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Domingo, 30 de septiembre de 2007

NOTA DE TAPA

Mar de fondo

 Por Angel Berlanga

El impulso inicial es la casilla, señalar que dice, en la tapa, Una novela de Juan Forn, y ver si se especifica el género en sus libros anteriores, pero eso sería llevar demasiado la cosa a temperatura laboratorio, tomar primero la pinza quirúrgica en lugar de la pinza del hielo, la botella y el vaso para decir ¡salú!, término que remite al brindis pero también a que el cuerpo y la cabeza, que también es parte del cuerpo, anden más o menos bien, permitan seguir de este lado, vivos. Porque por encima de encasillamientos de géneros hay en María Domecq un verbo y una intención –contar–, que difuminan y entrelazan territorios y códigos, épocas y geografías, verdad y mentira, lo investigado y lo imaginado, el dato preciso y el apócrifo, lo personal y lo colectivo, el oficio de periodista y el de escritor. Todo esto, de por sí, puede no significar nada: depende de cómo cuente, quién cuente, qué, y de quién lea, cómo, desde dónde. En este libro Forn redobla la apuesta inclusiva, sumatoria, que había en los textos de La tierra elegida –el volumen que reúne una extraordinaria serie de notas publicadas inicialmente en Radar– y arriesga el pellejo poniéndose como personaje de la historia que cuenta. Lo arriesga y acaso lo salva, también, porque entre tantas y tantas posibilidades la escritura, y la lectura, o sea la literatura, pueden valer para exorcizar y reencauzar, y en lo medular de María Domecq están unas pancreatitis que, cuenta Forn, casi lo mandan pal otro lado. Los sacudones físicos y existenciales lo llevaron a instalarse en Villa Gesell, donde vive junto a su mujer y su hija desde hace ya cinco años. Allí escribió esta novela potente y brillante, sencilla y compleja a la vez, sin dudas de lo mejor de su obra de ficción.

Foto: Romina Franceschin

El libro de Forn comienza con la historia de Butterfly, "una pequeñísima anécdota de la vida portuaria japonesa", que entre 1885 y 1905 se convirtió, en diferentes manos, "en nouvelle francesa, opereta europea, cuento norteamericano, vaudeville atlántico y, por fin, gran ópera italiana". Esa materia prima, que le sirvió para escribir una nota para este suplemento en 1999, la que cierra a la vez La tierra elegida, se engarza con un asunto vinculado a la figura emblemática, al prohombre del bronce familiar, cuando un historiador le sugiere a Forn que el almirante Manuel Domecq García, su bisabuelo, pudo haber inspirado al protagonista occidental de Madame Butterfly. El indicio conduce a una posible rama "podada", en sombras, de la familia: un hijo japonés del marino. Pero eso no es todo, amigos, porque tras el cataclismo del páncreas a Forn se le aparece, en pleno proceso de recuperación, una mujer que leyó su nota y le cuenta que ella también es bisnieta del almirante y nieta de "la loca del altillo" –otra rama podada, en este caso porque esta hija del hombre de la Armada era "retrasada"–. La aparición de esta mujer que padece lupus, María Domecq, propicia el repaso por lo conocido y el rastreo de lo desconocido, velado, en la familia del narrador, que descubrirá entre otras cosas que el bisabuelo mítico y heroico fue el ideólogo de las masacres de la Semana Trágica, a comienzos de 1919, "el responsable del primer pogrom en territorio argentino –escribe–, el organizador del primer grupo paramilitar a gran escala en la historia de nuestro país". El fabuloso viaje de la novela retrocede hasta la guerra del Paraguay, donde murió el tatarabuelo Tomás Domecq, pasa por la guerra ruso-japonesa de comienzos del siglo XX –el almirante fue el encargado de llevar hasta allí dos naves que el gobierno argentino le vendió a Japón– y por la Segunda Guerra Mundial, de la que el tío abuelo "bastardo" Noboru Yokoi participó a raíz de su alistamiento en el Ejército Imperial, y desembarca de este lado del Atlántico, con el afincamiento de este hombre y sus dos hijos en la comunidad Yuba, cerca de San Pablo.

