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Domingo, 23 de julio de 2006

MIGUEL BRASCó: PASARLA BIEN

Comer es más que masticar

Brascó contra el insoportable gusto de las clases medias.

 Por Sergio Di Nucci

Pasarla bien
Miguel Brascó
Sudamericana
126 páginas

Hay personas que asisten a cursos de todo tipo, donde se les dice qué debe gustarles y qué no y pagar por ello. Para saber qué obra de Kuitca celebrar, para comprender una frase de Zizek, o peor, para saber si deben ponerse de novio con esa joven profesional muy centrada. Este modelo de persona también asiste a cursos de cocina o los sigue por televisión. Pero ¿quién puede condenarlo? ¿Acaso hay algo más importante que la comida? Sofía Loren aseguraba que todo, todo lo que ella era se lo debía a los espaguetis. Y el gran escritor argentino muerto tan de repente, C. E. Feiling, sostenía que hay cosas por las que sí vale la pena enojarse, por ejemplo que alguien enfríe demasiado un vino blanco.

Podrá ser motivo de burla que alguien pague por un curso de arte contemporáneo, pero ¿qué hacemos con esa pobre alma que come carne recontracocida, insiste con la merluza frizada, deglute fideos pegados? Aunque suene increíble, esa persona tiene remedio. Y es un remedio legítimo, añejo y de origen controlado: se llama Brascó.

La presencia nacional de Miguel Brascó es variada y sobre todo prolongada, en ámbitos que van desde el estrictamente editorial –fundó revistas especializadas– al de la cultura en términos más amplios –tradujo, escribió poesía y novela, dibujó y fue premiado como humorista–. En parte, cierta ubicuidad de la que hoy goza se debe al posmenemismo, en el sentido de que los años ‘90 diversificaron bajo un modo nunca antes visto los hábitos culinarios de las clases medias argentinas. Estas clases reconocieron en Brascó al mejor guía, al gourmet más confiable, y por eso mismo Brascó es tanto más divertido y saludable cuando ataca los platos que se empecinan en comer, justamente, esas clases medias.

Pasarla bien es una recopilación de ensayos breves sobre objetos y temas distintos, pero a su modo completo, exhaustivo –o todo lo exhaustivo que puede ser un libro de 130 páginas– de la comida en Argentina. Está la información puntual de restaurantes elogiables y deplorables, a los que no se debe ir, por ejemplo, para comer pasta (en rigor “casi todos”). No falta el examen de inmaculadas instituciones nacionales (“la mafia de Mar del Plata”), que logra que sea imposible comer pescado fresco en Buenos Aires. O la descripción del joven chef que ve en el cilantro la firma de su originalidad. En el libro también hay lugar para un enigma internacional: ¿por qué los argentinos comen la carne tan cocida? Todo escrito con elegancia, a veces con elegante chabacanería, con buen humor, con inteligencia. En la contratapa, que parece escrita por Brascó, leemos “¿Se ocupa? No, todo lo contrario. Se da el gusto, se da el lujo”. Este privilegio le permite a Brascó decir cosas terribles y valientes. Como cuando relata su aversión a la combinación limón-pescado, porque el limón oculta el pescado semipodrido: “Falta el limón, dice la señora-susquehaceres. Limón nada, señora: cero limón. No le puede gustar. En algún momento debemos iniciar la marcha atrás de un paladar genético que hemos heredado de la mishiadura”.

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