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Domingo, 6 de agosto de 2006

ADIEU

Una chica de los ’50

Barbara Epstein, fundadora de la New York Review of Books, acaba de morir, a los 78 años. La recuerda Larry McMurtry, novelista y guionista de Secreto en la montaña.

 Por Larry Mcmurtry

Es posible que mi mala ortografía, y la tolerancia que ella le tenía, hayan hecho que naciera la relación que mantuve con Barbara Epstein. Nunca conseguimos encontrarnos personalmente, hablábamos por teléfono sólo de manera breve y cada tanto, pero no creo que exagere al decir que lo nuestro fue una relación, al principio una relación editorial, que se alimentó merced a nuestro amor en común por la buena gramática y el buen sentido. Una relación que con el tiempo se volvió personal. Tan pronto como pude, dediqué un libro a Barbara Epstein: Sacagawea’s Nickname (El sobrenombre de Sacgawea), una colección de ensayos sobre el Oeste norteamericano que ella había editado antes para la New York Review of Books. En una de nuestras breves charlas telefónicas mencioné que estaba leyendo los diarios de Edmund Wilson. “¡Oh, son su obra maestra; quiero decir, todos y cada uno de ellos!”, dijo, y su voz se elevaba mientras me lo decía.

En el volumen de esos diarios que corresponde a los años ’50 hay una foto de Barbara, con su esposo Jason Epstein, que los muestra cenando en una terraza de Roma, en 1954. Era una joven muy atractiva, con un inequívoco aspecto de Chica-lista-de-los-años-’50, lo que llevó a preguntarme si acaso algo de nostalgia por aquellos tiempos pasados tuvo que ver con su tolerancia por mis originales mal mecanografiados y con frecuentes errores ortográficos. Ninguno de los dos conseguía leer lo que el otro escribía a mano y en cursiva, pero Barbara atacaba y, poco a poco, mis textos mejoraron.

Mis manuscritos probablemente se veían como debían verse todos los manuscritos cuando Barbara era una joven, briosa editora en la ciudad. En aquel entonces los escritores eran más desprolijos.

Probablemente, la convicción más profunda que Barbara y yo compartíamos –una convicción que cada uno de nosotros reconoció inmediatamente en el otro– era la creencia de que la más alta aspiración posible era conectarse de algún modo con la literatura, y luego vivir por eso, en eso, cerca de eso.

Esa convicción no perdió nada de su fuerza. Una gran cosa que Barbara y yo teníamos en común era que pertenecíamos a una época anterior a la corrección automática de la ortografía por la computadora (esto, en sí mismo, ya implica cierto tipo de vínculo).

La muerte de Barbara Epstein significa la pérdida de una gran mujer, pero también la desaparición de un orden: el orden que Robert Silvers y Barbara Epstein crearon y sostuvieron en The New York Review of Books. Es un orden, hay que decirlo, del que nosotros, todos a los que nos interesa la literatura y la inteligencia, nos hemos beneficiado y hemos respetado estos últimos cuarenta años.

En marzo, Barbara Epstein me envió un libro para que reseñara. Acababa de sobrevivir a una temporada de tres meses y medio de premios en Hollywood. Estaba muy cansado como para leer, mucho más para reseñar, así que, con profusas disculpas, le envié de vuelta el libro. A veces, si ella pensaba que yo debía realmente reseñar algún libro, me lo volvía a mandar dos o tres veces, y en general yo aceptaba mi destino y escribía la reseña. Este libro no me lo volvió a enviar. De todos modos tengo esta carta, del 4 de abril:

Querido Larry:
Entiendo. Algo bueno aparecerá pronto, y es lo que mereces.
Siempre tuya, Barbara.

Si bien no sabía entonces que Barbara estaba enferma, esta nota tenía un tono diferente. Y ahora la veo como un delicado, como un modesto adiós.

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