"A través de las notas en Radar y del formato periodístico descubrí por un lado una voz narradora que me resultó muy maleable, que me permitía abarcar muchos recursos; por otro, para mí, el centro del periodismo cultural es el relato", dice Forn, que se hizo una escapada hasta Buenos Aires para hablar sobre el libro. "La idea que yo tenía antes de la ficción apelmazaba, encorsetaba, el manejo de las texturas de la información –explica–. Desde La tierra elegida trabajaba la idea de este libro, pero no me salía. Me había caído ese caramelo entre las manos, la relación entre mi bisabuelo y Madame Butterfly, el olfato de narrador indicaba una buena historia, pero que no me terminara de salir me hacía desconfiar, me hacía pensar que el libro era más, aunque no supiera exactamente qué. Uno escribe un libro para saber de qué se trata. Dudé mucho entre ponerme con nombre y apellido, usar un seudónimo o contar como si le hubiera pasado a otro. Y de pronto empecé a relacionar la pancreatitis, que por definición es un reflujo de bilis: en lugar de eliminar toxinas, el cuerpo las manda para adentro de vuelta. Para los griegos, bilis era mala sangre, y ése es el nombre de la relación que he tenido desde bastante chico con mi clase y mi familia. Las cosas se fueron acomodando y en determinado momento supe cómo se tenían que cruzar todas estas líneas, que hasta ahí me corrían como paralelas".

¿Con qué pautas trabajaste tu inclusión como personaje?

–Hasta donde pude traté de trabajarme lo menos posible como personaje literario, de despojarlo. Las únicas características que muestro de él, o de mí, son las que tienen relación estricta con la historia, con la trama. En los libros que me gustan de ficción, y en los que yo he tratado de escribir, los personajes tienen una característica central a la que se le van agregando facetas que componen carnalidad y relieve, pero en éste hay una lógica interna un poco esquizo que implica un componente muy confesional y otro muy escondedor. Por supuesto que tenía un cajón de cosas para sacar, a lo pavo, pero eso desplazaría el eje de lo que quise contar. Solo es confesional en lo profundamente relativo a la encrucijada en la que se encuentra un tipo que zafó de pedo, al que le sacaron la alfombra de los pies, que quedó pedaleando en el aire y que por exigencia médica tiene que cambiar sí o sí su manera adrenalínica de ser. En cierto sentido me metí en una especie de juego de espejos, porque el personaje manotea la oportunidad que le ofrece María Domecq del mismo modo en el que yo manoteé esta historia como mecanismo de salida de la situación de angustia en la que había quedado. El funcionamiento del libro es un calco de las formas, imprevisibles, en que el lupus la ataca a ella y ella se defiende del lupus haciendo exactamente lo mismo, es decir, dejándose llevar por ciertos pálpitos, muchas veces sin el menor fundamento, porque de alguna manera se tiene que mantener viva. Hubo un punto donde todas las dificultades se desenredaron y el libro me decía un montón de cosas de mi situación, porque el estado final de mi personaje es algo así como el estado idílico en el que me gustaría estar allá con mi mujer y mi hija, esa clase de vida, esa relación con la naturaleza y las cosas.

En este contrapunto lo confesional parece tener que ver con tu familia hacia atrás y esa cierta distancia, preservación, con tu nueva familia.

–Sí, con la familia propia. Pero después de haber pasado lo que pasé no escupo al cielo, ni ahí. Ni me mando la parte. Hay un nivel de pudor casi enfermizo en el relato de la felicidad. Hay un escritor francés, Henri de Montherlant, que decía que en literatura la felicidad se escribe con tinta blanca sobre papel blando. En todo caso siempre me pareció mucho más difícil hacer un libro feliz, sin que esto sea chirle y pegajoso, que un libro sobre problemas dantescos de todo tipo. En este caso me usé como personaje porque no tenía otra forma de contar esta historia. Si la hubiera podido contar sin mi nombre y apellido habría trabajado al personaje de otra manera.

