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Domingo, 14 de agosto de 2005

NOTA DE TAPA

El profesor pop

Hace años ya que Daniel Link da clases irreverentes y estimulantes a los alumnos de la carrera de Letras de la UBA, donde la literatura se abre a otros universos culturales y a modernas bibliografías. Tomando esas lecciones como pre-textos, acaba de publicar Clases (Literatura y disidencia) (Norma), un conjunto de agudos ensayos regidos por la idea de que los ’60, años tan pop, son el corazón del siglo XX.

 Por Patricio Lennard


Sería inexacto afirmar que Clases (Literatura y disidencia) de Daniel Link es un libro de crítica literaria. ¿Cómo clasificar un texto que se empeña en reflexionar sobre la necesidad de resistir a las clasificaciones? En este sentido, no se trata sólo de las clases de Literatura del Siglo XX que Link pronunció en su cátedra de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires (meros pre-textos de los ensayos del libro), sino más bien de las clases entendidas como sistemas de clasificación cultural y antropológica: de qué manera eludir aquello que tiende a congelar y encorsetar (los géneros, la ciencia, el Estado, las sexualidades rígidamente definidas) para leer en el arte y la cultura del siglo pasado las formas posibles de la disidencia.

Para Link (que además de ser crítico, profesor universitario, poeta y novelista, fue durante seis años editor de Radarlibros) “leer bien” no sólo consiste en relacionar lugares lejanos, sino también en desbordar los límites de la literatura. De la biopolítica y la cultura gay a Seinfeld y Star Wars, pasando por Kafka, Pasolini, Burroughs, Barthes y Copi, el recorrido que propone Clases responde a la lucidez desprejuiciada de un lector omnívoro (y no por eso menos sofisticado), y a su expresa voluntad de trascender los encasillamientos. “Los instantes de peligro” en los que el arte (experimental) realiza sus cabriolas son los que invoca su discurso crítico. Un discurso que no oculta el propósito de Link de articular la voz del escritor disidente: de aquel cuya resistencia no consiste tanto en negar los sistemas de clasificación o transgredirlos, sino en situarse más allá de ellos.

Entre Cómo se lee (2003), tu anterior libro de crítica, y Clases hay muchos puntos de contacto. ¿En dónde señalarías vos que tus obsesiones como crítico persisten más notoriamente?

–Supongo que es imposible desplegar más de una idea a lo largo de una vida. Mis “obsesiones” como crítico (pero sobre todo como escritor) tienen que ver con el modo en que se puede articular la vida con la escritura. Me interesan esos momentos en los que los textos vacilan, en que hay algo que los vuelve inclasificables y no se sabe bien lo que se está leyendo: ¿un diario?, ¿una carta?, ¿un poema?, ¿una novela? Y si me importan esos momentos de vacilación es precisamente porque me parece que en esos intersticios cabe un mundo entero. Se trata de aprender a leer eso que falla.

En la introducción de Clases afirmás que nuestro presente es testigo de un salto tecnológico sin precedentes que nos obliga a pensar todo de nuevo, sobre todo los lugares de la disidencia en el arte. ¿Cómo te planteás el ejercicio de la disidencia en tu tarea crítica?

–En general, tratando de no adoptar categorías, formas de leer, posiciones frente al mundo como dadas. Disentir no es rebelarse contra el pasado sino discutir todo lo que merece discutirse. Por ejemplo, la idea burguesa de que el arte es una práctica autónoma y separada de las demás. En particular, en este libro he tratado de desmontar un sistema de clasificación heredado del más rancio humanismo burgués que, a esta altura, considero aberrante. Por ejemplo, esa idea de ser humano que sólo puede sostenerse a partir de un sistema de inclusiones y exclusiones que supone categorías como animal/humano, hombre/mujer, artista/proletario, heterosexual/homosexual, neurótico/psicótico, etc. Esa máquina que produjo colecciones (el siglo XIX es el siglo de la colección), al mismo tiempo produjo monstruos. Creo que hoy es una obligación ética disentir en primer término con los sistemas clasificatorios que pretenden determinarlo a uno mismo. Así, podríamos decir que el buen disenso empieza por casa.

¿Qué transformaciones vislumbrás en el arte en el contexto de las nuevas tecnologías?

