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Domingo, 22 de julio de 2007

GIRONDO

Girando

 Por Osvaldo Aguirre

Oliverio
Nuevo homenaje a Girondo
Jorge Schwartz (compilación,
introducción y notas)
Beatriz Viterbo
512 páginas

Reedición ampliada de una antología publicada en 1987, este “nuevo homenaje a Girondo” presenta poemas que quedaron inéditos o dispersos en publicaciones periódicas, testimonios de amigos y escritores, entrevistas, fotografías, dibujos, correspondencia, retratos y autorretratos, una ficción donde el poeta aparece como personaje y hasta su partida de nacimiento. El libro incluye además un minucioso cuerpo de notas, que sitúa la procedencia de los textos, plantea relaciones dentro del conjunto, formula interrogantes y propone, una y otra vez, la reflexión sobre su objeto. Jorge Schwartz arma así una gran caja de sorpresas, que apunta tanto a revelar partes desconocidas o poco difundidas de la obra como a poner el foco en la vida de alguien que, al margen de los gestos espectaculares de la vanguardia, o de la célebre campaña publicitaria con la que agotó su libro Espantapájaros (1932), llegó a definirse como “un hombre sin historia”.

Dibujo de Carlos Alonso, 1970.

Difundir textos de un escritor desaparecido significa preservar su memoria. Pero en el caso de Oliverio Girondo (1890-1967), advierte Schwartz, también puede implicar una traición. Es que se la pasaba rompiendo papeles. La publicación de borradores y de textos que dejó aparte de sus libros podría provocar reparos. Hay una salvedad: si bien no los llevó a la imprenta, tampoco los destruyó. Tirar, para él, fue tan importante como escribir. Los primeros escritos suyos de que se tienen referencias datan de 1911; a partir de entonces, como modo de redención, dijo: “Rompí papel durante varios años”. Lo que se salvó de esa autocrítica implacable constituyó su primer libro: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922). El hábito de usar lápiz iba en el mismo sentido: el poema estaba sujeto a la corrección constante, su formulación se ponía a prueba en cada versión, y siempre había un cesto a mano. Los más jóvenes, como demuestra aquí un artículo de Raúl Gustavo Aguirre, vieron en esos gestos un rechazo a la sacralización de lo escrito, y la definición del “poeta verdadero”.

Desde el manifiesto de la revista Martín Fierro, que redactó en 1924, hasta las últimas cartas suyas que se conservan, la búsqueda de lo nuevo se afirma como una constante en su poesía. Pero lo nuevo no pareció ser para él lo reciente ni necesariamente lo juvenil, y menos lo de moda. Por un lado, se define como equivalente de lo vital: si en los últimos años se dejó rodear por los surrealistas y los poetas de la revista Poesía Buenos Aires fue porque observaba en ellos, y no en los consagrados, su propio deseo de romper con las convenciones y el hartazgo ante lo que pasaba por poesía. Y lo central es que lo nuevo, en su concepción, no dependía del objeto sino de la forma de enfrentar las viejas cosas del mundo. Todo es distinto, decía el joven Girondo, si se mira “con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo”. Cuando se le preguntó por su concepto de poesía, en una lejana entrevista, respondió en el mismo sentido: “Mirar con nuestros propios ojos actuales el espectáculo cotidiano”.

Se trataba de elegir las palabras y conocerlas, sin confiar en ellas, “viejas prostitutas con olor a mercado o perfumadas hasta la náusea”. La disyuntiva era resignarse a ser coronado con sus cuernos “o cometer, con ellas, todos los adulterios y todos los incestos imaginables”. Girondo estaba convencido de que había llegado a ese punto con su último libro, En la masmédula (1954). En este marco, decisivo en la comprensión de su trabajo poético, Schwartz destaca que pese al rol que ocupó en la vanguardia de los años ’20 nunca perteneció a ningún grupo y con el tiempo fue quedando cada vez más aislado. Los primeros que reconocieron su valor fueron los que miraban de afuera, como Ramón Gómez de la Serna y luego los poetas brasileños. Más allá del círculo reducido de sus amigos, las opiniones fueron desfavorables o esquivas, como se ve en un juicio avaro de Borges.

En este sentido es particularmente reveladora la correspondencia, porque muestra tanto el valor asignado por Girondo a su última escritura como los contrastes en la recepción de esos poemas. Los poetas jóvenes se convirtieron en sus interlocutores, lo reconocieron como un par (es notable la entrevista que Francisco Urondo le hace en 1962 para Leoplan) y fueron en definitiva los lectores de En la masmédula, un libro que resultaba ininteligible para sus antiguos compañeros de la vanguardia (Córdova Iturburu) o las personalidades del periodismo cultural de la época (Juan Carlos Ghiano).

Los hallazgos y los aportes de este libro al conocimiento de la obra y la vida de Girondo son puntuales: el compilador corrige las cronologías oficiales (acredita que el poeta nació en 1890 y no un año después, como se dice y se repite), restituye la propiedad de textos perdidos, publicados sin firma, y difunde textos hasta ahora confinados en archivos personales, o los rescata de diarios y revistas perdidas en el tiempo. Las cosas raras que ofrece no son simples curiosidades. Cada texto descubre algún aspecto particular: un folleto que publicó en 1940 a propósito de la Segunda Guerra y sus proyecciones locales muestran que, contra lo que se presume, tenía posiciones políticas definidas; el cuento –malísimo– donde el peruano Alberto Hidalgo lo acusa por plagio revela las pequeñas miserias del mundillo literario de la vanguardia; la carta de un lector anónimo es un buen indicio de las resistencias que generó su obra. Una poesía que se propuso recurrir a “medios más expresivos” y los encontró en palabras que parecían recién creadas. Pero eran esas viejas prostitutas con olor a mercado, a las que Girondo ya les conocía todas las mañas.

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