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Domingo, 23 de octubre de 2005

ADIEU

Antonio Pagés Larraya (1918-2005)

 Por Sergio Di Nucci

En teoría, las visiones panorámicas y las microscopías son caminos complementarios para el estudio de las grandes y las pequeñas literaturas nacionales. En la práctica, sin embargo, se oponen. De Ricardo Rojas a David Viñas, una serie de intelectuales del radicalismo y de izquierdas de diferente virulencia trazaron líneas y linajes de la historia literaria argentina. En una posición que convencionalmente se puede llamar de derecha (porque, ¿qué hay más derechista que las genealogías y las filiaciones?), otros críticos atendieron a las singularidades en esa historia, a los fenómenos sin partida de nacimiento, a lo irreductible-individual-único, a las atmósferas pasajeras, a todo aquello que se conviene en llamar menor, y que sólo recientemente se ha exaltado como raro. Burlándose de los grandes generalistas, el poeta entrerriano Carlos Mastronardi creaba una caricatura del intelectual argentino que decía “Yo soy hombre de grandes panoramas; los detalles, al secretario”. Antonio Pagés Larraya ha sido un puntual, sobrio, eficaz secretario de la literatura argentina. No en vano el más difundido de sus libros, que reeditó Centro Editor de América Latina, se titula Sala Groussac (1965). Esta sala es –era, en la calle México– la de libros a la vez preciosos y curiosos de la Biblioteca Nacional. Aquellos que, si bien se preservan y atesoran, no se reeditan, no entran en manuales y currículos escolares. Por cada lector de las Bases de Juan Bautista Alberdi, ¿cuántos hay de La moda? Por cada lector de Juvenilia, los recuerdos clasistas de Miguel Cané, el represor ministro que creó la Facultad de Filosofía y Letras y la Ley de Residencia, ¿cuántos hay de otras, secretas juvenilias? Ahí tenemos al erudito Pagés Larraya, leyéndolas para nosotros, resumiéndolas con prosa segura, clara, límpida: franca. O si no, reconstruyendo para nosotros ambientes perdidos, más apasionantes porque idos para siempre, sin huellas, como los de la bohemia porteña a principios del siglo XX. O por el contrario, poniendo el acento no sobre las pérdidas declaradas sino sobre las ganancias inadvertidas, las que se olvidan declarar, como en otra obra, Perduración romántica en las letras argentinas (1963). O volviendo a sus primerísimos escritos (1943) y a los que recuerdan a Antonino Lamberti, de quien su amigo Rubén Darío escribía: “le adorna la belleza / de las prosas y las rimas, / Baco le brindó su miel / y Venus le dio su sal”.

Como tantos intelectuales de su época, Pagés Larraya advirtió las urgencias del cine y los desafíos e interrupciones que la cultura de masas imponía a los activos y silenciosos lectores de la Sala Groussac. Como para algunos de ellos, el cine significó para él una posibilidad de difundir una tradición de la que jamás desertaría. Lo demuestran su guión de Facundo (1954) –este sarmientista ocupará desde 1982 el sillón Domingo Faustino Sarmiento en la Academia Argentina de Letras–, y el más delicado Prilidiano Pueyrredón, historia de un cuadro (1967), sobre este liberal que fue retratista del rosismo.

Pagés Larraya estudió con Ricardo Rojas. De quien dijo otro de sus alumnos de entonces, el latinista Eduardo Prieto, que “era una persona: los alumnos son capaces de reconocer desde las primeras palabras si el que habla es una persona, y el juicio no tiene apelación”. En la suma de sus opciones cotidianas sobre valores y la constancia de una conducta, también Pagés fue “una persona”. Una persona que releía el ensayo de George Orwell sobre Dickens, según declaró en una entrevista, cada vez que se sentía desalentado y buscaba inspiración crítica.

No faltaron honores a Pagés Larraya. Cátedras en California y en México y en la Sorbona, becas Guggenheim, premios literarios y bendiciones cinematográficas, variadas distinciones académicas. Todo indica que los mereció.

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