En esa zona difusa entre realidad y ficción, pensaba que como periodista-investigador habrás rastreado antepasados, hechos, escenarios, y como novelista los habrás imaginado. ¿Qué parte te terminó gustando más?

–De lo que me siento más orgulloso es de ese último capítulo, la historia de la familia japonesa. Sabía que en determinado momento tenía que desembocar en Japón y reconstruir una historia que existió en realidad pero de la que yo no sé nada, y no hay manera de rastrear. Y encima la cultura japonesa es tan ajena a nosotros... La influencia que habría tenido el almirante sobre esa mujer y ese hijo, o hija, eran casi nulas, porque a lo sumo habrá estado tres años con ellos. Y sin embargo esa familia se empezó a corporizar lentamente, cada personaje con sus reglas y características. Está construida en una especie de negativo de la familia argentina del almirante: mientras la casta militar naval y la clase rigió acá el destino familiar, en el caso de los japoneses pesan una serie de albures, casualidades y azares: viven en un barrio como Asakusa, conocen a Pilniak y el discurso del comunismo, coinciden con un momento de apertura y empiezan a militar socialmente, y después derivan en el nacionalismo, la guerra, la posguerra, la emigración, y comenzar de nuevo en un lugar como Brasil, que es la representación absoluta de todo lo inverso a lo japonés, el cuerpo, la espontaneidad, la naturalidad, cero protocolo y ceremonial. La verdad es que fue el lugar del libro donde más suelto me sentí. Hubo un momento en el que supe que, de cajón, los mandatos de una familia con estas características también te pueden hacer rebelar, y así surgió el personaje de Yoshi, un trader de la Bolsa paulista, que sobre el final del libro se cruza con mi personaje. Pasa que nuestras rebeldías están en los antípodas. Y lo único que tenemos en común es a María Domecq.

"Al hablar del libro se me aparece la figura del tapiz –dice Forn–. De un lado se ve prolijo, armónico, pero del otro se ven los nudos, las marcas del trabajo. Yo todavía lo veo de ese lado. Después el libro fragua solo, con el tiempo. Como pasa con los cuadros. Una vez leí algo que decía John Berger que, de acuerdo a los pigmentos que se usen, una pintura puede tardar diez años en secar. O sea que después de una década los colores llegan a ser los definitivos, se asientan. El cuadro verdadero aparece recién entonces. Con un libro pasa más o menos lo mismo. Yo no puedo tenerlo en la mano sin querer agarrar un lápiz para seguir achicando pérdidas, corrigiéndolo. Pero va a haber un punto en el que me voy a encontrar con que se cerró, con que ya no le puedo entrar."

Hay un personaje de Berger, el pintor Janos Lavin, que dice que cuando a un artista se lo etiqueta ya tiene hecho el cincuenta por ciento del trabajo. ¿Cómo es tu relación con eso?

–Los moldes... Estoy trabajando en una nota sobre el pintor Mark Rothko, un tipo que pinta cuadros que son nada más que rectángulos de color con otros adentro. Vivió más o menos sesenta años, descubrió los rectángulos a los 48. Toda su obra anterior es horrible, no dice nada. Rothko es sinónimo de esos cuadros, encontró ahí su identidad. Cualquier artista lucha por lo que podríamos llamar una luz propia, una identidad que se manifiesta en cuanto a la mirada ajena en una etiqueta. Eso es un cincuenta por ciento, y el otro es cómo hacer para salir de ahí. Cómo hizo García Márquez para conseguir que no le pidieran más Cien años de soledad. En mi lectura, creo que lo combatió con libros como Crónica de una muerte anunciada, por ejemplo. También es probable que a medida que pasan los años la manera en que te ven los demás vaya importando menos.

¿Y qué pasó en tu caso con las etiquetas?

