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Domingo, 29 de abril de 2007

Sí, SOY MALA POETA PERO..., DE ALBERTO LAISECA

Elogio de la locura

Del realismo delirante al barroquismo psicótico, Laiseca avanza.

 Por Rodolfo Edwards

Sí, soy mala poeta pero...
Alberto Laiseca
Gárgola
352 páginas.

Cadenas de textos, narraciones que se enancan unas a otras, se desbarrancan, se fracturan y vuelven a la vida, como si nada, como en las películas fantásticas. De esto se trata esta nueva novela de Alberto Laiseca, jugado enteramente al disparate, a la alteridad, configurando un tono que tiene bastante que ver con su personaje televisivo, aquel narrador oral de historias de terror, claro que esta vez en versión supercondicionada. Con un aceitado mecanismo de mamushkas verbales, cuentos y “cuentitos” se autoengendran y circulan libremente por una casa tomada ad infinitum por la locura. Nada impide el avance de inefables termitas con forma de palabras. Comen, destruyen, socavan los cimientos, hacen que el mundo se transforme en una perfecta máquina de horrores. Barroquismo psicótico, podríamos bautizar la empresa novelística de Laiseca. No caben dudas que se hace cargo, y largamente, de la pus y los gérmenes varios que habitan en la superficie de las palabras y también los eleva a amos y señores de la historia/historieta. Una señorita de clase acomodada, Analía Waldorf Putossi, con cierta inclinación hacia la práctica de la poesía, se ve envuelta en una serie de acontecimientos, impulsada por una insaciable sexualidad: “Luego del secundario Analía decidió dedicarse por completo a la poesía. Ya antes escribía cosas horribles, pero aquí su resolución fue integral, final” (así se inicia el capítulo “Ser puta como intento poético”). El discurso psicótico avanza por el texto como un gigante hambriento que devora toda convención narrativa. Titulando los capítulos alla Rabelais (ejemplo: “Liberación del espaciotiempo. La acción entre Erika y el chino Lai Chu continúa”), Laiseca se desboca, se sale de madre, y recepta las cataratas de palabras que le bajan de la cabeza sin diques ni aduanas. Un súper yo indomable transmigra de personaje en personaje conformando una red de deformes morales.

Las narraciones se dislocan, se interrumpen, se faulean, en un juego sucio, anárquico e impredecible. Las frases hipercristalizadas por el uso (del tipo “la ensartó como churrasco de croto”) funcionan en el texto como estribillos de una canción infinita, operan como detonantes e impulsan la narración hacia rumbos inciertos, donde el timón es apenas un adorno y el capitán-narrador comanda la tripulación con mano blanda, otorgando todas las libertades a bizarros marineritos que disputan un verdadero campeonato de perversos polimorfos.

Jitanjáforas, retruécanos y chistecitos verdinegros abundan. El eje narrativo visiblemente quebrado atomiza el texto generando constelaciones y sistemas que se retroalimentan y estallan a cada momento. El absurdo generalizado abre grietas por donde se filtran microrrelatos que, como bacterias, corrompen el cuerpo de la novela hasta transformarla en un monstruo cruelmente jocoso. Así asistimos a una peculiar reescritura de El fantasma de la ópera, el clásico de Gastón Leroux, episodio que “salta” en un momento de la novela, como esos payasitos de chasco, del fondo de una caja.

En el juego ficcional que presenta Laiseca no hay impostura, en la economía del texto la locura aflora naturalmente, anda como Pancho por su casa.

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