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Domingo, 29 de enero de 2006

ARIEL MAGNUS: SANDRA

La boca de la ballena

La desmesura y la picaresca marcan un debut literario.

 Por Guillermo Saccomanno

Sandra
Ariel Magnus
Emecé
286 páginas

Sandra arranca así: “Una ballena”. Con esta frase, Ariel Magnus empieza definiendo, de una, a su protagonista. A esta altura de la historia de la literatura occidental, la palabra ballena carece de inocencia: quien dice ballena no dice cetáceo: dice Melville. Y si se tiene en cuenta que otro referente de la novela de Magnus puede ser Stevenson, el de El club de los suicidas, entonces Sandra, en su caos narrativo, presenta determinadas marcas que orientan una filiación, un encuadre estilístico y una significación ideológica. Es decir: 1) la novela bestial (Melville), 2) la situación metafísica (Stevenson) y 3) apartarse de las radiaciones actuales de prestigio (Aira, Rivera, Piglia y Saer, como marcas que suelen normar las escrituras “juveniles”). Lo cual lleva a otra reflexión y ésta es política: Sandra, en su desproporción tonal, está escrita también a contrapelo de modas, tendencias y capillas dictadoras de formatos, lo que quizá sea uno de sus méritos.

Juan Lauseca (apellido que puede sonar a homenaje literario a Alberto Laiseca), al cumplir veintiún años, es periodista y empleado de una agencia de suicidios, una empresa que puede ser contratada por cualquier suicida para que se lo ejecute con profesionalismo. Juan deambula fumado por la ciudad entre aventuras sexuales, lúmpenes atormentados y un remolino de accidentes que envuelven su primer trabajo de suicidador solo, sin su jefe. Su primer trabajo es Sandra, la ballena que al avanzar inexorablemente hacia el fondo de su propia tragedia lo arrastra a Juan. Como éste, Sandra es uruguaya. Y también como Almeida, el responsable de la agencia. La elección de esta nacionalidad de los personajes (lo uruguayo), la locación del relato centrada en Plaza Once y alrededores, le permite a Magnus desplegar su potencia observadora de la periferia y la marginalidad. Sin embargo, no pueden pasarse por alto los hallazgos de esta veta que tiene sus antecedentes en el credo de la experiencia vital: Enrique Medina y el primer Jorge Asís, por citar nomás dos antecedentes de picaresca.

Magnus supera los desvíos de la trama y consigue finalmente poner foco en una historia que se lee además como diatriba contra los imperativos de belleza literaria: en lugar de la intriga precisa, matemática, de “narrador profesional”, Magnus propone en Sandra la poética del grotesco. Que Sandra sea animalidad irreprimible, en tiempos donde el sistema erige modelos siliconados o anoréxicos, habla de la misma toma de posición con que el autor enjuicia “lo intelectual” desde la fealdad, el mal gusto contra una estética manipulada por el poder donde la degradación también puede ser asimilada a través del arte. Magnus da lo mejor de sí cuando encara a un personaje que, por su pathos, se le viene encima. En este aspecto, Sandra es políticamente incorrecta hasta abismos de la sordidez más patética, pero aún así gana la partida y se hace querer.

En el mismo orden que el antiintelectualismo desvía hacia la reivindicación de la marginalidad, el juego de palabras –que pone en entredicho las cáscaras de la realidad– deriva, bajo el influjo de Guillermo Cabrera Infante (“Los tres tristes tigres se inmolan”, anota Magnus), con sus anagramas y calembours, hacia el nonsense y el no sentido, conduce de modo irreductible a esa nada que se consigue a través de la muerte. Redondeando: así como el antiintelectualismo es una posición intelectual y los juegos de palabras no son ningún juego porque tienen un sentido fatal, lo que aterra a la avasallante Sandra, en su bestialismo, es el terror a ser grasa, admitir que el amor lo es y que su necesidad no es tanto indicador de cursilería como de las grietas de un sistema, de su disciplinamiento estético. Al mandar al frente lo grotesco, su escatología, en ese exhibicionismo, Magnus revela lo que hay por debajo del iceberg (o, si se prefiere, en la boca de la ballena): la angustia y la soledad que exigen el acto sin retorno. En el último tramo de Sandra, Magnus escribe, olvidándose del afán de “decirlo todo”, lo que se esperaba escuchar: pedir amor avergüenza tanto como escribir una novela de amor. Sandra es, ni más ni menos, eso: una novela de amor. Aunque algunos puedan categorizarla de modo tranquilizador en lo trashie, Sandra les dará ese vértigo de atracción y asquito que el travestismo produce a los afectados de Palermo.

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