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Domingo, 10 de abril de 2005

VOLVé

Buenos Ayres City

Pedido de reedición: una novela de Marcos Victoria

Por Juan Ignacio Boido

Es mayo del ’68 y una revolución está a punto de estallar, pero no en París sino en Buenos Aires. Alertado, un periodista del New York Morning viaja a Buenos Ayres en un avión de la BOAC. Según declara a la sonriente empleada de Migraciones que le sella el pasaporte, su estadía será de una semana y el propósito es producir un artículo sobre esta deslumbrante capital sudamericana que, por su prosperidad y eficiencia, asoma en el mundo como la única ciudad capaz de destronar a Nueva York. Pero su verdadero propósito es otro: entrevistarse con representantes de los diversos sectores sociales, corroborar la llegada de tropas inglesas a bordo del portaaviones “Ark Royal” y acceder de alguna manera a los cabecillas de la Resistencia. Buenos Aires no es Buenos Aires, sino Buenos Ayres. Buenos Ayres City. En 1806 su población repelió con bravura e ingenio el primer intento de la Corona Británica por tomar posesión física de la colonia española más anglófila de América, pero nada pudo hacer esa misma gente al año siguiente, cuando las tropas comandadas por Whitelocke ganaron la plaza y el virreinato para Su Majestad. Desde entonces, las Provincias Unidas del Río de la Plata se han convertido, bajo el dominio británico, en una economía de solidez única en el continente, granero del mundo, polo industrial y modelo ejemplar de las virtudes de una democracia monárquica. Pero –la Historia es incapaz de quedarse quieta– sordos ruidos oír se dejan, y un rumor que las Naciones Unidas y la OEA prefieren desoír recorre el mundo: con apoyo de encumbrados miembros de la sociedad porteña, en las islas Malvinas, capital del gobierno criollo en el exilio, que resiste el frío y la precariedad al abrigo de costumbres coloniales, ponchos y misas, se ultiman los detalles de una inminente invasión de la Patagonia.

Graham Greene –que como corresponsal también recorrió colonias a punto de estallar en revoluciones y visitó partisanos fervorosos y funcionarios sordos a los estruendos de la rebelión– dividía sus novelas entre serias y entertainments: según él, en las primeras exploraba los problemas religiosos y morales que lo atormentaban, mientras que en las segundas se divertía con los absurdos que le regalaban la inteligencia británica, las burocracias mundiales, la fatuidad de la política, las miserias individuales y el espionaje internacional. Y aunque difíciles de distinguir sólo por sus escenarios –algunas novelas serias transcurren en lugares dignos del mejor Bond, mientras que hay entertainments ambientados en plomíferos ambientes londinenses y suizos–, sus efectos son inconfundibles: mientras las primeras se cierran con el silencio espeso que sigue a un disparo, una muerte o una despedida, las segundas explotan en carcajadas ante el trágico absurdo que gobierna el mundo. Por eso –como esos personajes que aparecen en una página o en una escena y pasan de largo rumbo a una película que nadie filma o un libro que nadie escribe– es de uno de esos entretenimientos de donde parece venir el periodista de Buenos Ayres City.

Como una trama perdida de la Historia argentina de Fresán o un sueño demencial alucinado en Las islas de Gamerro, Buenos Ayres City es una ciudad de calles surcadas por la figura de Jules La Rocque, el fantasma de San Martín –muerto en cruce andino durante su frustrado intento por liberar la patria desde Chile–, el Gran Inca –líder americanista y defensor de la liberación a través de danzas indígenas y recitados en quechua–, el Puma –cabecilla filo-fascista de grupos paramilitares que patrullan la ciudad–, militares autoascendidos de moral estricta y costumbres blandas, ciudadanos que hablan en inglés y rezan en castellano, y Manuela, el encanto patricio que esconde bajo su melenita de oro el secreto de la revolución.

Aunque sin la liviandad de Greene para llevar el entretenimiento a las alturas de la gran literatura (pero desde cuándo es un cargo no ser Graham Greene), Buenos Ayres City merece su lugar en el mapa. Después de todo, ala luz de los hechos, une dos enfrentamientos remotos entre sí en el tiempo, pero que sin embargo cifran, en un mismo adversario, los cambios de un país que fue capaz de defenderse con aceite hirviendo y, doscientos años después, de donar sus joyas en televisión para financiar a un gobierno que mandaba a la muerte a los chicos de 18 años que todavía no había matado.

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