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Domingo, 6 de julio de 2008

Un águila guerrera

Hace diez años aparecía un libro originalísimo, tanto que aun hoy, con la reedición corregida y revisada, no se sabe muy bien si considerarla obra de ficción o no ficción. Lo cierto es que entre la historia, la novela y la crónica, Noticias secretas de América (Seix Barral) sigue siendo uno de los registros más audaces de la realidad continental, en especial la argentina. Anécdotas, humor negro, mucha violencia y heroísmo se derrochan en sus páginas. Eduardo Belgrano Rawson reconstruye en esta entrevista la génesis del libro y cómo lo evalúa a diez años, otra vez en la lucha.

 Por Angel Berlanga

Un aluvión de historias y la historia como un aluvión: eso es Noticias secretas de América, el descomunal libro de Eduardo Belgrano Rawson que, a exactos diez años de su publicación, se reedita ahora corregido y revisado. A él le gusta esta idea: que el lector abra el volumen en cualquiera de las 420 páginas y arranque desde ahí, como si el orden en el que cuenta no afectase el producto. “Una especie de Mil y una noches, al que le entrás por donde te da la gana” dice este escritor puntano en el bar La Paz. Y sí: como si hubiera un caminito trazado, una puerta, para entrar a un aluvión. En el mismo relato y sin diferenciación jerárquica, Belgrano Rawson metió al soldado raso y a la dama casi desconocida junto al general consagrado en avenidas y monumentos, a la batalla con el detalle del cotidiano, a la gran institución con el hombre común, a la educación con la música y la comida. Noticias secretas de América es lo opuesto al manual: no hay héroes ni fechas (apenas la de alguna carta), ni ideales impolutos, ni hipótesis prolijas y redonditas, ni higiene narrativa, ni pompa consagratoria. Y luego, o sobre todo, está el tono, una prosa muy ágil y expansiva cargada de registros de la conversación informal, que incluye hasta una inusual segunda persona que al comienzo le hace preguntar al lector: ¿a quién le habla el que narra? A vos. O a cualquiera. Acá y ahora. Que es, a la vez, allá atrás en el tiempo, en los orígenes del país. Sobre todo del país, porque más allá de lo continental del título y la diversidad de escenarios, las historias del libro se centran y/o pasan casi sin excepción en personajes y/o por territorios argentinos.

El relato va y viene sobre todo por el primer siglo que transcurrió tras la Revolución de Mayo, aunque tenga sus desbordes más acá o más allá en el tiempo. Acaso para rebajarles el bronce, a los próceres más próceres Belgrano Rawson los alude sólo por apodos: Belgrano es Cotorrita, San Martín es El Indio, Mitre es El Generalísimo, Rosas El Restaurador, el Almirante Brown es Bruno, Roca El Zorro, y así. Algunos rincones no demasiado enfocados de sus biografías se cruzan una y otra vez con las de otros no tan glorificados pero según muestra Belgrano Rawson, con historias tanto o más extraordinarias: ahí está la carga del coronel Estomba ya piantado contra un ejército de fantasmas; el general Necochea en manos de la Pepa Morgado, que le chupaba las heridas para curarlo; el fugaz reinado del andaluz Pedro Chamijo en el trono de los incas; los desempeños psiquiátricos de Ramos Mejía e Ingenieros; las andanzas de Butch Cassidy y Sundance Kid por San Luis; el cacique Yanketruz en la inauguración del Teatro Colón; Ceferino Namuncurá auspiciado por Humboldt ante el Vaticano. Corsarios, bandidos, maestras, putas, curas, médicos, políticos, niños, militares, asesinas, insurrectos, colonos: Belgrano Rawson los baraja y reparte sus historias con un ritmo que no para.

“Yo estaba demasiado engolosinado por la investigación periodística y me dejé estar en lo narrativo, en lo literario, así que ahora decidí ajustar eso y pasarlo al castellano”, exagera. Es curioso y a la vez significativo cómo eso que dice se conjuga con lo que consignan las contratapas de una y otra edición: la anterior dice novela y ésta dice crónica. Preguntarle por eso no lleva a ningún lado: a Belgrano Rawson no le interesa hablar sobre etiquetas de género en sus textos ni teorizar demasiado sobre ellos. “Creo que el libro está mejor contado –dice–. Sobre todo tiene que ver con la fluidez de la charla. A mí me gusta escribir como hablo, porque cuando lo digo me suena fenómeno, mejor que cuando lo escribo. El libro tiene un tono de charla de fogón y me interesaba que esa tensión narrativa no se perdiera en ningún tramo.”

Vayamos al origen: ¿qué se propuso al comienzo, cómo surgió la idea del libro?

