libros

Domingo, 2 de julio de 2006

NOTA DE TAPA

Algunas cosas que me contó John Irving

Como él mismo confiesa, después de diez novelas que lo han convertido en uno de los escritores norteamericanos más exitosos y respetados de su generación, John Irving finalmente ha ficcionalizado el material biográfico al que la mayoría de los escritores apelan en su primer libro. En su caso, el abuso sexual, la búsqueda de un padre ausente y la conflictiva relación con su madre hacen de Hasta que te encuentre (Tusquets) su trabajo más ambicioso, y no sólo por sus más de mil páginas.

 Por Rodrigo Fresán (Desde Barcelona)

Lo primero que me dice John Irving –en Barcelona, en la terraza de la Fundación Tápies, donde acaba de terminar el trámite de su multitudinaria rueda de prensa– es: “¿Argentino? Ah, yo estoy muy interesado en la Argentina, tengo muchas ganas de ir allí”. Le pregunto por qué y por un instante temo una tan terrible como obvia respuesta en plan tango/asado/fútbol, pero no. Irving no decepciona. Irving es el autor de esas obras maestras que son El mundo según Garp y Oración por Owen y, claro, Irving es irvingiano. Y con una voz pausada y grave, tomándose su tiempo, la voz de alguien que disfruta antes contándose historias a sí mismo para recién después contárselas a otros, vaso con cerveza en la mano, Irving responde y cuenta: “Ah... Bueno... Lo que ocurre es que el guión de cine que vengo escribiendo desde hace años, Un hijo del circo, que tiene puntos en común con la novela de mismo nombre pero que no es esa novela... bueno... no va a poder filmarse en la India finalmente. El gobierno indio es muy cuidadoso con los modos y formas con que los extranjeros representan la historia y la cultura de su país y me temo que lo que yo hago es un tanto... extremo para ellos. Por lo que tuvimos que reubicar toda la producción de la película y la acción de la trama en México. Nos fuimos a buscar circos a México que se parecieran al que yo describo, y finalmente encontramos uno en las afueras de Oaxaca. Y a lo que iba y para responderte: en este circo mexicano había una pareja de trapecistas argentinos. Extraordinarios. Yo he visto muchos trapecistas, pero nunca vi algo así. Era monstruoso lo que hacían. Muy peligroso. Muy arriba. Y sin red. Por eso tengo ganas de ir a la Argentina. Me interesa ver cómo es el país del que salieron esos tipos”.

Irving me pregunta entonces si eso es común en la Argentina. Le respondo que, si a lo que se refiere es a hacer cosas peligrosas sin red, sí. Es muy común.

EL CODIGO IRVING

Irving ha regresado a Barcelona –después de quince años sin venir– para presentar su última obra, la mega-novela de más de mil páginas Hasta que te encuentre (Tusquets Editores). La muy irvingiana odisea del actor prodigio Jack Burns, de su madre artista del tatuaje y de su padre organista de iglesia y de varias décadas en varios países y de tantas otras cosas de ésas que sólo suceden en las novelas de Irving.

Hasta 1999, Irving era un escritor de culto para los españoles. Celebrado por gente como Javier Cercas y Sergi Pámies, pero poco leído por los locales. Todo eso cambió en 1999 con la edición de Una mujer difícil (título con el que se tradujo A Widow for a Year) que disparó sus ventas por encima de los 100.000 ejemplares y que hizo de Irving un hombre y un nombre conocido. De ahí, la enorme expectativa que despierta su visita para dar a conocer la más polémica y, sobre todo, la más personal de sus novelas. Irving llega un domingo por la tarde, se hospeda en un hotel en las alturas del Tibidabo (su condición imprescindible es que el sitio donde se aloje incluya un gimnasio de última generación donde transpirar sus rutinas diarias de 3 o 4 horas), se va a quedar hasta el miércoles y, entre un día y otro, le esperan una rueda de prensa, numerosas entrevistas televisivas, una masiva presentación en público en el Círculo de Lectores y dos cenas privadas.

