libros

Domingo, 26 de noviembre de 2006

NOTA DE TAPA

La Voz

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

Hay escritores que no plantean ningún problema a la hora de decidir cuál de sus libros (que también son nuestros libros) darles a firmar. Así, en los años que llevo en Barcelona no dudé un segundo en –por citar unos pocos casos– que Campos de Londres era el libro que tenía que dedicarme Martin Amis, El mundo según Garp era el que le correspondía garrapatear a John Irving o Submundo el que le tocaba a Don DeLillo.

El criterio es tan simple como sentido: elegir aquel libro que, de desaparecer, dejaría un agujero imposible de llenar en nuestras bibliotecas y en sus obras. Días atrás, el caso de John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) fue mucho más complicado. Tenía que encontrarme con Banville en la librería La Central, en cuya terraza el escritor irlandés grabaría una entrevista para la televisión catalana, y ahí estaba yo, frente a mis estantes, sin saber qué libro elegir. Porque la obra de Banville –por lo general reunida en torno de trilogías elásticas pero fuertes– no resulta fácil de reducir a favoritos o indispensables. En unos y en otros, en todos, esa voz que es la voz de Banville quien es La Voz con la que se desgranan, de a poco, como deshojando más plantas carnívoras que margaritas, confesiones organizadas alrededor de la pausada o vertiginosa velocidad de los pensamientos. Historias girando centrífugas dentro de las cabezas de los protagonistas. Beckett vía Nabokov en tramas-tumores que enseguida hacen metástasis en secretos primero y en culpas después. Páginas donde cada palabra cuenta y toda oración narra, casi siempre, en una primerísima persona de primera o –en sus muy personales biografías de Kepler y Copérnico, publicadas en Argentina por aquellos días en los que lo histórico hacía histeria– desde un afuera muy íntimo comprendiendo, y haciéndonos comprender, lo que nadie comprendió hace tanto tiempo.

Así que ¿cuál?: ¿El libro de las pruebas? ¿Mi muy raro y muy difícil de conseguir ejemplar de los fundacionales relatos contenidos en Long Lankin? ¿El intocable? ¿O mejor llevarle ese díptico en busca de una tercera parte compuesto por Eclipse e Imposturas? ¿O tal vez El mar, porque es el último y el que ha venido a presentar y el que, por fin, lo ha vuelto reconocido y reconocible a un lector español que hasta ahora había decidido no mojarse en las aguas de este autor tal vez por pensarlo demasiado “difícil” y “estilista” y todo eso?

Lo que decidí entonces fue llenar una bolsa con la obra completa de Banville y dejar que fuera él quien eligiera el que pensara más apropiado. Así, llegué a la librería, y ahí estaba Banville frente a las cámaras (igual que en las fotos pero más bajo de lo que esperaba, con una aire de hobbit tamaño XL pero hobbit finalmente) y después se apagaron las luces y se desengancharon los micrófonos y nos fuimos a un bar cercano y después de la cerveza número quién sabe, le señalé a Banville mi bolsa y le comenté mi dilema y le dije que él decidiera por mí. Y Banville dudó menos tiempo que el segundo que consume una, cualquiera, de sus comas siempre puestas en el sitio exacto y en el momento justo y Banville dijo: “Todos. Te firmo todos”.

