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Domingo, 13 de noviembre de 2005

ROLAND BARTHES: "EL GRANO DE LA VOZ. ENTREVISTAS 1962-1980."

Barthes x Barthes

La reedición de las entrevistas concedidas por Roland Barthes entre 1962 y 1980 permiten iluminar nuevos sentidos en la obra de uno de los teóricos franceses más canonizados.

 Por Norberto Cambiasso

El grano de la voz.
Entrevistas 1962-1980.

Roland Barthes
Siglo XXI.
312 páginas.

Resulta un tanto paradójico que pese a su declarada reluctancia a las entrevistas, Roland Barthes haya concedido a lo largo de su carrera la nada despreciable suma de unas cuarenta. Son las que compila El grano de la voz (texto aparecido en Éditions du Seuil poco tiempo después de su muerte, y traducido al castellano en 1983). Leído a la distancia, el libro adquiere una nueva dimensión. No sólo brinda un excelente panorama, de boca del propio Barthes, de los temas y obsesiones que guiaron su escritura. Obliga también a replantearnos la imagen que heredamos de él.

Veinticinco años han pasado desde entonces. Nuestro tiempo, empeñado aún en alabar la actualidad de su pensamiento con ditirambos de difícil legibilidad que harían sonreír al francés, olvida con frecuencia que Barthes fue el reflejo fiel de su época. Una que el historiador Arthur Marwick caracterizó como aquella que empujaba los paradigmas hasta su límite extremo, y que entabló una guerra sin cuartel contra la definición dominante (¿pequeñoburguesa?) de la realidad. Desafiar esa definición implicaba desafiar los medios con que esa realidad se expresaba, la autoridad de un lenguaje cuya gramática y cuya lógica imponían el falso orden de lo social.

Nada hay de contradictorio entre la fascinación de Barthes por la lengua, su convicción inquebrantable de que no existe realidad sin lenguaje, y su voluntad por fisurar en sus propios fundamentos el discurso occidental. Si la verdad no puede manifestarse a través del lenguaje, tampoco puede descubrirse en un mundo material que depende del lenguaje para su estructuración. Existe, en este sentido, una consecuencia mucho mayor que la que suele reconocerse en los desplazamientos teóricos del intelectual francés. Más que de su conocida incomodidad ante los lugares comunes, se trata de un cambio continuo de posiciones dictado por las necesidades inherentes a cierta filosofía radical de la sospecha. En la medida en que se admite que todo es cultura y que esas categorías culturales no son más que definiciones sociales, el arte (y la teoría) se transmuta en “política”, la forma, en el único contenido posible, la crítica de la ideología en la ideología de la crítica.

Barthes aceptó con entereza las dificultades que surgen de reducir la complejidad de lo real a un orden simbólico que convoca al deseo mientras se aísla del mundo. Y supo percibir mejor que sus contemporáneos que la fatigosa tarea de subversión de todos los signos, de desplazamiento de todos los sentidos, estaba condenada a chocar contra los límites del sentido común. En una de sus últimas entrevistas asumió sin inmutarse que había llegado el momento de “luchar menos contra los datos semánticos del lenguaje”. Siempre dijo que la crítica literaria era forzosamente parásita de una ideología más vasta, que no se podía hablar de literatura sin referirse a una filosofía más general. Y tuvo el buen tino de advertir que el combate contra el sentido no debía recaer en la apología de la insensatez. Cuestiones que aún en nuestros días, y en su nombre, tienden a ser barridas bajo la alfombra. Tal vez sea tiempo de liberarse de la fascinación por el discurso para ocuparse de nuevo, con la seriedad que merece, de aquello a lo que ese mismo discurso refiere. De no dejarse intimidar por los significados fuertes, los contenidos rotundos o las ideas (pasadas) de moda. De decretar menos muertes –del sujeto, de la historia, de la política– para alumbrar nuevos y mejores nacimientos.

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