Y lo primero que asombra –pero no tiene por qué asombrar si uno lo ha venido leyendo a lo largo de todos estos años y todas estas novelas– es la inmensa e intensa voluntad de contar que tiene Irving. Sin pausa. Con cualquier excusa. Así, toda breve y frágil pregunta de un periodista resulta, siempre, en una poderosa y torrencial respuesta. Y es que Irving no contesta. Irving no se limita a atender a la pregunta. Irving cuenta. En reportaje o en conversación, este hombre bajo y ancho con cuerpo del luchador grecorromano que alguna vez fue, se toma su tiempo (en escala, parecería que dedicara el mismo tiempo a una respuesta que a la escriturade cualquiera de sus libros) y se explaya y ensaya tomas y contra-tomas a la hora de responder. Y, en más de una ocasión (lo comprobaré a lo largo de esos pocos días), Irving repite un cuento –una respuesta– modificándolo aquí y allá, mejorándolo sutilmente. Y hay muchas cosas para preguntarle a John Irving porque, desde antes que saliera la novela en Estados Unidos, el escritor ya se puso a contar muchas cosas sobre ella. Hasta que te encuentre no sólo es su novela más autobiográfica. Aquí, apenas escondido tras la máscara del actor Jack Burns, Irving no sólo ilumina zonas oscuras de su pasado y vacía varios armarios llenos de esqueletos, sino que, además, ayuda a entender mejor toda su obra anterior. Ya lo dije alguna vez: cabe pensar en Hasta que te encuentre –catártica, incontenible, espasmódica, apasionada, en celo casi constante y casi desesperada en su necesidad de contarlo y confesarlo todo– como en un John Irving’s Greatest Hits. Aquí están todos los leitmotivs de obras anteriores. Las risas y las lágrimas y eso que hay entre unas y otras. La amistad salvadora desde la infancia y para todo la vida. Los desplazamientos temporales/geográficos. Los ritos domésticos y los mantras siempre personales proyectados sobre la pantalla de la historia universal. Y, por encima de todo, según él, la clave constante del mundo según Irving: “La mirada de un niño reflejando aquellos recuerdos que años más tarde intentará construir o demoler un adulto”. Pero todo esto –y bastante más, incluyendo una esperpéntica postal de Hollywood y su fauna– ofrecido ahora con una intensidad nueva, por momentos descontrolada, pero siempre fascinante y arriesgada a fondo. De ahí que también se puede pensar en Hasta que te encuentre como en el libro de una vida que casi le costó la vida a su autor.