EL UNO

“Es bueno ver que una obra de arte ha sido reconocida”, dijo Banville. No me lo dijo a mí frente a una cazuela con pulpitos una primaveral noche de otoño en Barcelona sino a los comensales asistentes a la cena del Premio Booker del 2005. Lo dijo en vivo y en directo, por televisión. Y Banville no se refería al libro de otro sino al propio, a El mar –que minutos después trepaba a lo más alto de las listas de best-sellers de UK– y lo dijo luego de subir al proscenio, aceptar el galardón y para asombro de la concurrencia toda que se dividió entre el aplauso por lo alto y la condena por lo bajo. Y Banville encantado, claro. Y Banville –el mismo Banville que alaba al Last Evenings on Earth de Roberto Bolaño en las páginas de The Nation o destroza al Sábado de Ian McEwan en las de The New York Review of Books provocando una de las polémicas literarias más feroces de los últimos tiempos– seguía todavía más encantado en Barcelona, un año después de su Noche B, recordando sin ira y con el casi descarado placer de quien ya ha contado el episodio demasiadas veces pero nunca las suficientes: “Fue algo genial. Se suponía, así lo indicaban todas las apuestas, que el ganador sería Arthur & George de Julian Barnes. O que Ishiguro se llevaría su segundo Booker. Creo que yo estaba último en las apuestas porque, bueno, yo escribo esas novelas ‘bien escritas pero donde no sucede demasiado’, dicen. De hecho, a la mañana siguiente, el editor cultural de The Independent condenó al jurado por haber hecho ‘tal vez la peor y seguro más perversa elección en los 36 años del Booker’. Así que yo subí a decir lo mío y dije eso y lo dije por molestar, para meterle el dedo en el ojo a la escena cultural londinense. Lo dije porque han sido muchos años de soportar injusticias, de ser ‘escritor de escritores’ y de tener que lidiar con tipos que piensan que la trama es lo único que importa. Y lo dije porque era verdad: El mar es una buena obra de arte”.

Le comento a Banville que, cuando supe que su siguiente novela después de Eclipse e Imposturas se iba a llamar El mar no dudé ni un momento de que sería el cierre de lo que podría llamarse Trilogía Cass. De este modo, la primera era la versión del asunto narrada por el padre estrella del teatro de la joven suicida Cass Cleave y la segunda la versión de su amante intelectual. La tercera y con ese título –Cass se había arrojado a las aguas para morir– tenía que ser, por fin, la versión del fantasma en otra banvilleana novela de fantasmas sin fantasmas. Pero no, El mar –considerada por muchos críticos como la más “sencilla” de las obras de Banville– era otra cosa. Le digo a Banville que a mí no me pareció más o menos compleja que las anteriores pero que sí podría definirla como una suerte de Verano del 42 reescrito por Henry James. “Je je”, ríe Banville con esa risa de quien no se está riendo mientras ensarta un pulpito y, sí, El mar como una novela “de playa”, una memoria de adolescencia con sexo y arena y olas y, en la orilla, otra vez, el tan recurrente como las mareas tema de Banville: cómo hacer y deshacer memoria. Pero ni rastro de Cass.

Cuando le comento esto, mi ilusión frustrada de oír a Cass, Banville me mira primero desconcertado y después con los ojos de quien mira pensando: “Jamás se me hubiera ocurrido. Es verdad. Sí, una novela contada por Cass Cleave es una idea atractiva. De acuerdo: voy a escribirla. Pero Cass tendrá que esperar a que acabe la que estoy escribiendo ahora. Serán dos o tres años. Y también tengo que ocuparme de Benjamin Black”.

EL OTRO

Benjamin Black es el seudónimo con el que John Banville acaba de publicar su primer policial (aunque todos sus libros bien pueden ser considerados policiales o, mejor aún, criminales) protagonizado por el patólogo y viudo Quirke (nada que ver con la Scarpetta de Patricia Cornwell o los tecnócratas à la C.S.I) y titulado Christine Falls. Y quirk, en inglés, significa rareza y, para muchos de los seguidores de Banville, Christine Falls (que publicará Alfaguara durante el 2007) será una rareza: tercera persona, casi no hay página donde no suceda algo y un tan enrevesado como sorprendente argumento donde –en el Dublín de los ’50, con Quirke investigando la muerte de una mujer caída en desgracia yendo y viniendo al pub y departiendo con su amigo Barney Boyle que apenas esconde al verídico Brendan Behan– la iglesia, la mafia, la masonería católica y los clanes familiares se trenzan en una lucha a muerte por un bebé desaparecido en Irlanda y aparecido en los Estados Unidos. El resultado es un lluvioso melodrama gótico donde casi todos son culpables y la prosa entre lírica y clínica de Banville, una vez más, es la única forma de justicia en un paisaje podrido por odios ancestrales.

