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Domingo, 14 de enero de 2007

EN FOCO

El cielo tutelar

Un rescate de la primera novela de Javier Marías, en la que el entonces debutante escritor madrileño rendía homenaje al cielo tutelar de toda una generación: la literatura y el cine norteamericano de los años ’40 y ’50.

 Por Juan Forn

Miren qué pedazo de poema:

“Era el año en que los pájaros, en frágiles batallones / se suicidaban contra el Empire State / habiendo perdido de modo inexplicable / o quizás era que simplemente desoían / su radar de vuelo. / Era el año en que hombres y mujeres en todas partes / dejaron de morir por causas naturales: / Los ancianos, al enfrentar el sueño, tomaban veneno. / Los nonatos, al enfrentar la vida / morían con sus madres durante el parto. / Y todo el vasto resto de la población / se estrellaba en sus coches / por caminos despejados y serenos como estanques”.

El norteamericano Edwin Rolfe escribió esos versos, algunos dicen que durante el Crack de los años ’30 y otros en la caza de brujas de los ’50. Rolfe era judío, militante comunista, veterano de la Guerra Civil Española y autor de un par de novelas policiales y guiones de cine, que murió en el ostracismo durante las purgas macartistas. Casi nadie lo recordaba cuando un joven ignoto, en el deprimente Madrid de 1971, colocó este poema como epígrafe de su primera novela. La novela se llamaba Los dominios del lobo. Su autor tenía diecisiete años cuando la empezó, dieciocho cuando la terminó y diecinueve cuando (amparado por Juan Benet y Vicente Molina—Foix) la publicó y fue vapuleado por la crítica española, franquista y antifranquista por igual.

Hay ciertos escritores cuya obra más respetada no termina de convencerme pero su manera de leer (y de escribir sobre lo que leen) me apasiona. Javier Marías es uno de ellos. Javier Marías es, desde hace años, candidateado al Nobel por capos tan incuestionables como John Ashberry. Sus novelas más celebradas (Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, los dos tomos de Tu rostro mañana) a mí me dejan frío, pero le admiro de corazón otras cuatro cosas que hizo: el tomito de biografías literarias Vidas escritas, la antología Cuentos únicos (que reúne relatos maravillosos de ignotos autores de diferentes nacionalidades y épocas, que sólo escribieron ese breve texto inolvidable en toda su vida), su impecable traducción del Tristram Shandy de Sterne y la saga del Reino de Redonda, un atolón del Caribe cubierto de mierda de gaviota que dio pie a una de las sectas literarias más excéntricas de la historia (desde mediados de los ’90, Marías es, un poco a su pesar, Rey de Redonda, y tiendo a sospechar que es precisamente por esa incomodidad que ha logrado dar a la moribunda y más bien patética secta que le cayó como peludo de regalo una vitalidad y un sentido literario que nunca antes tuvo ni soñó tener –los curiosos podrán encontrar en Internet un pormenorizado relato de su delirante evolución, los libros que publica y los ilustres escritores que la integran, que escribí hace unos años en Radar–).

Hasta ahí mi relación con Marías antes de leer Los dominios del lobo: lo que más me gustaba de él era su ojo de lector, el ejercicio impenitente de ese buen ojo como lector, que tendía a pensar que lo había adquirido de a poco, con los años. Hasta que antes de ayer leí de parado en una librería el epígrafe de Los dominios del lobo (el poema de Rolfe que traduje más arriba) y la frase que abre la novela (“La familia Taeger empezó a derrumbarse en 1922”) y la frase que la cierra (que por razones obvias no voy a reproducir acá) y vi que el libro venía con un prólogo del autor quince años después de su publicación inicial y un epílogo, también del autor, veintiocho años después de aquel 1971 madrileño. Confieso que me llevé el libro a casa por los dos panes del sandwich más que por su relleno. Pero, para decirlo mal y pronto, escribo estas líneas porque el relleno me pareció jamón del medio: el bocado perfecto para un día de verano de dolce far niente.

Cada capítulo de Los dominios del lobo transcurre en una región y un período distinto de Estados Unidos, cada uno de ellos tiene un protagonista diferente, y cada protagonista irá reapareciendo en las páginas posteriores como personaje secundario. Niños bien, músicos y gángsters; ex presidiarios, granjeros y ninfómanas nos llevan de Pittsburgh a Alabama, de California a Minnesota, de Chicago a Nueva Orleáns y de la Guerra de la Secesión a la turbia pujanza norteamericana posterior a la Segunda Guerra. Cuenta Marías en el prólogo que cuando se puso a escribir su novela, supo que necesitaba ir al lugar de los hechos, de manera que escapó de la casa paterna. Pero no rumbo a Estados Unidos sino a París, porque el lugar de los hechos de su libro era la Norteamérica pintada por las películas de los años ’40 y ’50, y no había lugar en el mundo como la Cinemateca parisina de entonces (regida por los muchachos de la nouvelle vague) para ver más cine americano por menos plata.

Es una coquetería habitual de los escritores enmascarar sus influencias. Quizás el joven Marías se alimentó efectivamente de viejo cine yanqui para escribir Los dominios del lobo, pero lo que uno siente más nítidamente al recorrer sus páginas es otra influencia, igual de reconocible: la de las traducciones de libros norteamericanos del período 1920-1950. Sabemos que los autores de esos libros, en su gran mayoría, trabajaron para Hollywood: desde Faulkner hasta Nathanael West, desde Fitzgerald hasta Hammett, Chandler, Jim Thompson y Cain, desde Erskine Caldwell hasta Steinbeck y el propio Edwin Rolfe. Sabemos también que lo hicieron con más infortunio que fortuna, porque lo mejor de sus libros era sencillamente intragable para el Hollywood de la época. Lo que hace el joven Marías es combinar esos dos elementos: cada capítulo de su novela parece el treatment de un guión que el cine de aquella época no se hubiera atrevido a filmar (por la descarada y trepidante radiografía de la violencia, por la flagrante falta de castigo a los culpables que caracteriza a cada uno de ellos). Y hay un tercer elemento que habrá terminado de enervar a la crítica española de 1971: que al joven Marías le importara tres carajos sonar como un escritor español. Si la lectura de Los dominios del lobo nos hace revivir con tanta eficacia el sabor que tenían aquellas ediciones baratas de novelas yanquis que todos devoramos en nuestra juventud (traducidas en su gran mayoría por amanuenses ilustres o anónimos de Argentina y México, me permito agregar), es porque en ella brillan por su ausencia todas esas gallegadas que hacen retóricas y más bien soporíferas las novelas españolas y sencillamente insoportables las traducciones que nos propinan las editoriales ibéricas.

Con los años, como sabemos, Marías se convirtió en un escritor serio, en un escritor español. Por suerte, también es el soberano del reino de Redonda. Estoy seguro de que allí encontrará siempre asilo cualquier adolescente madrileño de 1971 que se atreva a escribir un libro tan divertido y desvergonzado como Los dominios del lobo.

Los dominios del lobo
Alfaguara, 1999.
338 págs.

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