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Sábado, 30 de abril de 2005

HOMENAJE

Los confines de Verne

A cien años de El faro del fin del mundo

 Por Juan Sasturain

El incesante Jules Verne escribió acorde con una época en que el Progreso universal e indefinido era el motor y la ideología de la civilización europea occidental triunfante. Así, fue el fundador de un subgénero narrativo exitosísimo, la novela de aventuras moderna con base científica y exótica ambientación geográfica: Les voyages extraordinaires. Hombre generalmente quieto, aunque no tanto como el empedernido Salgari, supuso que para tener una aventura había que viajar, o que el hecho mismo de viajar –por la naturaleza novedosa o sorprendente del vehículo– constituía una aventura. Lo notable es que esas novelas, como Phileas Fogg, dieron la vuelta al mundo y fueron leídas por los jóvenes –y los que no lo eran– de todas las latitudes. De ese modo, Verne les devolvió a sus lectores la historia y el entorno propios, pasados por su imaginario personal. Tal lo que les sucedió y les sucede a los argentinos con El faro del fin del mundo, relato donde este confín americano se convierte en domicilio ocasional de la aventura. Precisamente, hace cien años que se publicó esta novela con que la Isla de los Estados y su luz encendida en el confín civilizatorio entraron en –y salieron de– la gran historia literaria.

No se trata de un relato en que la invención científica o la novedad tecnológica –el globo, el submarino, la excursión bajo la Tierra o a la Luna– sean el centro de interés. Aquí, como ante los hielos árticos o en las altas cumbres, la aventura la propone la hostil inaccesibilidad del paraje, en cruce con el esfuerzo de la avanzada civilizatoria por hacer pie allí. Así, la trama es un mero pretexto, como en muchas otras historias de la serie Voyages extraordinaires que hicieron fama y fortuna del autor y, sobre todo, de su editor, el rápido Hetzel. La localización geográfica –las descripciones de la ominosa costa de la isla y de las tormentas antárticas, aunque de segunda mano, son formidables– y la información histórico-científica son previas y más importantes que la invención.

Por eso, desde ya, El faro del fin del mundo no es una gran novela. Ni siquiera es una novela grande, comparada con las notables y justamente célebres Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en ochenta días o Veinte mil leguas de viaje submarino. Es corta –y estirada, además–, sin demasiado ingenio aventurero, con poca o ninguna intriga y ausencia absoluta de personajes con algún interés o complejidad.

El argumento es tan simple como su hermoso y sugestivo título. Las autoridades argentinas terminan de construir el faro en el extremo este de la Isla de los Estados y lo dejan funcionando y en custodia de tres solitarios cuidadores –Vázquez, Felipe y Moriz– que sólo han de ser relevados tres meses después. La reducida guarnición es atacada por piratas que viven y medran de los barcos que naufragan y hacen naufragar. Capitaneados por el malvado Kongre y su lugarteniente Carcante, han reunido tesoro y provisiones en una caverna pero sólo buscan, ahora, el medio de abandonar el lugar, huir hacia el Pacífico Sur, a disfrutar al sol de lo que tienen y a acrecentar sus tesoros. Los piratas matan a Felipe y a Moriz, pero el combativo Vázquez zafa. Los malvados apagan el faro y se dedican a poner en condiciones su barco y escapar antes de que regrese la nave con los reemplazos. Toda la intriga –levísima– consiste en una serie de rotundas casualidades que permiten, sucesivamente, que Vázquez descubra la caverna donde los piratas guardaban tesoros y víveres, que la tormenta descomunal entorpezca las tareas y no permita acelerar los trabajos de Kongre y los suyos, que haya un naufragio de un barco norteamericano y que Vázquez salve al decidido John Davis. Finalmente, juntos y como improvisados comandos, el argentino y el yanqui impedirán la huida de los piratas hasta el momento en que llegue, guiado por el faro que Vázquez consigue volver a encender, el providencial aviso Santa Fe. Eso es todo. Pero la precariedad y las limitaciones del único relato del autor que transcurre totalmente en territorio argentino –también en la excelente Los hijos del Capitán Grant hay algunos episodios que se desarrollan en el sur patagónico– tienen sus atenuantes: El faro del fin del mundo es la última novela que el fatigado artesano de Amiens produjo de su puño y letra, el compromiso final de un fabulador incansable que trabajó hasta el final. Fallecido el 24 de marzo de 1905 a los 77 años, Verne no llegó a ver esta novela impresa. Primera de la serie de narraciones póstumas, comenzó a publicarse en el Magasin d’education dos semanas justas después de sus funerales. Como si no hubiera pasado nada.

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