Le pregunto a Banville si le resultó más fácil escribir como Black y me mira con ojos tristes y responde con las mismas todavía más tristes palabras –una tristeza que apenas esconde la felicidad de saberse uno de los buenos de verdad– que ya le había oído decir en otra parte: “Nunca es fácil. Nada es fácil. Ninguno es fácil. Yo suelo pasarme hora tras hora en una oración o en un párrafo. Por eso detesto a todos mis libros por igual. Y los odio porque me resulta imposible leerlos. Los conozco tan íntimamente, soy tan consciente de todas y cada una de sus partes que, al repasarlos, lo único que veo es cómo mejorarlos un poco más. Escribir es para mí como intentar redactar un sueño. Nunca se lo hace del todo bien. Pero uno insiste. Y, de acuerdo, no es el tipo de literatura que le gusta a todo el mundo. Pero al menos es el tipo de libro que a mí me gusta escribir. Benjamin Black es mi oportunidad de ser otro sin dejar de ser yo. De hecho, ya estoy bastante avanzado en el segundo thriller de Quirke. No sé. Con Black somos muy distintos pero nos gustan las mismas cosas. Es más, le deseo lo mejor. Lo deseo a Benjamin Black que se gane el próximo Booker. Y, ya que estamos en tema, que John Banville se lleve el Nobel”.

Y Banville, con voz de Banville, me pide que pida más pulpitos mientras me firma una novela titulada El mar y Black, con letra de Banville, autografía las pruebas corregidas y encuadernadas de otra novela llamada Christine Falls.

Banville versus Black

Por John Banville

Lo encontré viviendo –yo estaba bloqueado al momento de escribir– en un edificio de departamentos anónimos justo enfrente del río del Bar Temple, esa pequeña y bendita tierra graciosamente conocida como el barrio latino de Dublín, con edificios tan típicos como el hotel Clarence, propiedad de Bono. Esta es la versión de un día moderno, no habría asociado a ese atigrado irlandés con él. Al terreno donde este edificio se levanta lo llaman el camino del soltero, y ahí se conjura la regencia pavoneante y, lo que es mejor, no solamente eso.

Niebla, carbón, arena, vapores de whisky y humo viciado de cigarrillo eran los componentes de la atmósfera de la Dublín de Benjamin Black.

El me zumba a través de la puerta delantera y yo subo tres vuelos silenciosos de escaleras. El silencio me dice que se trata de un establecimiento sin niños. Los niños no figuran en el mundo de BB, excepto como víctimas y rechazados, o peones en un espantoso juego de poder. Pero, inevitablemente, tengo que hacer un ajuste: BB no es Quirke, el problemático y problematizado héroe de la primera novela de BB, Christine Falls. Por lo que sé, BB puede ser un hombre de familia fumador de pipa, en pantuflas y jersey.

El no lo es.

El departamento es pequeño y ordenado excepto por la acumulación de libros por todas partes. La ventana de la habitación, que es su estudio, mira a un fondo con pasto y árboles que no parecen reales. “Cuando vine aquí el edificio era bastante nuevo y yo fui uno de los primeros inquilinos. En ese departamento que está allá –señala– había una chica que solía pasearse desnuda, en las mañanas, por su habitación. Ella debía pensar que no había nadie viviendo de este lado. Yo estoy sorprendido de que ella nunca haya notado mi ojo inyectado en sangre. O tal vez, era una exhibicionista y estaba feliz de ser observada.”

Nosotros, por supuesto, somos coetáneos, BB y yo. ¿Cómo describirlo? Cerca de ningún lugar, tan grande como Quirke, el hombre-toro al cual ninguna mujer puede resistirse. El es menos él mismo que la sombra de otro. ¿Explica esto la inquietud que yo siento en él? Evade mis ojos, yo supongo que evade los ojos de todos. ¿Cómo llegó a concebir Christine Falls?

“Hace aproximadamente tres años yo empecé a leer a Georges Simenon –no los libros de Maigret, uno de los cuales todavía tengo que leer–, sino las que él llamó sus novelas duras, como Dirty Snow, Monsieur monde vanishes, Tropic Moon. Y estaba desconcertado. Estas eran las piezas maestras de lo que alguien podría llamar ficción existencial y, mucho mejor, literatura menos autoconsciente que Sartre e incluso Camus. Pienso si esta clase de cosas pueden ser adquiridas en un lenguaje simple y directo, esa literatura leve es la que quiero poner en práctica.”

Christine Falls está situada a principio de los ’50, parte en Dublín, parte en la costa sur de Boston ¿por qué en esta época?