–No sé, no podría profetizar demasiado al respecto. Lo más estimulante del arte actual es el abandono definitivo de toda pretensión de autonomía. El arte y el pensamiento se transforman constantemente porque ésa es su razón de ser. En relación con las nuevas tecnologías hay transformaciones que me parecen prometedoras y otras meramente tristes. Por ejemplo, una revista rectora del mundillo intelectual utiliza su página en Internet, donde publica sólo comienzos de artículos, como estrategia para que la gente deba comprar la edición impresa. Si la tecnología sirve para eso, no es nada democrática. Pero sabemos que sirve también para otras cosas.

¿A vos para qué te sirve?

–Para experimentar géneros de escritura (el folletín, por ejemplo), para investigar, para poner a disposición de cualquiera lo que pienso, para estar al tanto de lo que los demás piensan.

¿Qué autor del siglo XX sintetiza de manera más acabada la figura del

escritor disidente?

–Kafka y Pasolini son mis predilectos, pero no los únicos: uno no puede olvidarse del monumental trabajo que emprendió Proust contra todos los sistemas clasificatorios.

¿Y entre los argentinos?

–Más allá de los resultados, me gustan los cachetazos que Aira le da a la literatura argentina (¡nadie puede dejar de hablar de él!). Entre los clásicos, los más grandes son, naturalmente, Puig, Walsh, Copi y Lamborghini.

En el caso de Aira, ¿dónde leés su disidencia?

–En el modo en que sostiene una experiencia estética que para cualquier otro escritor resultaría agobiante: la literatura como juego y, al mismo tiempo, de una seriedad que quema. Es esa idea de poner a la vista de todos el mero proceso de estar escribiendo, dejando de lado (o incluso boicoteando) los resultados.

Una frase de Borges de 1951 que vos citás dice: “Si me fuera otorgado leer cualquier página actual como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil”. ¿Es posible una crítica de vanguardia?

–No creo que la vanguardia sea hoy posible. La vanguardia es una cosa muerta que miramos con nostalgia, o a la que volvemos en busca de una cierta sabiduría de abuela. Tampoco creo que la crítica deba ser necesariamente programática. Lo que decía Borges no se aplica tanto a la crítica sino a las maneras de leer. Por ejemplo: de Hesse me importa más cómo se lo leyó en los años ‘60 (y no me refiero necesariamente a lecturas críticas sino a experiencias de lectura) que lo que sus textos proponían a principios del siglo pasado.

¿Dónde encontrás hoy literatura experimental en la Argentina?

–En todas partes: Aira es el tutor de la literatura argentina actual. Pero también están Libertella, Fogwill, Carrera, Raúl Escari, Gusmán, Peyceré, María Moreno, incluso Piglia. Entre los escritores más jóvenes (me salteo a mi generación por razones obvias): Alejandro López, Cucurto, Gaby Bejerman, Santiago Llach, Andi Nachon, Bárbara Belloc, Pablo Pérez. Hasta el clasicismo de Silvio Mattoni o de Ariel Schettini es altamente experimental. No debemos olvidar que también se trata de leer experimentalmente: la lista es infinita.

Una idea rectora de tu libro es que, en la década del `60, se cifra gran parte de nuestra actualidad estética. ¿En qué reside la vigencia del arte de esos años?

–Podemos pensar nuestro presente estético sin Mann, Musil o Joyce, pero no podemos pensarlo sin el pop (el arte pop, fundamentalmente, pero también la cultura pop). Y es que la novedad del pop no ha cesado, a lo sumo, ahora aparece en su faz “envejecida”. Mientras que el humanismo burgués no es sino una ruina que está allí sólo como indicador de que hubo una prehistoria.

¿A qué se debe la repugnancia que decís sentir ante categorías como posmodernidad y posmodernismo, y tu negación a utilizarlas?

–Al rechazo al evolucionismo historicista que sólo puede leer la historia como decadencia. Pero además al hastío por una palabra vacía de sentido. No sé, después de haber leído mucho, ¿qué quiere decir posmoderno o posmodernismo? Son palabras que no sirven sino para tranquilizar a las buenas (o malas) conciencias del pasado.

La Enfermedad y lo monstruoso funcionan, en tu libro, como metáforas de la disidencia. ¿De qué modo ves allí una práctica política?