En la presentación –planteada con formato de conversación en público– Irving razona: “La novela de iniciación cripto-autobiográfica con la que todo narrador suele comenzar su carrera. Los abusos sexuales que sufrí de parte de mujeres mayores durante mi infancia... La ausencia sin explicaciones de mi padre, a quien yo lancé señales a lo largo de toda mi vida y mi obra, en especial en Las reglas de la casa de la sidra, con esas cartas enviadas desde la guerra en Birmania casi copiadas del fajo de cartas que envió mi padre y que mi madre me enseñó, sin decir palabra: las dejó sobre una mesa para que las leyera, recién cuando yo tenía cerca de cuarenta años... El silencio casi sobrenatural de mi madre durante tanto tiempo... El averiguar que al firmar el divorcio, cuando yo tenía dos años, mi madre le impuso a mi padre la condición de que tendría prohibido volver a verme... Todo eso, cualquier escritor novel, lo hubiera utilizado, casi seguro, para su debut. Pero yo esperé hasta mi onceava novela. Además, soy un escritor lento y me tomo mi tiempo con cada una de mis obras y, de algún modo, me gusta sentirlas como despegadas de lo coyuntural, me interesa que funcionen a solas y sin ninguna ayuda del momento en que se publican. Así fue como escribí mi novela sobre el aborto ubicada en el pasado o mi novela sobre Vietnam muchos años después de que esa guerra fuera El Tema. El problema con Hasta que te encuentre es que su trama es, directa o subrepticiamente, mucho más que en cualquiera de mis libros anteriores, Mi Vida... Una necesidad de reorganizarla y reescribirla ¿Y cómo sabemos cuándo pasó el tiempo suficiente para que uno pueda ocuparse finalmente de sus grandes traumas, de lo que escondió en el altillo o barrió bajo la alfombra? Me temo que nunca y ahora, viendo en perspectiva, habiendo demorado más de siete años en escribirla, me temo que yo no tenía la menor idea de dónde me estaba metiendo. Y no es casual que el primer título que manejé para el libro fuera Marcado de por vida, slogan de una feria del tatuaje que se celebra todos los años en Pittsburg pero que a mí me funcionaba a la perfección: porque hacía comulgar el tema de la piel grabada, uno de los aspectos clave de la novela, con aquello que jamás podrás borrar de tu memoria y que, sin embargo... olvidas o teconvences de que olvidas. De hecho, yo llegué a hacerme dos tatuajes para ver cómo se sentía y funcionaba el asunto: un círculo que representa el espacio donde se lucha y una hoja de arce que representa al país de mi mujer, Canadá. Y ya lo conté varias veces: la versión original de Hasta que te encuentre estaba escrita en primera persona del singular... y no estaba nada mal. Pero no pude soportarlo. Como escribí en alguna parte: caí en una profundísima depresión, tuve que ir al médico, quien dictaminó que yo tenía tendencia a la bipolaridad o a los modales de un obsesivocompulsivo o ambas cosas. Intenté tomar un maravilloso antidepresivo de moda y me hizo sentir fantástico. El problema es que después de tragar esas pildoritas no recordaba el nombre de los personajes de mi novela y, lo que acaso era más preocupante, mi familia no reconocía al hombre en el que yo me había convertido. Perdí treinta libras de peso. Una mañana me levanté y volví a la página 1 del manuscrito y empecé desde cero a corregir y retocar toda la novela hasta pasarla íntegra a la tercera persona del singular. Entonces yo, por fin, pude dejar de ser Jack Burns, el protagonista de la novela, para volver a ser otro. Volver a ser John Irving. Alguien que nunca encontró a su padre, a un tal John Wallace Blunt. Alguien que llevó su mismo nombre y apellido hasta los seis años y que entonces fue rebautizado como John Winslow Irving cuando su madre se casó con Colin Irving. Alguien que recién supo quién y cómo había sido su padre cinco años después de su muerte, cuando mi hermanastro, hasta entonces desconocido, pensó que yo podía tener algo que ver con él y me llamó por teléfono. Ahí me enteré de que mi padre se había casado otras cuatro veces luego de separarse de mi madre. Y que tuvo hijos con tres de ellas. Así que tengo tres hermanastros y una hermanastra. Escuché la voz de mi padre en un cassette que habían grabado mientras corría en la cinta fija y me caían las lágrimas. Me mostraron fotos de él. Yo soy exactamente igual a como era él a los sesenta y pico de años. Así que ya sé cómo seré yo más adelante... Mi hermanastra me contó que una vez, su padre y el mío, la llevó a Exeter, en pleno invierno. Y ella no tenía la menor idea de para qué. Yo creo saber por qué la llevó. Según ella, eso tiene que haber sido por 1961. Entonces yo era campeón de lucha grecorromana de la Exeter University. Sí, estoy seguro de ello: mi padre fue a verme luchar y vencer. Y recuerdo que por entonces yo imaginaba que mi padre me miraba desde el público. Y que yo luchaba para él. Después, cuando empecé a escribir, era la misma situación: yo escribía para mi padre, buscándolo, pensando que si no lo hacía yo, al menos mis libros se las arreglarían para encontrarlo”.

Dicho esto, habiendo dicho eso Irving, podría entenderse Hasta que te encuentre como una artefacto que es posesión y exorcismo al mismo tiempo. Y que estas polaridades sólo en apariencia contradictorias que se disputaron a Irving también ejercen el mismo efecto sobre el lector. Pero también se puede entender esta novela como una suerte de Piedra Rosetta: un manual de instrucciones decodificadoras. Una nueva forma de entender a Irving y la perfecta e innecesaria coartada para releerlo todo, otra vez, desde el principio.

