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Domingo, 29 de julio de 2007

CHEEVER

El diario del vecino

Los Diarios de John Cheever no sólo vienen a completar la reedición de la obra completa del autor en nuestro país, esta vez anotada y prologada por Rodrigo Fresán. Sino que, gracias a sus notas, estos diarios pueden leerse como una aguda biografía de este escritor norteamericano que ejerció la literatura como la forma de comunicación más sincera entre los seres humanos.

 Por Guillermo Saccomanno

Diarios
John Cheever
Emecé, 2007
504 págs.

Un diario íntimo al alcance de cualquiera puede ser tan tentador como fatal. Si ese diario puede ejercer un magnetismo perverso en esposas, maridos, amantes, amistades, conocidos, imaginemos por un instante su efecto en los hijos. El padre estuvo escribiendo ese diario durante cuarenta años no sólo con el pretexto de juntar materiales para su oficio de narrador sino también como una cruza de autoanálisis, expiación y, como no podía ser de otro modo tratándose de un escritor como John Cheever (1912-1982), literatura de la mejor. En ocasiones Cheever dudaba del valor documental de lo que escribía en su diario. “Una noche de enero me entregó un cuaderno y me dijo que echara un vistazo”, recuerda su hijo Benjamin, también escritor. “Estábamos en el comedor. Me senté y empecé a leer el diario que me había entregado. Se sentó en otra silla para observarme. Me preguntó qué me parecía. Le dije que me parecía interesante y además muy bien escrito. Me dijo que siguiera leyendo. Al levantar la vista, vi que lloraba. No profería sollozos, pero las lágrimas surcaban sus mejillas. No dije nada. Volví a la lectura. Cuando levanté la vista, había recuperado la compostura. Le dije que me gustaba. Me dijo que, en su opinión, los diarios no debían publicarse antes de su muerte. Estuve de acuerdo.” Años más tarde su hija Susan, también escritora, publicaría un ensayo entre la memoria y la autoayuda. El título es por lo menos irónico: Lo mejor posible: criar hijos maravillosos en tiempos difíciles. Y empieza así: “El valor del matrimonio no es que los adultos producen niños, sino que los niños producen adultos”. Puede ser discutible su opinión, pero también bastante cierta y entristecedora. Los hijos de Cheever ofrecieron todo su apoyo para la edición de los diarios mientras la madre se mantenía a un lado. “Nuestro trabajo exigió tiempo; el suyo, valentía”, escribió Benjamin.

En los Diarios de Cheever hay dolor, soledad, alcoholismo, homosexualidad, adulterio, violencia doméstica, resentimiento, derrota y frustración. Sentimientos que buscan consuelo en la misa dominical y en el culposo día a día de un matrimonio cuesta arriba. A diferencia de lo que sucede con otros diarios de escritores, que suelen ser mejor comprendidos una vez leídas sus obras de ficción, los diarios de Cheever devienen una obsesiva, detallada, filosa y quirúrgica introducción a la ficción de su vida y la vida de su ficción. “Era casi escritor antes que hombre”, escribió su hijo sin idealizar mucho. La narrativa de Cheever, corrosiva e impiadosa, radiografió la clase media norteamericana de su tiempo. A Cheever le embromaba que lo llamaran el “escritor de los suburbios”. Es que Cheever era, es más. Es Homero. Y sus personajes –como él mismo– resultan los héroes homéricos posibles en oficinas, trenes, subtes, departamentos, chalets, jardines, piscinas, sótanos. Lo admiraron Hemingway, Updike, Capote, Carver y Mailer.

A diferencia de lo que sucede con la vida de otros escritores, la de Cheever da la impresión de ser más cercana quizá por su medianía, que para algunos se leerá como represión de chupacirio. Pero es que Cheever era un tipo religioso. Su santidad consistía en perseguir un acuerdo con su conciencia atormentada, una luz al final del túnel. Y que no se tratara de un tren que viene en esta dirección. La nueva edición de sus diarios en Emecé tiene un valor adicional que merece subrayarse: las notas y comentarios de Rodrigo Fresán. Desde su adolescencia Fresán, contó a Cheever entre sus escritores predilectos. Desde entonces no paró de juntar no sólo los libros de Cheever sino todo lo que sobre él y su producción se hubiera escrito. No es exagerado afirmar que por acá nadie había visto a Cheever hasta que Fresán empezó a citarlo. (En mi caso, le debo la recomendación.) Desde hace ya algunos años la familia Cheever dispuso que Fresán fuera el difusor oficial de la obra completa del escritor en nuestro idioma. Las ficciones de Cheever que viene publicando Emecé contienen sus prólogos y sus notas. En el caso de los Diarios, el trabajo de Fresán impresiona por la forma amable y luminosa con que sus anotaciones al pie de página sitúan, relacionan y contextualizan la escritura de ficción en conexión con publicaciones y pares mientras el narrador descarga su angustia en el diario. Se agradecen estas notas y comentarios, que se parecen a la alegría de un pibe que nos pasa una y otra vez la película de su héroe favorito para revelarnos un detalle que se nos pasó por alto. De este modo, los Diarios de Cheever, más que como una autobiografía (género siempre embaucador), gracias a la labor puntillosa de Fresán, pueden leerse como La Gran Biografía de John Cheever. La devoción de un escritor hacia otro, en efecto. La gratitud hacia un tipo que nos enseñó algo. Y en consecuencia, por carácter transitivo, nuestra gratitud de lectores en el acercamiento de un escritor tan refinado como agudo. Tan solidario como un buen vecino. Pero del que quizá no nos gustaría saber qué piensa de nosotros.

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