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Domingo, 4 de diciembre de 2005

POR ABRAHAM B. YEHOSHUA: "LA NOVIA LIBERADA"

Y después

Bajo la piel de una prodigiosa novela familiar, el israelí Abraham B. Yehoshua rompe su tradición de escribir novelas monologadas para indagar con lucidez y lirismo en la desavenida relación entre árabes y judíos.

 Por Juan Forn

La novia liberada
Por Abraham B. Yehoshua
Traducida del hebreo por Sonia de Pedro
Anagrama, 725 págs.

Difícil la situación del escritor israelí: pertenecer a una tradición tan rica como la literatura judía, pero en forma lejana y hasta tácitamente ajena, no sólo porque la mayoría de la literatura judía está escrita en otro idioma (sea idish o alemán, y hasta ruso e inglés) sino porque ha profundizado tópicos del judaísmo que para el sionismo son, por lo menos veladamente, inaceptables. En su última novela, La novia liberada, A. B. Yehoshua ataca el tema frontalmente. Uno de sus personajes dice en cierto momento: “Quizás habría que convertir lo israelí en aquello que era el judaísmo. O al menos combinarlos. Quizás ésa sea nuestra misión”. Y cuando su interlocutor le pregunta a qué se refiere, ésta es la respuesta: “En los cincuenta y los sesenta, cuando más de medio mundo no reconocía nuestra existencia, no renunciamos a la ingenua misión de que podíamos aportar algo al mundo. Por qué renunciar ahora”. Unas páginas antes, Yojanán Riblin, el interlocutor escéptico que desdeña esa respuesta, un orientalista de la Universidad de Haifa (y protagonista de esta novela israelí tan gloriosamente judía), se pregunta con candidez similar sobre su objeto de estudio: “¿Qué está impidiendo que los árabes recuperen el esplendoroso rol que supieron tener en la historia de la civilización? ¿Por qué su identidad no es capaz de aceptar el reto de la democracia?”

Sobre estos dos inflamables elementos políticos (el problema del judaísmo y el problema de los árabes, para los israelíes), Yehoshua construye una furiosa novela de familias. Su agonista (más que protagonista) tiene el pathos exuberante de la mejor literatura judía. Discípulo dilecto de un viejo emigrado italiano, que llegó a Palestina huyendo de los nazis y allí emprendió una nueva vida, abandonando la medicina y dedicándose de lleno al estudio de la historia del Oriente Medio, con la esperanza de contribuir a que los judíos supiesen integrarse en esa nueva patria, el orientalista Riblin llega a los cincuenta descreyendo cada vez más de sus esfuerzos y los de su viejo maestro. Sin embargo, el mal trago que ha terminado de agriar su vida no es político, sino familiar: el divorcio inesperado de su hijo mayor a apenas un año de casarse, que llevó al muchacho a abandonar el país (y terminar trabajando como sereno en París) en un vano intento de poner distancia para recuperarse. A cinco años del suceso, la depresión del hijo sigue tan firme como su negativa a explicar qué pasó (“¿Qué me ocultas, hijo mío? ¿Una humillación, un error, un desprecio o una traición?”). El mismo silencio recibe Riblin de parte de la ex esposa y de ambas familias. Algo que a un historiador como él, acostumbrado a revolver el pasado en busca de la verdad, le resulta insoportable. A tal punto que termina por contagiar su labor profesional: el largo ensayo en el que lleva años trabajando se disuelve en interrogantes sin respuesta.

“A los judíos suele ofenderles la verdad que con tanto ahínco buscan”, le dice al doliente uno de los espléndidos personajes árabes que pueblan la novela. Y serán precisamente los distintos árabes que rodean a Riblin quienes orienten al orientalista en la dirección correcta para resolver el doble dilema que lo angustia: el de su hijo y el de su país. Vale agregar que Yehoshua, activista del movimiento Paz Ahora y defensor ardiente del diálogo entre israelíes y palestinos, sólo había escrito hasta ahora novelas en forma de monólogos (Divorcio tardío, El señor Mani, Viaje al fin del milenio). La novia liberada encarna la liberación estilística de su autor. Porque para saber, el doliente Riblin debe escuchar, no monologar. Cada uno de los personajes interrumpirá sucesivamente sus soliloquios mentales: no sólo hablándole sino exigiéndole salir de su ensimismamiento para contestar. Yehoshua parece haberse impuesto esa dinámica para combatir su tendencia al monólogo, para vitalizar el texto, y lo logra con creces: en la medida en que los personajes se escuchan unos a otros, son empujados a la acción, y la endiablada manera en que se van entretejiendo sus destinos no sólo los hace sumamente vívidos sino cada vez más decisivos (sean principales o secundarios) para la resolución de la trama.

A la muerte de Arafat, Yehoshua había escrito en la prensa israelí: “A pesar de que nosotros, los israelíes, criticamos duramente la política de nuestro gobierno, ninguno de ustedes, mis amigos palestinos, se atreve a decir ante nosotros ni una palabra adversa de su líder. Por eso les he repetido tantas veces que me gustaría ser una mosca e internarme en plena noche en sus dormitorios, para escuchar lo que realmente piensan, de él y de nosotros”. En esta novela, Yehoshua pone a su personaje a hacer lo que él anhelaba: interna a Riblin en la intimidad de los palestinos y les da acceso a ellos a la intimidad de Riblin. De las intersecciones de esos círculos sucesivos (familiares, étnicos, religiosos y políticos, pero también israelíes laicos y practicantes, árabes cristianos y musulmanes, y hasta judíos europeos y norteamericanos), del movimiento pendular entre el confundirse y el fundirse que se suscita en cada uno de ellos surgirá, si no la integración, al menos los mejores momentos del libro.

Habrá quien juzgue si se trata de un texto políticamente correcto o incorrecto. Lo evidente de La novia liberada es su potencia literaria, el modo en que cautiva su relato. Que puede resumirse en este poema:

Calma y después silencio y después mutismo,
y conocimiento y después éxtasis y después tumba,
y barro y después fuego y después luz,
y frío y después sombras y después sol,
y rocas y después valles y después desierto,
y ríos y después mares y después tierra,
y ebriedad y después lucidez y después pasión,
y proximidad y después contacto y después felicidad,
y contraerse y después expandirse y después borrarse,
y separarse y después unirse y después sustentarse.

El poema es árabe, aproximadamente del año mil de nuestra era: pertenece al diván del místico sufí Al Hallaj y, en el libro de Yehoshua, es recitado públicamente por un poeta árabe y traducido a continuación, a modo de contrapunto, por una estudiosa hebrea, para una belicosa audiencia mixta, en una de las escenas más bellas que he leído últimamente en una novela.

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