HISTORIAS VERDADERAS

Durante la presentación, le pregunto a John Irving si la escritura de Hasta que te encuentre –novela cripto-autobiográfica como pocas– anula automáticamente la posibilidad de unas futuras memorias sin maquillaje ficcional y que entronquen directamente con los textos breves recogidos en La novia imaginaria o en la crónica hollywoodense de Mis líos con el cine. Irving me responde que lo ve difícil: “Mi vida no es interesante en absoluto”, miente acaso creyéndose a sí mismo. O tal vez sea –como sostiene Irving– que “las novelas tienen la obligación de sermás creíbles que la realidad para funcionar... Reagan y Bush serían pésimos personajes porque nadie se los creería...” y que, secretamente o no tanto, la suya se le antoje un tanto inverosímil.

Concluido el acto, salimos por una puerta trasera camino al restaurante de la segunda noche. Irving me lleva a un aparte y me dice en voz baja: “Seguro que puedes ayudarme con esto... ¿Te acuerdas de la letra de ‘When I’m Sixty-Four’, aquella canción de The Beatles?” Le respondo que sí. Irving suspira aliviado y entonces me dice, me cuenta: “Es que yo ahora tengo justo sesenta y cuatro años. Esa era la canción que siempre cantábamos, en mi adolescencia, con Richard, mi mejor amigo. A Richard lo mataron en Vietnam. Es decir: nunca llegó a los sesenta y cuatro. Yo sí, y ayer me desperté de golpe, a la madrugada, y descubrí que no recordaba la letra de la canción, de nuestra canción. A ver: ¿empieza con When I get older losing mi mind...? Irving canturrea en voz baja y, por primera vez, con voz incierta, temblorosa. Le respondo: “No. Es When I get older losing my hair”. Lo que McCartney piensa que perderá es el pelo y no la razón. Irving suspira aliviado: tanto él como McCartney conservan poderosas cabelleras, se sienta a la mesa, pide una contundente ración de cochinillo a las brasas y, muy satisfecho ante el plato, me pregunta, me cuenta: “Tú que estuviste en Iowa... Seguro que te llevaron a una de esas prehistóricas barbecues de cerdo que hacen allí. Ya sabes: hacen un pozo y prenden un fuego y tiran ahí adentro al animal entero. Cuando yo estaba en Iowa no sólo me encargaba de uno de los talleres literarios; también entrenaba al equipo de lucha grecorromana. Y eran tipos muy locos y muy duros que no se permitían ningún comportamiento excesivo sino hasta el fin de la temporada. Reprimidos absolutos. Yo luché entre los 14 y los 34 años y sé de lo que te hablo. Es un ambiente muy freak. Todo el mundo habla de las modelos y de las adolescentes. Pero los primeros casos de bulimia y anorexia que yo conocí fueron de luchadores: tipos que se pasaron 30 gramos de peso y que corren a vomitar antes de saltar a la lona. Bueno, durante el asado, con el campeonato detrás, esos salvajes estaban ahí, completamente borrachos, ahogados en cerveza, mirando arder a ese cerdo y dándose codazos y lanzando risitas nerviosas y mirando todo el tiempo al cielo. Yo me preguntaba qué era lo que ocurría cuando vi pasar una avioneta de la que saltó en paracaídas, sobre esa reunión muy familiar y puritana, una striper desnuda. Los luchadores le habían pagado para que saltara. Las mujeres lanzaban gritos de espanto, los niños señalaban y hacían preguntas incómodas, los hombres reían a carcajadas y la striper... bueno... a la chica le habían dicho que tendría que saltar y caer justo en el centro de un círculo en la tierra. Lo que no le advirtieron, claro, es que ahí adentro la estaría esperando un... un... un...” Irving no puede terminar la frase porque se está partiendo de la risa, los ojos cubiertos de lágrimas, agarrándose al borde de la mesa para no caerse. De golpe se recompone y anuncia: “Ahora hablemos de cosas serias”. Y entonces Irving cuenta la irvingiana historia del poco elevado John Irving rompiéndole varias costillas a su muy alto maestro Kurt Vonnegut cuando lo derribó al suelo y le practicó una Maniobra Heimmlich en un restaurante (Vonnegut no se estaba ahogando, Vonnegut tenía un enfisema, Irving tiene terror a que alguien se ahogue con comida y muera desde que vio derrumbarse para siempre a su abuelo durante una cena navideña de su niñez). O la irvingiana historia de John Irving rescatando a un John Cheever completamente borracho de los bares de Iowa para llevarlo a hombros noche tras noche hasta su cama (“Cheever era más bajo que yo”, me cuenta Irving, y luego hace con sus manos, delicadamente, el gesto en el aire de alguien quitándole los zapatos al fantasma de su otro maestro). O la irvingiana historia de John Irving conversando con Cheever, y Cheever con el hijito de Irving sobre sus rodillas, jugando al caballito, cuando Cheever casi provoca la muerte del pequeño cuando éste se atragantó con un maní (Irvinglo salvó ipso facto poniendo en práctica su querida maniobra Heimmlich, por supuesto). O la irvingiana historia de Henry, ex novio de la primera mujer de Irving y hombre/catástrofe proclive a absurdos accidentes en piscinas, con ventiladores de techo y avalanchas en Aspen (y sucesivamente fajado y rescatado por el otro hijo de Irving, también luchador). O la irvingiana historia de John Irving y el luchador cubano-soviético que quería quedarse en USA (y al que el joven Irving y sus amigos identificaron, sin que se dieran cuenta los guardaespaldas del servicio secreto ruso, porque el tipo tenía la irritante costumbre de tocarles el culo a todos en el vestuario). O la irvingiana historia de John Irving que nunca llegó a reencontrarse con su padre pero que al menos tuvo el perturbador consuelo de enterarse, luego de haber encontrado por escrito al padre de su alter ego Jack Burns, que uno y otro terminaron más o menos igual.

