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Domingo, 4 de marzo de 2007

MANIFIESTOS

Dalí y los cornudos

Si una de las frases más recordadas de Rimbaud es el famoso “yo soy otro”, seguramente a Salvador Dalí se lo recuerde por su irremediable autobombo. Se publica en Argentina (después de años de estar agotado) Los cornudos del viejo arte moderno, manifiesto autoenaltecedor editado en París en 1956 cuando tenía 32 años. Baste leer el prólogo: “El único hombre que podría escribir un panfleto sobre la crítica soy yo, porque soy el inventor del método paranoico-crítico”. Al autor de El gran masturbador —nacido en mayo de 1904—, lo llamaron Salvador, usando el mismo nombre de un hermano suyo que había muerto poco antes. Semejante contacto con la muerte significó el primer trauma de su vida, y la prueba está en sus propias declaraciones: “Yo he vivido la muerte antes de vivir la vida. Mi hermano murió a causa de una meningitis y nos parecíamos como dos gotas de agua, sólo que con diferentes reflejos”.

Sin embargo, algo se había encendido en Dalí que ya no podía apagarse: en 1922 decidió instalarse en la Residencia de Estudiantes de Madrid, mítico lugar donde García Lorca escribió más de un poema. Ahí justamente, valiéndose de su encanto estrafalario y algunas pinturas que imitaban el cubismo, conoció muy bien al poeta de Nueva York y también hizo los primeros bolos con el director Luis Buñuel, con el cual realizaría en París El perro andaluz (1929) y La edad de oro (1931).

Uno de los atractivos de Los cornudos del viejo arte moderno es ver en funcionamiento la estrambótica teoría paranoico-crítica: en una época en la que, al decir de Mondrian, “el verdadero arte como la verdadera vida seguía un único camino y ese camino era el de la abstracción” y Pollock ya pintaba en el piso, Dalí se burla de la abstracción y su búsqueda de la forma pura porque “es inutil echar al hombre del cuadro y sustituirlo por círculos y rectángulos”. Pero Dalí no pide volver a la representación, más que nada presenta un libelo contra la fealdad que comenzó su auge desde “la adolescente ingenuidad de Rimbaud al sentar a la belleza en sus rodillas y cansarse de ella”. Tampoco el libro presenta en rigor un ensayo estético sino más bien una muy entretenida burla a titanes como Picasso, Le Corbusier y todos los críticos del arte abstracto. Tal vez lo más interesante del libro sea la reflexión final sobre los ecos de la fisión nuclear en la pintura, teniendo en cuenta la relación de tan larga data entre arte y ciencia. Y, por supuesto,lo que sobra en este libro es el humor encantador de un perfecto egocéntrico.

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