–El monstruo puede ser visto como el resultado de un sistema de clasificación (lo que no cabe en ninguna categoría), pero también como el que, por un trabajo determinado, pone al sistema de clasificación en crisis, suspende las arrogancias y los mandatos. Por eso (entre otras razones) hice de San Sebastián mi Virgilio. La Legenda es muy clara en su significado: Sebastiano –que sobrevive a las heridas de las flechas con las que los soldados del emperador creen haberlo muerto– no es una mera víctima del Estado represivo, pues es él quien elige su lugar (o su no lugar) al volver a reprocharle al soberano su martirio. Si caben dudas sobre su carácter monstruoso, basta ver la película de Derek Jarman, que hace de Sebastiano casi un psicótico, un santo en vida que elige una relación personal con la divinidad al margen de todos los protocolos y los sistemas de clasificación. Por eso, seguramente, suscitó la atención de tantos artistas del siglo XX, desde Eliot hasta Pasolini, Mishima o Jarman. Por eso, seguramente (espero poder comprobarlo algún día), en Argentina se celebran dos festivales en su honor: uno en Catamarca, el otro en Neuquén.

El verdadero monstruo, entonces, no es el que ha sido designado como tal, sino el que asume para sí su propia monstruosidad. ¿Dónde encontrás eso en la literatura?

–Pasolini es un caso ejemplar. Cuando nota que su proyecto ha sido recapturado por un sistema de clasificación, abjura de él. Es el caso de la Trilogía de la vida, pero también de su poesía, que es un largo ejercicio de despojamiento. Es el caso, también, de la distancia que establece tanto respecto de la neovanguardia como del academicismo. Esa capacidad para volverse monstruo es lo que diferencia a Pasolini de Calvino, por ejemplo, cuya vocación canónica no puede, por un lado, ponerse en duda, y por el otro lado aburre un poco. Fuera de la literatura, no se trata tanto de asumirse como monstruo sino de luchar para construirse como tal, es decir: luchar contra las categorías que nos obligan a asumir lugares fijos.

Algunos escritores piensan que ya no tiene sentido seguir debatiendo sobre las relaciones entre la literatura y el mercado. ¿Vos estás de acuerdo?

–Por supuesto. Además no es un debate, sino la queja que atraviesa todo el humanismo clásico ¡desde Petronio! Ya el narrador de El Satiricón sostiene el sempiterno discurso de todas las épocas, con el que siempre se han llenado la boca los periodistas y los viejos: “Ya no hay artistas. El dinero ha echado a perder el arte”. No se trata, sin embargo, de aceptar con ingenuidad la ley del mercado o sus estúpidas estrategias, encarnadas en los sistemas de premios y promoción, en las listas de best sellers, etc. Otra vez, podemos inscribirnos en los intersticios del capitalismo. Además, podrán discutir las relaciones entre literatura y mercado quienes consideren que el arte es un bien de cambio. Para mí es una experiencia: nada más, y nada menos.

La “Carta de un escritor a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh te permite fechar en 1977 el comienzo del ocaso del campo intelectual argentino y de la figura del intelectual. ¿De qué modo se prolonga hasta el presente ese ocaso, y qué alternativas se presentan?

–Rodolfo Walsh es para todos nosotros una figura querida y emblemática. Lo que significa que usamos su nombre como emblema de un proceso complejo. Ese proceso supone el ocaso del campo intelectual como estructura relativamente autónoma. Así fue planteada la noción desde el comienzo por Bourdieu. Desde mi perspectiva, esa pérdida de autonomía es liberadora: nos permite leer en la literatura –hacer en la literatura, sostener en la literatura– concepciones de vida, es decir, experiencias. Por otro lado, la noción misma de intelectual está preñada de malos entendidos. Si hay alguien a quien le guste reconocerse en esa vieja etiqueta, puede hacerlo, pero no es mi caso. Yo me reconozco como crítico, como novelista, como poeta, como profesor, como blogger, como periodista, como activista (según lo que esté escribiendo). Suponer que el costado político de la escritura sólo puede pensarse en relación con la figura del intelectual, una especie de subjetividad continua que otorgaría un plus de verdad a cualquier pavada que a uno se le ocurra, me parece hoy autocomplaciente. Nuestro problema es cómo sostener un discurso en medio de una marea implacable y confusa de sentido. No “lo que opinamos” (las sedicentes “intervenciones intelectuales” se reducen hoy a meras opiniones calificadas), sino cómo sostener un discurso.

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“No creo que la vanguardia sea hoy posible. La vanguardia es una cosa muerta que miramos con nostalgia o a la que volvemos en busca de una cierta sabiduría de abuela.”
Daniel Link
 
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