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Domingo, 28 de octubre de 2007

SUICIDIO

Me quiero morir

Estigmatizado, considerado una enfermedad, el suicidio también ha sido visto como un problema filosófico. Un ensayo en el marco de la bioética plantea si es posible darle un nuevo significado en el siglo XXI.

 Por Mariana Enriquez

Por mano propia
Diana Cohen Agrest
Fondo de Cultura Económica
319 páginas.

En El mito de Sísifo, Albert Camus decía que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio, porque implica juzgar si vivir vale la pena o no. Diana Cohen Agrest (doctora en Filosofía por la UBA y Magister en Bioética por la Monash University de Australia) elige aquella afirmación de Camus como cita de apertura de su reflexión sobre las prácticas suicidas, y concuerda: "Si acaso la vida misma tiene sentido es, en verdad, una cuestión aterradora... La pérdida de dicho sentido puede arrastrar consigo la pérdida de la propia existencia".

El ensayo elabora un recorrido histórico por el pensamiento sobre el suicidio, para tratar de desentrañar su condición tabú, ese horror que provoca levantar la mano contra uno mismo. Explica, por ejemplo, que resulta imposible elaborar alguna estadística sobre suicidios en la Edad Media porque al tener prohibido el suicida el entierro religioso, su muerte sencillamente no computaba. Desterrado del mundo de los vivos –su familia caía en la ruina por el estigma– y de los muertos, el suicida resultó siempre un marginado, aunque los filósofos más importantes se ocuparon de pensar el acto de quitarse la vida.

Por mano propia parece estar disparado por una preocupación central: si, en ciertas circunstancias, el suicidio puede considerarse racional –en contra del pensamiento médico, que lo considera siempre patológico– y, por lo tanto, legítimo. En este sentido se revela la especialización de la autora en bioética: la preocupan de manera central la eutanasia y el suicidio asistido, situaciones límite que se relacionan por lo general con el encarnizamiento terapéutico –que extiende la agonía artificialmente gracias a los avances de la tecnología médica– y las connotaciones penales de ambas situaciones. Pero Cohen Agrest también se detiene en otro tipo de muerte voluntaria que resulta ineludible en estos primeros años del siglo XXI: la acción terrorista del atentado suicida. Así, explica por ejemplo que aunque el Corán prohíbe el suicidio, admite y exalta el martirologio; de esta manera, también, cuestiona la noción occidental de suicidio que sería inaplicable a los mártires musulmanes. Y por supuesto, se detiene en la definición de melancolía freudiana y desde allí al suicidio del enfermo depresivo; también analiza la amplia definición del suicidio según Durkheim –que lo considera un fenómeno social– hasta el pensamiento descarnado y radical de J. Améry, quien consideraba al suicidio un privilegio humano, y que fiel a sus principios terminó por suicidarse cuando durante la Segunda Guerra Mundial fue enviado a Auschwitz.

Pero, finalmente, Por mano propia propone este extenso recorrido que va desde la historia antigua hasta la psiquiatría cognitiva conportamental para plantear si es posible en nuestro tiempo resignificar el suicidio: "Es tiempo de volver a pensar nuestras actitudes ante la muerte voluntaria con el propósito de resignificarla. Y esta resignificación cobra un sentido perentorio cuando el soporte corporal desprovisto de las condiciones mínimas ya no es capaz de realizar la vida proyectada... No se trata del sentido de la muerte, sino del sentido de la vida. Para quien elige morir, hacerlo es un acto último, irrevocable, que nadie, absolutamente nadie, ni en el cielo ni en la tierra nos puede negar". Se trata, entonces, de reflexionar sobre el derecho a la muerte voluntaria antes que sobre el sentido de la vida humana. Se trata también, y Cohen Agrest lo expresa de forma explícita –aunque admite el sufrimiento de los sobrevivientes, y les dedica un capítulo entero– de poder desestigmatizar la muerte voluntaria y así empezar a aceptarla como el comportamiento humano que realmentes es.

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