–Lo dije otras veces: cargo con el hecho de haber trabajado en los dos lados del mostrador, con haber sido a la vez escritor y editor, escritor y director de un suplemento cultural. De estar metido tanto en el ajo y de que me gustara tanto, también, la rosca. Venía de un ambiente cero intelectual, de manera que este mundo, entendido desde lo más alto a lo más bajo, desde lo más excelso y profundo a lo más ruin y chimentero, operación, ghetto, en el peor sentido, me resultaba absolutamente atractivo. Cuando entré decidí que quería ser escritor y orienté mi vida en esa dirección, me fascinaba la idea de vivir veinticuatro horas hablando literariamente de la vida, con agudezas e ironías, convirtiendo a la menor circunstancia en situación literaria. Con el tiempo descubrí que los karmas de este trabajo fueron muy nítidos. Lo considero como etapa de formación y lo celebro, en el sentido de que en el contacto con una variedad enorme de personas con las que me tocó trabajar aprendí un montón. La pancreatitis me hizo ver, luego, que estaba inercialmente dentro de algo a lo que ya no le sentía el gusto, algo que trata de reflejar el libro en la relación del personaje con la literatura a través del periodismo cultural. Fue muy extraño salir de un escenario en el que conocía los códigos a otro en el que son desconocidos. Yo veo en mi actitud de rebeldía el núcleo de mi yo literario.

¿Cómo sería eso?

–Elegí escribir y no era lo mejor visto en el entorno de mis amigos de la adolescencia y hasta en mi familia; ya dentro del ambiente, elegí apasionadamente cierta clase de literatura, contra opiniones de gente con estéticas muy diferentes, y lo confrontacional fue una especie de combustible para mí. Pero la confrontación es binaria y lentamente fui descubriendo algo que cualquier pelandrún vería en los textos orientales, hojeando apenas el Tao Te King o el I Ching, algo que también dice Todorov: los opuestos no están en los antípodas. Los opuestos son absolutamente vecinos. Y que del blanco al negro hay un paso ínfimo, que en la práctica son dos largas comarcas del gris. Exactamente lo mismo que el Yin y el Yang: uno está dentro del otro y dialogan. Lo siguiente a eso, para mí, fue la relación vaso medio lleno, vaso medio vacío. Me he pasado la vida, por estilo, viendo la parte vacía. En el periodismo cultural, o como editor, trabajaba mirando esa mitad. Y llevo unos años diciéndome, todas las mañanas, "a ver, cuáles son las cosas que conforman el lado medio lleno". Me las digo a mí mismo, camino por la playa, miro los árboles y el sol, a mi hija y a mi mujer, a mis amigos geselinos y al libro que estoy leyendo. Confío en que eso, con el tiempo, salga solo. Por ahora, todavía, conviven momentos de alegría absoluta con otros en los que, agh, me sale el agreta porteño de adentro.

A lo largo de la novela aparecen muchas referencias a la política y a la historia nacional. Y me llamó la atención que aludieras a la Argentina como "nuestro país".

–Creo que tiene mucho que ver, también, con irme al interior. Cuando sos porteño no sos argentino, sos porteño. Y cuando estás afuera de Buenos Aires esa entelequia de lo argentino se manifiesta de una manera mucho más sencilla. Es inaprensible pero a la vez muy visible. Saccomanno me decía, cuando le contaba sobre este libro, "es una novela política" y yo le respondía que no, que la temática es el linaje familiar, o en todo caso de clase. Pero hay un par de tramos en los que el libro viró a lo político. Es algo que empecé a hacer muy suavemente en La tierra elegida. Creo que esta actitud de problema con lo argentino, de querer despegarnos, fue muy común en nuestra generación. Pero nos fuimos dando cuenta, primero, de que éramos producto de este país y, segundo, de las posibilidades que teníamos con el bagaje cosmopolita y con la riqueza del castellano rioplatense. En comparación con mis otros libros, éste involucra a la política, trabaja la idea de cómo funciona. Escribí mi primera novela mientras juzgaban a los milicos y yo no veía lo que pasaba.

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