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Domingo, 18 de agosto de 2002

La vaca y el Minotauro

por Christian Ferrer

Las naciones no son eternas. Pueden ingresar en etapas donde prima su descomposición moral, económica e incluso física, más aún cuando ciertos poderes financieros y políticos internacionales las eligen a modo de prototipo experimental de próximas subordinaciones territoriales a un orden que aún no está ensamblado del todo. A modo de pre-requisito, el experimento exige la aceptación voluntaria de la degradación. Los países sudamericanos iniciaron su vida activa con una declaración de independencia, pero el aprendizaje de la indignidad puede agravarse por medio de un simple decreto de metamorfosis monetaria que permute su peso histórico por un puñado de dólares, indispensables en el plazo fijo, pero contingentes en el largo plazo. En este mismo año, la autobiografía de la Argentina iniciala un nuevo capítulo, y las voces colectivas que orientan la escritura son vacilantes y escépticas, efecto coral de sus ahora empobrecidas posibilidades existenciales. Por su parte, sus dirigentes políticos –a los que cabría imaginar como tenedores de ese libro– ya han dejado de hacer malabarismos con la idea de nación, y se aprestan a ensayar el mutis, el travestimiento o el empeñamiento del cadáver del Estado nacional a la doctrina económica de moda entre las burocracias de los organismos internacionales.
Las palabras que usan los hombres representativos de un país no pasan indemnes por el inmenso cedazo que teje la conversación colectiva: tanto pueden animar como damnificar a los pueblos que las absorben. Hay palabras públicas que elevan y fortalecen las esperanzas comunitarias y otras que ilusionan sin fundamentos y se vuelven, al cabo, estériles e irresponsables. Una corporación política despliega lenguajes, que pueden adquirir tonos vacuos o pomposos como en el caso de De la Rúa, o estilos burocráticos como era costumbre entre ministros y funcionarios, o estrategias demagógicas e insinceras, tal cual sucedía con la mayoría de los diputados y senadores. Palabras huecas, discursos de ocasión, rimbombancia teatral, altisonancia de acto escolar, mentiras dichas con tono enfático, en fin, cáscara vacía. Seguramente ese lenguaje tiene escasas posibilidades de supervivencia pública, pues la población reclama nuevas voces políticas, pero no debe descartarse que la corporación política reconstruya sus juegos y posiciones, metamorfoseándose y confluyendo con ambiciosos hombres de negocios u otros outsiders del campo político, o bien aprovechándose de la carencia argumentativa general, pues lo que ha circulado hasta ahora en asambleas y en los emergentes partidos de oposición es una mezcla de viejos retazos de discurso populista, parafernalia del léxico trotskista y voces vecinales fragmentadas por una década de desastres y de fraudes lingüísticos.
Un ejemplo de la insustancialidad de los hombres políticos argentinos ha quedado expuesta en sus respuestas cuando han sido confrontados con las treinta vidas perdidas el 19 y 20 de diciembre del 2001: rituales “deslindamientos de responsabilidades” sumados a remisiones a la obediencia debida. Nadie será responsabilizado por esos muertos, pues los pactos de impunidad que la corporación política ha sellado con sindicalistas, policías y jueces lo impiden. Pero cuando la ley no se cumple por arriba nadie se siente llamado a cumplirla por abajo, y ello se extiende a los órdenes impositivos y pedagógicos, enraizando aún más la irresponsabilidad pública. ¿Por qué tantos se sorprenden entonces cuando borbotones de violencia inesperada brotan en la Argentina, como un géiser? Las napas desde donde se abrió camino la riada venían trabajando subterráneamente. El viejo fantasma facúndico recorrió las calles de Buenos Aires por dos días, y nadie sabe cuándo volverá a hacer su ronda nuevamente. El “retorno de lo reprimido” fue resultado de enormes tensiones previas, algunas muy antiguas, muchas otras producto de lostraumas que dejó la dictadura, otras de haberse promovido a partir de 1983 un constitucionalismo de cartón piedra desasido de energías políticas, otras de haberse malherido a la educación y la salud públicas, muchas veces con la colaboración de personeros de intereses privados, y aún otras del hechizo que las promesas, personalidad y logros efímeros de Carlos Saúl Menem activaron en el notorio porcentual electoral que lo acompañó en su gesta ruin y destructiva. El inventario casi no registra beneficios, y la nueva pobreza encuentra a la mayoría incapaz de imaginar un acto de contrición colectivo. A la vez, un sacrificio general en pos de un porvenir mejor solo puede tener sentido si la compensación, material o simbólica, es creíble. Por el momento, la sola idea de aceptar nuevos años de dureza sin el contrapeso de la oxigenación política, jurídica, intelectual, empresarial y periodística supone para los argentinos poco menos que una intolerable conmoción espiritual.
Argentina no es ya la vaca gorda de antaño que pastaba en horizontes inacabables. Sus actuales marchas y contramarchas se parecen a las de un Minotauro agitado que transita desconcertado por su propio laberinto, en el mismo momento en que propios y ajenos repudian su extraña fisonomía. Cortado el chorro anual de bienes obsolescentes, invertida la dirección de los fondos que llegaban de lejanos paraísos financieros e incierto el túnel de cuya desembocadura podría manar una claridad esperanzadora, ese Minotauro apenas puede subsistir devorándose a sí mismo. La autofagia es sinónimo del presente argentino, y salvo que una dosis de sabiduría y de esfuerzo colectivos detengan el proceso, inevitablemente se obturará la posibilidad de una renovación espiritual en la generación aún adolescente y le será negada a la población un principio de justicia económica y política. Y si los argentinos no fueran capaces de apropiárselos por sí mismos, el destino del país que hemos conocido sería una mayor y casi inimaginable agonía, o bien el afincamiento de un tipo de subjetividad estupefacta, aturdida y resignada. Argentina sería arreada más allá de su voluntad, carneada por obtusos matarifes locales y extranjeros, sus cueros alfombrarían las salas de directorio de remotos organismos de crédito y fondos de inversión, y de sus huesos sólo se ocuparían los historiadores de la decadencia de las naciones. Al final de todo, la efusión de fósforo óseo que despide el esqueleto del ganado sucumbido en el campo suele aurolear momentáneanente la noche pampeana. Se la conoce como “luz mala” y perdura apenas por un instante. Luego, se restaura la oscuridad.

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