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Domingo, 30 de octubre de 2005

DYLAN THOMAS

Los libros del gran bebedor

Luego de sus jornadas de trabajo en la redacción del diario local de Swansea (su ciudad natal), se encaminaba hacia la taberna con un Woodbine entre los dientes a escuchar historias contadas por marineros ingleses y prostitutas avejentadas. A cambio, aquel antiguo centro de reunión de estibadores comenzó a ganar fama literaria cuando el poeta galés se convirtió en habitué. Pero es la mítica taberna White Horse Tavern (“Taberna del caballo blanco”) en el Greenwich Village de Nueva York, la que ayuda un poco a entender la impresionante influencia de Dylan Thomas. Porque ahí, hablar de sus admiradores significa mencionar a Bob Dylan, Anaïs Nin, y escritores beatniks como Allen Ginsberg y Jack Kerouac (que, para esa época, escribía On the Road en una casa cercana). Todos ellos se foguearon en aquella taberna, en la que –aún hoy– los barmen les cuentan a sus clientes, una mezcla milagrosa de estudiantes, lugareños y turistas, anécdotas sobre sus parrandas regadas en alcohol. Y los retratos de Dylan Thomas que decoran las paredes de la White Horse Tavern van desde aquellos que lo muestran como un enfant terrible: bajo de estatura, con el pelo rojizo ondulado, enmarcado por una larga bufanda y una mezcla exquisita entre histrionismo y ensimismamiento; hasta la de ese hombre gordo y desaliñado a quien multitudes lo esperaban en colegios y universidades para escucharlo recitar sus poemas. Alguna vez Mondadori reunió en una colección sus trabajos en prosa. El primer libro, Hacia el comienzo, constituye una veintena de cuentos exquisitos que muestran que Dylan ignoraba las diferencias entre prosa y poesía, aunque la diáfana sensibilidad de sus narraciones (que tan bien se cuidan de cursilerías y otras yerbas lacrimógenas) siempre lo ponía a salvo del hermetismo. Así, lejos tanto del criticismo intelectual de T.S. Eliot como de la poesía social que en los años ‘30 timoneara Auden, su estilo comienza a gestarse en el período de entreguerras, echando mano a imágenes de rica tradición celta y temas bíblicos imbricados con una fuerte simbología sexual.

Retrato del artista cachorro, su libro más conocido en la Argentina, además de jugar con el título de Joyce, se ha convertido en un verdadero himno del corazón, aquello que –aun más que el talento– se tiene o no se tiene. Diez relatos de provincia, autobiográficos y totalmente mentirosos sobre su infancia y adolescencia en Gales, conforman esta obra mágica, donde hay genialidades como “¿Quién querrías que estuviera con nosotros?”, en la que el espíritu melancólico de un joven pintor renace en medio de la alegría provocada por una rateada del colegio. Por último, Con otra piel incluye una notable novela inacabada junto con otros cuentos inéditos de su más tierna edad.

Por algún misterioso giro del destino, los tres libros se están ofreciendo en algunas librerías de Corrientes a 18 pesos (6 cada uno), un número bastante significativo en su vida. Eighteen Poems se llamó su primer libro, y –precisamente– la última noche que pasó en la taberna, dijo sus palabras más famosas: “Bueno, llegué a la suma de dieciocho whiskies, creo que alcancé un record”. Esa misma noche, el 9 de noviembre de 1953, alcanzaba el record y moría en su habitación del hotel Chelsea.

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