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Domingo, 11 de septiembre de 2005

SAN AGUSTíN

El santo y el pecador

La reciente edición de las Confesiones de San Agustín (Losada) nos acerca una traducción neutra y actual apta para el lector moderno y habilita una nueva lectura crítica de este clásico entre clásicos.

 Por Sergio Di Nucci

Confesiones
San Agustín
Losada
444 páginas

Defender con estilo la vida pasada ante los ataques imaginarios o reales de adversarios crueles pero ilustrados era un ejercicio retórico que griegos y romanos practicaron con obstinación. Desde el cristianismo, las historias personales que hay que contar cambian radicalmente. Antes eran apologías judiciales. Ahora son relatos de conversión, que marcan un cambio cualitativo absoluto: la presencia de Cristo vivo en sus vidas. “Te amé tarde”, le dice Agustín a Cristo. Lo dice en estas Confesiones cuyo título señala que es un pasado de pecador el que busca recomponer por la introspección y exponer en un relato autobiográfico. El paganismo autoexculpatorio ha llegado a su fin y el santo y el pecador son uno, en el centro de la vida cristiana.

Una de las imágenes de San Agustín que más irrita a los católicos es la que quiere ver en él a un determinista de todo lo malo que hay en el ser humano. En cambio, si fuera posible resumir en una imagen su legado, o en una imagen más equitativa, ella sería la de un hombre que anticipa de algún modo el humanismo renacentista al confiarle a la fe un rol tan primordial como al de la razón. Desde luego, como San Agustín es un clásico, su obra resulta más compleja que la suma de sus propuestas opositoras contra tres sistemas teológicos no ortodoxos. Porque contra los donatistas proclamó la vocación universal de la Iglesia, contra los pelagianos afirmó el poder de la gracia divina y la incapacidad del hombre a merecer su salvación y contra los maniqueos defendió la idea de que las nociones de bien absoluto y mal absoluto son equivocadas, que el bien y el mal deben estar a la medida de cada hombre.

Dieciséis siglos nos separan de este hombre, romano del Africa, que nació el 13 de noviembre de 354 en lo que hoy es Argelia, a unos 180 kilómetros de Constantina, y murió el 28 de agosto de 430 en su ciudad episcopal de Hipona, entonces asediada por los vándalos. Dieciséis siglos en que sin embargo nuestra era, la de la invención democrática y la extensión del laicismo, continúa considerándolo un verdadero clásico. La pregunta esperable, desde nuestro horizonte democrático, es por qué San Agustín, uno de los mayores pensadores de Occidente (porque lo que importa es la civilización y no los cromosomas), con todo el ardor de un temperamento que refleja en su estilo sensual y erótico, defendió un sistema religioso que hoy se nos presenta como caduco. La respuesta es de una absoluta facilidad histórica: porque, precisamente, el cristianismo se imponía irradiar lo mejor de esa brillante civilización aplastada por los bárbaros. En este sentido, San Agustín no es simplemente un testigo epónimo de la decadencia y la caída de la civilización romana sino también el testimonio del triunfo del cristianismo, que se erigirá como pilar de la civilización occidental por más de diez siglos.

Una obra como las Confesiones de San Agustín impone de entrada inconvenientes para definirla, no sólo debido a la originalidad con la que fue pensada y escrita en el momento sino porque escapa, excediéndolo, al género autobiográfico. Ese exceso es justamente lo que vuelve clásico los trece libros que conforman la obra, rica en observaciones inteligentes y donde la inteligencia no brilla para ocultar la ausencia de profundidad. En la época de San Agustín, la época de oro de la que después fue llamada “Patrística”, las Confesiones osaron presentar ideas nuevas de dilemas universales que superaron los que ofrecían la repetición de problemas heredados de la tradición clásica. La profesora Silvia Magnavacca ha traducido esta obra al castellano, en un “español neutro y actual que al mismo tiempo se propone recuperar el ritmo de la prosa agustiniana”. Magnavacca reunió más de 130 páginas de notas y en el estudio preliminar ofrece distintas claves interpretativas a que fue sometida la obra de San Agustín. Teniendo en cuenta el desprecio que hoy existe hacia cualquier tipo de pretensión de sistematicidad en un medio que procede cada vez más por el método inductivo, Magnavacca señala que “cabe desconfiar del reduccionismo propio de las supuestas ‘llaves de oro’. No se pretende haber dado con ninguna definitiva. Sólo con una posibilidad de lectura que resulte útil y válida, sin la absurda pretensión de haber recorrido por completo la mente agustiniana”.

A diferencia de otros padres de la Iglesia, a diferencia de la mayoría de ellos, San Agustín ha seguido encontrando lectores en todos los siglos que siguieron a la composición de sus obras. Su tratado teológico-político La Ciudad de Dios, sus teorías sobre la gracia divina, su doctrina de teología moral, su exégesis bíblica fueron atendidas, y sus refutadores y defensores se acumularon. Martín Lutero, impregnado de agustinianismo, inició la Reforma protestante en su iglesia de Wittenberg. Los protestantes serán tan grandes lectores de San Agustín como los católicos. Y en uno de sus últimos destinos, las Confesiones fueron leídas por los románticos en el siglo XIX y por los existencialistas del siglo XX.

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