VOLVER A TERMINAR

Ahora son los últimos minutos de la última cena de John Irving en Barcelona. Mañana, muy temprano, sale para Roma. Es el final y es un buen momento para conversar sobre finales. Le pregunto a Irving al respecto. Irving vuelve a insistir sobre la clave de su modus operandi: arrancar por el final, escribir primero el último párrafo, tenerlo tan claro como esa luz al final del túnel. Documentarse a fondo ya sea sobre la práctica de abortos, técnicas de tatuajes, de entrenamiento de osos de Viena o de malabaristas en Bombay. Y hace ya muchos años que Irving escribió el último párrafo de Hasta que te encuentre. Allí se lee: “Eran las cuatro y media de la madrugada en Toronto, o alguna hora intempestiva como ésa. Caroline estaría durmiendo, pero no le importaría que Jack la despertase con una llamada. No si era para hablar de su padre, su querido William. De hecho, Jack estaba impaciente por contar a la señorita Wurtz que lo había encontrado.” “Poco y nada cambió desde entonces”, me dice Irving, “De acuerdo, pasó de primera a tercera persona. Pero el resto permanece prácticamente intacto. Y es que no me siento a escribir el libro hasta que no lo veo bien. Gran parte del trabajo, casi todo, lo hago antes de presionar la tecla de la primera letra de ese último párrafo. Como narrador siempre he creído y me he preocupado por tener bien armado el esqueleto, el plan de ruta, el mapa narrativo que, por lo general, me toma unos dos o tres años trazar en su totalidad. Yo trato de retrasar el acto de la escritura el mayor tiempo posible, ir aumentando la presión poco a poco, hasta que un buen día arranco y ya lo sé todo o, al menos, siento que así es: escribir conociendo todo lo que les sucederá a tus personajes es entonces algo muy parecido a leer. Y, teniendo perfectamente claro el argumento, puedes darte el lujo de preocuparte sólo por el lenguaje y el estilo. Ese lenguaje y ese estilo que para mí ya está contenido y comprimido, esperando estallar a lo largo y ancho de cientos de páginas, en las últimas líneas del libro. Las primeras que escribo. El resto del trabajo consiste, apenas, en alcanzarlo tantos años y capítulos después.”

