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Domingo, 21 de mayo de 2006

ALBERT SáNCHEZ PIñOL

El libro de la selva

El boom de los libros del escritor y antropólogo Albert Sánchez Piñol permite replantear la cuestión literaria de ciertos best sellers. Con Pandora en el Congo reafirma que la aventura no está reñida con un nivel de reflexión sobre la escritura y la vida en sociedad.

 Por Juan Pablo Bertazza

Pandora en el Congo
Albert Sánchez Piñol
Suma
423 págs.

Tomas Thomson, el escritor protagonista de la última novela de Albert Sánchez Piñol, declara: “Si renunciaba a la literatura para dedicarme a escribir folletines, lo que hacía era alistarme en las filas de la resignación humana. Cada buen libro que no escribiese sería como un campanario destruido”. Las campanas doblan entonces por Pandora en el Congo, la segunda parte de una trilogía iniciada con La piel fría –que en la Argentina viene de ser reeditada– y la cual, según el propio autor, no presenta una continuidad en las historias sino en los procedimientos. Así como en su primera novela, los fantásticos monstruos provenían del medio acuático y en Pandora en el Congo viven debajo de la tierra, en la próxima obra volarán libres por los aires. Casi tan libres como este joven antropólogo devenido escritor que no deja de asombrar con sus ventas ni de sacarle jugosos elogios a la crítica, obligando a replantear la descuidada temática de los best sellers. Parece justo, al calor del éxito de Albert Sánchez Piñol, remarcar que las ventas masivas de un libro no hablan necesariamente de su pobreza literaria. Aún más: podría pensarse en dos grandes tipos de best sellers. Aquellos que fueron escritos especialmente para romper todos los records de venta, y los que sin hacer demasiadas concesiones logran un feliz encuentro entre las ventas y el resultado literario.

¿Y en qué consiste el éxito encontrado por Pandora en el Congo? Tal como sucedía con La piel fría, su antecesora, Piñol desarrolla una situación fantástica en un lugar apartado y exótico (una isla del Atlántico o una región casi virgen de Africa) que al fin y al cabo se desvanece para ser explicada racionalmente o, por lo menos, a partir de logrados artilugios más entrañables que lo meramente fantástico. Y lejos del escapismo que condena a algunas obras de ciencia ficción, en sus novelas siempre aparece un claro contexto histórico al que no se le da mucha importancia, pero cuya breve mención asegura la efectividad de las analogías y símbolos que el escritor catalán reparte a montones. Es como si las novelas de Piñol fueran una obra arquitectónica construida a partir de varios niveles que pueden visualizarse autónomamente. Por eso las críticas que, desde su rápida inserción en el mercado de las letras, lo vienen comparando con H.G. Wells, Stevenson, Conrad y Lovecraft pecan de no ver –por culpa del árbol– el bosque o, en este caso, la selva africana. Ya que, justamente, no dan cuenta de la vuelta de tuerca en el género registrada por Piñol, más cercana a aquellas obras que tienden a ficcionalizar el mismo proceso de escritura, como por ejemplo La velocidad de la luz de su compatriota Javier Cercas.

En Londres, durante las primeras décadas del siglo XX, el joven narrador Tomas Thomson es contratado por un pobre diablo que escribe por encargo para el Doctor Flag, autor de novelas baratas y llenas de clichés que sólo pone su nombre y una guía argumental para que el otro cumpla con la desopilante cifra de tres novelas semanales. Finalmente Thomson entiende que, en realidad, entre él y el insigne narrador no hay sólo un hombre sino una cadena interminable de escritores explotados que él viene a cerrar. Luego es contratado por el abogado Norton para novelar la historia de Marcus Garvey, un gitano acusado de asesinar a los aristócratas hijos del duque de Craver durante una expedición a las profundidades del Congo.

Es el colmo de la literatura al servicio del Derecho, ya que la función de Thomson es ayudar al abogado Norton a perfeccionar la defensa del detenido por medio de sus estrategias literarias. El escritor visita asiduamente al acusado y comienza a escribir el libro no sin identificarse más de lorecomendable con la historia del Congo, en la cual no faltan los antropófagos y subterráneos Tecton (palabra derivada del adjetivo “intraterrestre”), una serie de monstruos flexibles como elásticos y blancos como el queso, entre los cuales habrá una desertora: Amgam (Magma) que abandonará a los suyos por su enamorado Marcus Garvey. La idea se completa con guiños a la escritura de A sangre fría (recordar las asiduas visitas del escritor a la cárcel) y el escándalo que produjo en la opinión pública el célebre caso Dreyfus.

Probablemente, este nuevo éxito de ventas del ascendente escritor no cuente con la estructura circular perfecta de La piel fría, aunque gana en la eficacia a la hora de sorprender, que no cesa hasta el final. También se diferencia de su antecesora en dar mucha importancia al humor, lo cual no siempre se ve en los resultados. Pero es justo decirlo: las dos novelas de Albert Sánchez Piñol marcan un itinerario muy efectivo. Aparentan un viaje tan lejano hacia “lo otro”, supera incluso los límites fantásticos para replegarse finalmente en una especie de postulado solipsista que concluye en que no sólo creamos nuestros propios monstruos, sino también nuestros propios dioses.

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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