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Domingo, 23 de julio de 2006

ANDRéS RIVERA: PUNTO FINAL

Poetizando lo áspero

Continuidad de Esto por ahora, y bajo un título más que sugestivo acerca del futuro literario de Rivera, Punto final se aparta de ciertas marcas características de su estilo, aunque mantiene su imaginario y su fuerza narrativa.

 Por Gabriel D. Lerman

Punto final
Andrés Rivera.
Seix Barral
125 páginas.

Pogrom. Esa palabra, que une dos tiempos, arremolina una sensación. La palabra “pogrom” une el Ejército Rojo que en 1920 invade Proskurov (Ucrania) con la persecución a luchadores sociales y políticos en Argentina. Lo dice un perro viejo que ladra la verdad a la luna, que gruñe en una noche eterna. Una verdad que es subjetividad en un plano de excelencia, no de relativismo. Es decir, existen muchas verdades pero algunas se construyen mejor que otras, repercuten, inflaman y persisten, duelen donde deben doler. Relativismo no es cualquierismo, y Andrés Rivera entiende esto como quien sabe que los días y las noches se sostienen a base de agua y pan, y ambos deben forjarse. La verdad que construye Rivera/autor es la que porta Arturo Reedson, protagonista de Punto final, novela que continúa de modo desplazado, no lineal, la reciente Esto por ahora. Y las coincidencias entre autor y personaje empiezan en las iniciales A y R, y terminan en el fondo mismo de esta novela, en el centro crucial y definitivo que su desarrollo traza.

Porque aquí hay hilos desatados, una memoria fragmentaria hecha de furia y retazos nada casuales sobre la vida de la familia Reedson y sobre el país donde han recalado y han contraído lazos para siempre, que sellan sus destinos. Mientras que en Esto por ahora se marcaba un territorio histórico y la parábola de ciertos personajes, aquí hay acelerador a fondo, definiciones y remate.

foto: Sandra Cartasso

Mucho se ha dicho sobre el estilo Rivera. Forjado hacia su madurez literaria en obras como La revolución es un sueño eterno, El amigo de Baudelaire, La sierva, En esta dulce tierra, lo breve, la pregunta retórica, la frase que se come la cola, que se cierra sobre sí misma y obliga a repensar cada paso en una poetización que captura la atención del lector de modo obsesivo, aquí se abre en una suerte de distensión, de tregua, con la que gana en matices. Ya no es la pregunta una y otra vez sino el estiletazo, el epígrafe, una carga de color allí y basta. Dosificado, más tenue, el estilo Rivera se despeja, se cura en llaneza con una misión más que evidente: abonar el efecto de autenticidad, de consigna, de nota breve dicha a la carrera. Señores, pasa esto. Como un recado manuscrito en la hoja membretada de un hotel ocasional. Rivera guarda un secreto que funda su estrategia y gana por varios cuerpos en la literatura política, si es que esas etiquetas encuentran hoy validez, vigencia. Quizá sea de los pocos que a la fecha puede darse el gusto de meter a Marx, a Trotsky, al PC (y no la PC), a obreros textiles judíos, sin pasar por vetusto. El de Rivera es un anacronismo controlado por la economía de recursos y por una poetización que se aleja de la chicana y va en busca de un romanticismo crudo, algo entre García Lorca, Paco Urondo y lo último de Edgardo Cosarinsky. ¿Por qué? Dato fundamental: Rivera sintetiza en esta novela un evidente, explícito y jugado alter ego. Reedson es demasiado parecido a Rivera. Pero no es confesional. Reedson remite al Rivera escritor que se ha ido construyendo en estos años entre sus novelas, sus entrevistas, su nombre (seudónimo de Marcos Ribak), su vida en Córdoba, la Córdoba escrita aquí como esa tierra que va de traición en Barranca Yaco hasta los elencos gubernamentales de peronistas cancheros de saco sport, pasando por los cordobazos. Para decirlo con sus palabras: es el viejo, judío y zurdo. Rivera mueve las fichas que le quedan en una dirección que pone en asedio al Rey enemigo, un enemigo íntimo, más que nunca él mismo. Frente al espejo desviado, frente a la construcción de la biografía falsa u otra etiqueta-concepto a la carta, Rivera hace una vez más literatura de la buena. Porque juega y retoma y compagina materiales en aras del relato, del zurcido de un imaginario, de una escena, de un instante que relampaguea entre un antes y un después. ¿Importa si Reedson es Rivera? He aquí el procedimiento que nos regala en esta obra: importa hasta cierto punto, luego irrumpe la literatura. Aquellos lectores que habían desertado de Rivera por cierto aire de repetición pueden regresar con entusiasmo: Rivera acusa recibo de cierto desdén, de ciertos cansancios, y ensarta la daga en el corazón de quien se preste al duelo. Rivera ha vuelto por sus fueros, y Marx y Trotsky pueden cruzarse con Pirí Lugones, con oligarcas y bolches, pero también con viejos, con hijos de canas mafiosos, con la Córdoba de hoy, herencia de la Fundación Mediterránea, en este país que supo burlarse u olvidarse cuando no masacrar los ideales de emancipación social de viejos comunistas inmigrantes, pero que admite (siempre tarde) que todo tiene precio, y que aquellos dolores no cesan, han engendrado máquinas sociales de matar, “jóvenes fascistas que no saben que lo son”, y que tal vez el pecho tenga que ponerlo cualquiera a cualquier hora. La violencia bajo otras formas, en una visión a contrapelo que no reconcilia los pedazos del marxismo ni del siglo XX que ya fue ni resucita moribundos sino que liga el idealismo de un tiempo con el realismo descarnado del presente, su contrapartida. Alguna vez, Rivera sintió en su cabeza cristales molidos. Era la revolución. Hoy mira el mundo desde el ocaso de la tormenta y ¿pone punto final?

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