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Domingo, 30 de marzo de 2008

ANIVERSARIOS > BEATRIZ GUIDO

El ángel caído

Junto a Silvina Bullrich y Martha Lynch, Beatriz Guido conformó una trinidad dentro de la literatura argentina que no sólo le dio su época de oro al best-seller nacional, sino que se animó sin remilgos a fijar posiciones, indagar escenarios y tocar los grandes temas como el dinero, el poder y las clases sociales. Sin embargo, a veinte años de la muerte de Guido, su obra y su figura permanecen, como la de sus colegas, sospechosamente borradas de todo linaje literario.

 Por Claudio Zeiger

Hace veinte años, en marzo de 1988, moría Beatriz Guido. Fueron esos –entre 1984 y 1988– unos pocos años que al tiempo que trajeron la democracia se llevaron buena parte de la literatura argentina que brillara entre los ’50 y los ‘’60 y un poco más. Borges, Cortázar, Mujica Lainez, Marta Lynch y Beatriz Guido murieron en esos años. Y si bien la muerte coronó la obra de varios de estos escritores, no sucedería lo mismo ni con Lynch ni con Guido, ni con Silvina Bullrich, quien viviría unos años más sólo para volver más estrepitoso aún el tobogán de su descenso. Sobre estas tres otrora grandes damas de las letras argentinas (buenas escritoras y también altamente representativas de un extinguido “best seller nacional”, sólo rescatadas en las biografías que Cristina Mucci le dedicó al “trío más mentado”: La señora Lynch, Divina Beatrice y La gran burguesa) cayó un espeso manto de ausencia. Ni olvido absoluto ni perdón de sus pecados antidemocráticos. No hubo una rotunda expulsión del Cielo ni un envío furibundo al Infierno. Hubo como un deshacerse en las nieblas del tiempo por venir, un envío a un limbo del canon: esperen ahí afuera, al costado. Ahora vivimos unos tiempos académicos decontracté: no estamos obligados a enseñar a los escritores que por alguna razón (literaria o sociológica o política) hayan sido importantes. Ellas vendieron muchos libros: ergo, son sospechosas de haber sido malas escritoras. Pero el mercado curiosamente también se desentendió de ellas. El muy ingrato no suele tener un nicho que reconozcan a quienes le dieron su edad de oro.

Digamos que se trata de escritoras a quienes la apertura democrática no les cayó precisamente como anillo al dedo. En el caso de Beatriz Guido esto se relativizaría bastante, pero ni Lynch ni Bullrich tuvieron una buena década del ’80. El caso de Lynch, deplorable, incluyó devaneos político-amorosos alrededor de la figura del almirante Massera, que para algunos finalmente la empujaron al suicidio. Eso no se puede asegurar, pero sí que estaba muy cerca del olvido cívico después de haber sido una figura con cierto éxito mediático. Lo que no quita, parece estúpido decirlo, como si de una excusa se tratara, que La señora Ordóñez es una novela que, además de exitosa, se planteó narrar la ambiciosa saga del ascenso social en la Argentina. Porque estas mujeres eran escritoras ambiciosas. No se conformaban así nomás. Miren si no a la Bullrich. Olfato para los escenarios del dinero y el poder, ansias de ser Simone de Beauvoir; narradora de garra, discutidora. En los últimos años, y sin haberse acostado con ningún militar prominente, asumió al cuete la causa de la dictadura y llegó a las declaraciones más patéticas respecto de las Madres y los desaparecidos (“Debemos enterarnos de que las Madres de Plaza de Mayo renuevan su recorrido descontentas con las sentencias recaídas sobre los culpables de la desaparición de personas, algunas de las cuales van apareciendo en el terremoto de México, en un accidente de aviación o en una reunión de intelectuales en Barcelona”, escribió. “Insaciables señoras de pañuelos blancos que deberían ser más bien rojos”, calificó). Desde preclaros medios de la derecha peleó a capa y espada contra la política cultural de Alfonsín. Criticaba que se hablara de una “cultura democrática” y deploraba la “patota cultural”. En el fondo, estaba tremendamente despechada.

Beatriz Guido formó parte de esa patota cultural denunciada por Bullrich, ostentando un cargo de cierto rango (aunque también decorativo) en el gobierno de Alfonsín: agregada cultural de la embajada Argentina en España. No sería entonces por esta suerte de crepúsculo inevitable que les sobrevino a las otras escritoras con el advenimiento de la democracia, que se apagaría su estrella literaria. En parte estaba apagada porque no por nada la dictadura destruyó la industria editorial, de la que Beatriz Guido había sido una de las grandes animadoras.

Quizás haya otras razones para explicar su ausencia, razones más sutiles o más complejas que la relación automática entre la literatura y la esfera pública. De hecho, es posible que en definitiva la cuestión de género pese mucho en todo esto, en parte porque marcar filiaciones y herencias con escritoras mujeres es muy infrecuente. ¿Qué escritor varón citaría a una mujer como su gran marca, su influencia? En las listas de autores pesados de la literatura argentina, salvo Silvina Ocampo ¿cuántas son citadas? Y si algo faltaba, la literatura femenina de marca académica que empezaba a abrirse paso en los ’80 iba en dirección muy contraria a lo que dejaba traslucir Beatriz Guido en relación con la cuestión femenina.

En parte ella había adoptado la treta de las otras: masculinizarse. Pero en su caso, la decisión tuvo más fuertes consecuencias literarias. Mientras Bullrich publicaba un título como La mujer postergada y Lynch nominaba La señora Ordóñez, Beatriz Guido afirmaba rotundamente no hacer literatura femenina. “Las mujeres me leen con curiosidad porque yo les aporto el mundo de los hombres.” Quiso terciar en el universo narrativo de la política argentina, de los grandes ciclos históricos, pero poco se la tomó en cuenta a la hora de los balances del capítulo “literatura y política” (Viñas la llegó a incluir en la saga de “amos y criados” de Literatura y realidad política).

En fin. Hipótesis y conjeturas, eso son. En este y otros aniversarios de Beatriz Guido se la suele recordar entre imaginarios canapés y anécdotas propias de una mujer excéntrica, de encendida imaginación. Beatriz, la mentirosa impenitente, la dandy, la niña precoz, la esposa del simbiótico matrimonio con Babsy, la “medio pelo” que quería que Jauretche siguiera hablando de ella para vender más libros...

Sin negar todas sus facetas encantadoras como personaje público, quizá sea el momento, aprovechando la cifra redonda y la persistencia de ciertas ausencias, de empezar a pensarla también como una autora.

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Imagen: Gentileza Adriana Martínez Vivot
 
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