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Domingo, 6 de agosto de 2006

EDUARDO BELGRANO RAWSON: EL MUNDO SE DERRUMBA Y NOSOTROS NOS ENAMORAMOS

El camino del gaucho

El primer libro de cuentos de Eduardo Belgrano Rawson reúne piezas que discurren entre la risa y la tristeza, el humor y los dramas de la historia, el cine y la nostalgia.

 Por Guillermo Saccomanno

El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos
Eduardo Belgrano Rawson
Alfaguara
156 páginas

Cesare Pavese sostenía que una literatura con nervio suele ser una literatura provinciana. Como corroborándolo, un recorrido de nuestra mejor literatura en lo que va desde los ’50, con Antonio Di Benedetto haciendo punta, hasta Puig en los ’60, y más acá también, implicaría una lista de escritores procedentes del interior que sorprendería por su extensión y variedad. Belgrano Rawson pertenece a esta corriente y lo de provinciano, en el tono, es no sólo una elección de gusto sino también una política: la de contar buscando un acento propio, sin color local ni efectismo. En ¡Absalom, Absalom!, Faulkner cuenta que cuando empezó a escuchar las historias familiares que le contaba su vieja tía, anciana y solterona, la laureada poetisa de pueblo, la señorita Rosa Coldfield, el joven Quentin Compson sintió “que había crecido entre todo eso, hasta los nombres mismos eran intercambiables y sumaban millares. Su niñez estaba poblada de nombres, su propio cuerpo era como un salón vacío lleno de ecos de sonoros nombres derrotados. El no era un ser, una persona. Era una comunidad”. Esta referencia, como se verá, no es descolgada para sumergirse en la lectura hilarante y melancólica –dos sensaciones que se alternan todo el tiempo, la risa y la tristeza– en El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos de Eduardo Belgrano Rawson. Está comprobado que Rosa Coldfield es el antecedente directo de la abuela mítica de García Márquez. Siguiendo esta tradición, El mundo se derrumba... empieza con la abuela del autor: “Que de dónde sacaba yo esas basuras, me preguntó un día mi abuela”. Así arranca el primer cuento de Belgrano Rawson. Y el último, de este modo: “Ya puedo escucharte, abuela. Mierda, vas a decirme. ¿No podés contar cosas simples, de gente como nosotros? ¿Algo de todos los días?”.

Sin duda, lo que Belgrano Rawson viene intentando desde sus primeras narraciones hasta acá es contar “cosas simples”, “de todos los días”. Pero ocurre que esas cosas simples son ni más ni menos que reflejos de la Historia (con esa mayúscula que siempre queda solemne) en las historias chicas, de la intimidad que está fuera de los tratados y los fascículos. Belgrano Rawson es capaz de desarrollar, como en Noticias secretas de América, un vendaval secreto y fantástico de próceres en acciones oscuras, o bien el desembarco en Cochinos con una estrategia coral, como lo hizo en Rosa de Miami, y entonces da la impresión de que uno es, como Quentin Compson (como Belgrano Rawson) más que un lector, una comunidad. Además está esa forma de narrar, la entonación campechana sin forzamiento con que se cuentan las cosas de “gente como nosotros”: pudoroso, vale subrayar, Uno se ríe, es cierto, pero ahí no hay sólo un muerto: está la historia latinoamericana regada de sangre.

Alguna vez Belgrano Rawson ha contado que su procedimiento de escritura, una vez que dispone de la idea, la trama, las anécdotas, con todo el material reunido, escribe la historia casi de forma periodística y después, según sus términos, “lo complica”. Ese complicarlo, una alquimia en realidad, es la voz adecuada y justa, aquello que con justicia lo ha instalado entre las firmas mayores de nuestra literatura actual.

Si por un lado lo dicho puede configurar un encuadre de su estilo narrativo, aparte no puede quedar –toda una marca generacional– la influencia del cine. De hecho, el título de esta colección de cuentos proviene de un diálogo de Casablanca. Ingrid Bergman le dice a Bogart: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Y Rick: “Sí, calculamos mal. Déjame ver. Sí. Me estaban poniendo un aparato en los dientes. ¿Dónde estabas tú?”.

El cine participa como eje en “El camino del gaucho”, cuento que describe las peripecias de la filmación de esa película (Gene Tierney caminando por un pueblo puntano tomando su racauchi) y también el rodaje de Taras Bulba. Es esa contraposición entre lo que es la cultura del centro y su lectura desde la periferia lo que constituye una lección de cómo hacer literatura política sin resbalar en la bajada de línea. Es decir, una operación de escritura, como los cuentos de Fontanarrosa (aunque con una parodia más atenuada, menos inquieta por la trama y el final que por cómo suena) se vuelve en un señalamiento de los efectos de una cultura hegemónica (de dominación, se diría en los ’70) reinterpretada desde la óptica de un colonizado que asume sus contradicciones para burlarse de la poética del amo. Lo que está en juego es el lenguaje como campo de combate. Quizás éste sea su logro esencial: una forma de decir. Una entonación. Que puede, con una mordacidad implacable, retratar a la vez al guerrillero patético de “El mundo se derrumba” que termina dedicándose a la compraventa de pedacitos del muro en un puestito de Berlín. No menos desopilante es “Días de ocio en la Polinesia”, resignificación de la melancolía a lo Hudson, con el foco centrado en el pueblo caníbal de una isla del Pacífico. Desde la introducción de la escritura en la tribu por un marino británico prisionero en el siglo pasado hasta el interés a lo Cousteau en el presente, la atracción de lo exótico con una curiosidad a lo National Geographic, la Civilización (sic) termina depredando la felicidad nativa con el turismo desencadenado. Este cuento –central por su sentido, pero también como ideologema– parece escrito por un Franz Fanon alucinado que debe resignarse a la derrota de sus condenados de la tierra.

foto: Sandra Cartasso

Desde el arte poética en clave irónica de “La condesa de Chernobyl” hasta “De algo hay que morir”, el cuento sobre la muerte del padre, sin duda cada lector encontrará en El mundo se derrumba... su preferido.

Hay una yapa para quienes hayan leído Rosa de Miami, la novela de Belgrano Rawson sobre el desembarco en Cochinos: la encontrarán en “Garrapatenango”, su antecedente. El dato imperdible de este cuento: la memoria que hace el autor de su camino literario, las primeras búsquedas en la escritura como guionista de historietas de D’Artagnan y Bala de Plata. Por esa época conoció a Vicky Walsh y a su padre, Rodolfo. En una escena, Vicky y Belgrano Rawson ayudan a Borges a cruzar la calle. La anécdota no es menor: ¿por qué no leerla en un plano simbólico? Entonces, esa dichosa humildad que pedía Borges en “El escritor argentino y la tradición” es la que emplea Belgrano Rawson. El ser argentino, sin afectación ni máscara. Burlándose de la fatalidad. Esta es la parte en que Borges, el rescatista de la literatura popular, invierte la ecuación del cruce y ayuda al joven Belgrano Rawson a pasar de la vereda de la historieta al periodismo, del periodismo a la novela, de la novela al cuento, de un género a otro, sin fijarse en los prejuicios.

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