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Domingo, 17 de diciembre de 2006

CHARTIER

El espejo que tiembla

Roger Chartier vuelve a sorprender con la posibilidad de poner al alcance del público un bocado de su especialidad: la historia de la lectura y la escritura, como procesos históricos y singulares que pueden leerse en los mismos textos.

 Por Rogelio Demarchi

Inscribir y borrar
Cultura escrita y literatura
(siglos XI-XVIII)
Roger Chartier
Katz Editores
256 páginas

¿Qué es un especialista? Alguien que ha sabido construir un objeto de estudio, asediarlo una y otra vez para producir un conocimiento nuevo en cada interacción, y que tiene cierta capacidad para socializar ese conocimiento de manera tal que puedan acceder a él hasta los que no son especialistas; ejemplo: Roger Chartier, un hombre casi por entero dedicado al estudio de las prácticas de escritura y lectura y que con cada libro nos asombra gratamente porque sigue sacando conejos de una galera que muchas veces (reconozcámoslo) dio la impresión de haberle entregado todo lo que tenía para dar.

¿Cuál es la idea que organiza los distintos capítulos de Inscribir y borrar? Analizar “cómo determinadas obras se adueñaron de los objetos o de las prácticas que pertenecían a la cultura escrita de su época”. El sentido de la escritura ha ido cambiando a lo largo del tiempo, lo que quiere decir que no es lo mismo ser escritor en el siglo XIII que en el XVIII. También se modificaron los materiales sobre los cuales se escribía, lo que impactó sobre la producción misma del objeto a leer. Y todo eso ha quedado registrado no sólo en documentos históricos y en debates intelectuales y/o jurídicos (sobre los derechos de autor o de edición, por ejemplo), sino en las obras literarias en sí; y son estas últimas las que estudia Chartier en esta ocasión para observar cómo representan la cultura escrita bajo la cual fueron paridas.

Un clásico como el Quijote le aporta múltiples materiales: por un lado, a propósito del “librillo de memoria”, la diferenciación entre una escritura pública que tiene valor documental y, llegado el caso, contractual, y una escritura privada, que queda en la intimidad del sujeto (si la primera anhela perdurar en el tiempo, la segunda es de corta vida, ya que comprende lo que “no se quiere fiar a la fragilidad de la memoria”, como dirá un diccionario de la lengua, y se borra una vez que ha perdido importancia); por otro lado, a propósito de la visita de Quijote a una imprenta, un análisis de la creencia de que un libro tiene cuerpo y alma y que “su alma no está moldeada solamente por el autor, sino que recibe su forma de todos aquellos –maestro impresor, cajistas y correctores– que tienen el cuidado de la puntuación, la ortografía y la compaginación”; en otro sentido, a propósito de ciertas “incoherencias y anomalías” que presentaba el Quijote y que su autor o los correctores de ciertas ediciones buscaron hacer desaparecer, Chartier abre una digresión de lo más interesante sobre los principios metodológicos que deben regir una edición crítica; y como en aquella imprenta Quijote se encuentra con un “autor” que ha traducido al español un texto italiano, comenta el valor que se les daba a las traducciones y las vías de publicación de un libro que existían por entonces.

De un modo semejante, una comedia de Ben Jonson, publicada en 1631, será la puerta de ingreso al mundo de las noticias y la competencia que se establece alrededor de esos años entre las que aún circulan de manera manuscrita y los primeros periódicos impresos. Hay quienes toman ya al diario “como garante de verdad”, pero Jonson critica el proceso de impresión en sí por considerarlo ambivalente: “capaz de dar dignidad y perennidad a las creaciones poéticas, también multiplica los escritos absurdos y peligrosos”; en algún sentido reivindica el scriptorium que registraba, clasificaba, copiaba y vendía noticias manuscritas, un negocio bastante rentable en la Inglaterra del siglo XVII porque se dirigía, suscripción mediante, a un público “definido por su condición social elevada y sus empleos en el Estado o en la Iglesia”.

Desde otro punto de vista, la competencia entre lo manuscrito y lo impreso es el eje de un capítulo dedicado a Cyrano de Bergerac. Entre las ventajas que ofrecía el manuscrito se destacaba, para el autor, la posibilidad de escapar a las condenas, y para el lector, la de leer lo que el autor verdaderamente había querido escribir, lo que nos introduce en los procesos de autorización de las impresiones y las correcciones que por lo tanto se realizaban sobre los textos. Según Chartier, durante la impresión se podía modificar el original de manera gradual, realizando correcciones a medida que se lo va imprimiendo (y corrigiendo tantas veces como un “lector técnico” lo demande para volver “decente” el texto), o de un modo drástico, sustituyendo las “impúdicas” páginas por otras. Ahora bien, si ambos procedimientos pueden ser estudiados es porque han quedado documentados, es decir que los impresos censurados no fueron destruidos en su totalidad y se han conservado ejemplares que dan la posibilidad de leer las modificaciones practicadas sobre el texto que se supone inicial.

Poetas del siglo XI, obras teatrales del XVIII, novelas de Richardson criticadas por Diderot. Todo es igualmente válido y hasta da la impresión de ser escaso para escribir la fragmentada historia de la escritura en la que también puede inscribirse este libro.

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