Le pregunto a Irving cuáles son sus finales favoritos en la historia de la literatura. Irving mastica despacio y se lo piensa un poco. “Si me preguntas por el final de un libro moderno, diría que el de El gato y el ratón, de Günther Grass. Pero mi eterno preferido es el final, la última línea de Grandes esperanzas, de Charles Dickens.” Irving recita: “I saw no shadow of another parting from her”. Y agrega: “Es el final alternativo. El final que suelen criticar todos esos imbéciles críticos posmodernistas, etc. El final supuestamente feliz que un amigo de Dickens, Bulwer Lytoon, le recomendó escribiera para reemplazar a otro supuestamente triste en el que Pip no consigue conquistar a Estella. Pero los críticos, como en la mayoría de los casos, no entienden absolutamente nada. No se dan cuenta de que un final en el que Pip y Estella se casan es un final tremendamente trágico, mucho más terrible que el final original y supuestamente triste: porque Estella es un monstruo y, si te casas con ella, destruirá tu vida. Estella va a acabar con el pobre Pip. Y a él no le importa. Lo único que desea es estar con ella y ser aniquilado”.

Le pregunto a Irving si ya está metido en algo nuevo y me mira, con triste afecto, como se mira a alguien que pregunta una estupidez. Irving me responde, me cuenta, que está revisando dos guiones de cine basados en sendas novelas suyas. El ya mencionado de Un hijo del circo y el de La cuarta mano, novela que interrumpió la escritura de Hasta que te encuentre y que le sirvió a Irving como tregua/distracción cuando parecía que estaba a punto de perder la gran batalla. Irving el escritor se muestra muy entusiasmado con el Irving guionista, ganador de un Oscar por su autoadaptación de Las normas de la casa de la sidra: “Es algo que me interesa mucho. Adaptar mis propias novelas. Siempre me preguntan si no sufro como un condenado por todo lo que tengo que cortar y dejar afuera. Y es cierto. Pero el cine también te ofrece la oportunidad de insertar detalles que no estaban en el libro. Aunque el principal problema de mis novelas llevadas al cine reside en que, generalmente, los personajes crecen y cambian mucho porque las tramas suelen abarcar varias décadas. De ahí que el público, en una adaptación fiel e ideal, se vería obligado a reconectarse emocionalmente varias veces con un mismo personaje interpretado hasta por tres actores diferentes. De ahí también que las películas basadas en mis libros que mejor han funcionado han sido aquellas que, como Una puerta en el piso, se han concentrado en una breve fracción de tiempo, en un fragmento de la historia. O mi propia adaptación de Las reglas de la casa de la sidra, donde me las arreglé para reducir el paso del tiempo y conseguir que Tobey Maguire fuera siempre el mismo. Gajes del oficio... Pero si algo tengo para reprocharle al mundo del cine es que me ha impedido leer a otros escritores. Antes, mientras me encontraba preparando algunas de mis novelas, documentándome y no escribiendo, leía muchísimo de lo que publicaban mis contemporáneos o los nuevos. Ahora, ese tiempo libre ha sido capturado por los guiones. Así que me la paso yendo de los estudios a mi estudio. Esa es mi vida”.

Y, por supuesto, Irving ya está metido en una nueva novela que ha empezado a escribir el pasado agosto. Le pregunto el título y masculla algo sobre “Twisted River”. Pero, agrega: “El nombre del río puede cambiar cualquier día de éstos”. “¿Se puede saber de qué va?”, pregunto. Irving se lo piensa unos segundos antes de ofrecer la información justa con las palabras exactas: “Mmmm... En este libro la madre será la figura ausente y el padre y el hijo serán perseguidos por un villano monstruoso, uno de esos villanos...”. “¿Dickensianos?”, lo interrumpo. “Precisa y exactamente: un villano dickensiano”, continúa Irving, “y probablemente sea mi libro más cinematográfico. Lo más cercano que jamás escribiré a una novela de acción”. Le pregunto a Irving si ya tiene el final escrito. “Por supuesto”, responde. Y le da un sorbo largo a su copa de vino y aquí viene el postre y se pone a recitar, de memoria, con puntos y comas, con mayúsculas y minúsculas, un párrafo largo y perfecto y emocionante con voz grave y penetrante. Irving me lo dice, me lo cuenta, como si lo tuviera todo frente a sus ojos, las letras escritas y suspendidas en el espacio de la noche, como si fuera un trapecista norteamericano, muy arriba y sin red. Y sí, claro, créanme: es, como de costumbre, un gran final para lo que, seguro, será una gran novela.

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