“Los ’50 me fascinan, fue un tiempo memorable, acá y en América, paranoico, de culpa regulada, acosado por el miedo y el rigor, y todavía estremecido por los efectos de la guerra. Un período perfecto para una novela si tendés a tener una mirada oscura de los seres humanos.”

¿Qué hace él? Me sonríe de forma tal que no puedo detectar ningún rasgo de humor. “¿Qué pensás?”

Bueno, yo pienso que las personas en esta novela no son tan detestables como pareciera que él quiere que nosotros pensemos que son. Tienen sus demonios, sus malos sueños, sus secretos aterradores; pero puede verse en todos ellos, incluso en los villanos como Andy Stafford, un agridulce sentido de añoranza por las cosas que ellos perdieron o que nunca tuvieron. El considera esto en silencio “por un largo momento”, para usar una de sus propias fórmulas. Me gustaría que no insistiera en pararse ahí con la espalda hacia la ventana, concentrando la luz detrás de él, para que yo tenga todavía una clara imagen suya; evasión que, yo lo sé, es intencional. El pregunta qué pienso de Christine Falls y yo estoy tan sorprendido por su directa pregunta que, al principio, no estoy seguro hasta qué punto él hace referencia a la novela o al personaje –una segunda reflexión me dice que es difícil lo último ya que ella sólo hace aparición en forma de cadáver–. Tartamudeo las usuales alabanzas banales (¿ahora quién está siendo evasivo?). Pero él mueve la mano impaciente. “No, yo quiero decir qué pensás del libro.”

Es sorprendentemente difícil encontrar una respuesta. Le digo que no es el tipo de libro que yo normalmente leo, aunque también he leído a Simenon, a James Cain y Richard Stark, todos los cuales sé que son sus ejemplos. “Me parece –me atrevo a decir cautelosamente–, el tipo de libro en el cual el lector debe suplir un montón de las motivaciones de los personajes. Esto es –su mirada es perseverante, ¿pero es blanca u hostil?–, vos suplís información, especulación, conjetura, pero al final son todas cifras, especialmente Quirke.”

El asiente. “Así que todo es cifras. Como mitos.” El se da vuelta completamente ahora para mirar de frente la ventana y se para con las manos en sus bolsillos mirando hacia afuera; no hay dama desnuda en la ventana opuesta. “¿Ves?, ésa es la diferencia entre vos y yo”, dice. “Vos dedicás tus páginas a la especulación de por qué este o aquel personaje hizo esta o aquella acción sin nunca dar la más mínima respuesta. Ese es tu tipo de fenomenología, si me permitís una de las grandes palabras por las cuales sos criticado. Mi camino es por el camino de la acción. Lo que mi gente hace es lo que son, ¿vos sabés que uno de tus títulos, El libro de las pruebas, habría sido mejor usado por mí? Tu libro piensa; mi mirada, mira y reporta, ¿verdad?”

Todo lo que podemos saber es la superficie de las cosas y las cosas incluyen a la gente. Yo sé todo sobre la resistencia del fenómeno. La cosa-en-sí misma no es –se da vuelta, levantando una mano resistente–. “Uh hermano –dice, casi riendo–, no necesito viajar todo este camino a Königsberg.”

Por un momento estoy sorprendido, después entiendo: Königsberg, casa de Kant, cazador de la cosa en sí misma; él está tratando de engañarme. Y, como si me hubiera leído la mente, dice: “Yo soy un hombre simple, o trato de serlo. Tarde descubrí que el ser humano, para mi grata sorpresa, me interesa lo suficiente como para darme ganas de escribir sobre él”.

Me pregunto en voz alta si la gente sobre la que escribo carece completamente de rasgos humanos. “Oh, ellos son humanos –él responde–, o, de cualquier modo, humanizados. Pero ése no es su objetivo.”

¿Cuál es entonces? De nuevo esa sonrisa felina y llena de dientes.

“Decime vos.”

“Mirá –digo–, yo vine acá para hablar de Christine Falls, sobre Quirke, sobre vos.”

Niega con la cabeza:

“No, no lo hiciste”.

“¿Ehh?”

“Vos viniste acá para hablar de vos mismo. Hiciste un gran trabajo de eso. Ahora, ¿qué te parece un trago?”

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