todo el poder sobre la gente. En ese ambiente, un joven violinista osó posar la vista sobre la prometida del heredero del señor del lugar. El joven es golpeado y condenado a prisión. Sus manos quedan inutilizadas y la fortuna le permite escapar y sobrevivir. Durante años deambula entre monjes y aprende los secretos de la medicina y la adivinación. Treinta años después vuelve a buscar a la mujer de la que se había enamorado con un simple intercambio de sonrisas. Y lo increíble (o no, así eran los chinos de aquellos días), ella le corresponde al amor.

El reencuentro de estos amantes tan furtivos como platónicos es sólo el comienzo de una intensa historia escrita con ese tono calmo que caracteriza a los cronistas y poetas chinos. Una falsa calma porque la muerte y el desencuentro rondan siempre entre los personajes.

Cuando el protagonista se cruza con un misionero cristiano, la novela pierde en efectividad y se vuelve demasiado previsible. Tal vez a Cheng lo haya traicionado su occidentalización y no deja de sonar forzada esa incorporación de un personaje europeo que habla del amor en términos evangélicos.

Por lo demás, Cheng construye una novela de lectura atractiva, con personajes memorables y con una historia de amor desprovista de sexo pero no de pasión. Una novela que tampoco desdeña la reflexión poética: “Lo que acaricia una mano, digno órgano acariciante, no es sólo otra mano, sino que acaricia la propia caricia del otro. Al acariciar recíprocamente las caricias, las dos personas se sienten transportadas, en un estado de embriaguez que únicamente puede tener su origen en los sueños infantiles o en alguna vida anterior”.

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