–Hubo muchas mutaciones. Yo trabajaba como editor en una revista fotográfica que tenía una sección llamada “novela de la historia” y en determinado momento vi que era tan rico el material que podía hacer un libro que se iba a llamar Fotonovela: fotos como materia principal, acompañadas por epígrafes grandes, casi minirrelatos. No era el típico álbum de fotos históricas, que es aburrido en sí mismo, de esos que se tienen en mesitas ratonas para darles una mirada descuidada y cerrarlos lo más rápido posible. El tipo de fotos que estaba acumulando se salía del género.

¿Por ejemplo?

–Una de las que me fue llevando al proyecto mostraba una persona en un hospital, sentada en una camilla, de espaldas, sostenida por médicos. Había algo terriblemente misterioso en esa foto, y oscuro, y a poco me di cuenta de que esa persona estaba muerta. Era Amable Jones, el gobernador de San Juan, asesinado en la década del ’20. La foto salía del estereotipo. Fui juntando material. Por supuesto, me tuve que pegar una zambullida en archivos, para escribir los epígrafes de esas fotos. De ese desorden fotográfico surgió Noticias secretas. Poco a poco me metí en la trama de cada imagen y resultó tan apasionante esa búsqueda que un día me pareció que lo iba a convertir en texto. Pasó a ser, así, algo más original todavía: un álbum de fotos sin fotos. Por momentos, creo, el texto compone las imágenes que no están. Luego añadí otras historias que fui encontrando, aunque no partieran de imágenes. Pero creo que sin el pretexto del álbum jamás me hubiera zambullido en una cosa tan complicada desde lo narrativo.

Archivos: Belgrano Rawson anduvo por bibliotecas e instituciones de Buenos Aires y del interior, en la Universidad de Yale, el Instituto Iberoamericano de Berlín, el British Museum. “Llegó un momento en el que me resultó inmanejable el material –dice–. Leía toneladas de cosas diarias, apelaba al grabador. Leía al sesgo, por supuesto: lo que quedó, quedó. Y pasaba a otra cosa. Sin mayor rigor, porque en el fondo es evidente que en el mejor de los casos soy un contador público y no un investigador de nada.”

Tampoco relativice tanto: la investigación es importante.

–Es grande, sí. Ya con Fuegia me costó manejar el cúmulo de material, que al lado de esto no era nada. Pero buscaba un dato y me tenía que leer veinte libretitas. Para Noticias tuve que informatizar lo que tenía, pero a mitad de los ’90 todavía estábamos en la edad de piedra informática. Usé un programa que era una especie de agenda telefónica que se desplegaba en fichas: llegué a tener 20 mil de ésas. En un momento dije “pará, tu objetivo no es hacer un archivo pedorro”. Y, a la vez, vi que mientras hacía las fichas ya estaba escribiendo una especie de borrador.

Pero de este fichaje, en el libro, no quedan rastros. Belgrano Rawson dice que lo aluvional fue un objetivo explícito. “Busqué eso, sí: no dar respiro, que el lector no saque el culo de la butaca”, señala.

En cada uno de los cinco capítulos, sin embargo, predomina algún tema: la escuela y la enseñanza en “Un águila guerrera”; los estragos de la guerra sobre el cuerpo y la salud en “La calle del cariño botado”; los viajes en “El relámpago apurado”; la justicia y las leyes en “No hay derecho”; la decadencia y el final en “Waterloo”. “Aunque no haya entre el libro y el presente conexiones explícitas, son asuntos con enorme vigencia –dice Belgrano Rawson–. En Noticias secretas todo, todo el tiempo, está al margen de la ley, y la Argentina sigue y seguirá siendo un país así. La escuela es un tema que se trata todavía hoy de una manera tan hipócrita como en la época del virreinato. Cualquier cosa de ayer remite a hoy inmediatamente. Pero eso es un efecto no buscado: que la relación la haga quien la vea. Quien quiera oír, que oiga.”

La violencia atraviesa todo el libro y aparece, incluso, en los escasos tramos en los que cuenta del amor.

–La escena que más me gusta está al final de “No hay derecho”, esa pareja que está presa en el Cabildo, aunque no pueden verse ni tocarse, porque están separados. El sólo tiene un pendejo de su novia y lo conserva como un tesoro: todo el mundo se lo quiere robar. Un día, después de muchos años, los sacan por primera vez a la vereda para que vean pasar una procesión y pueden por fin acercarse y rozarse las manos. Ella le explica que está rezando, porque Dios va en la carroza, y él le contesta que si Dios fuera ahí ellos no podrían estar donde están. Es de las pocas escenas de amor que hay en el libro y la trabajé ahí: dos presos, que son la última mierda del mundo, torturados, olvidados.

“Yo creo que es, también, una novela sobre la caída del imperio español –dice–. Sobre el odio que les teníamos a los españoles acá. Un odio que, además, es único en América latina. En ninguna parte se los odió tanto, en ninguna parte la guerra fue tan feroz. En otros sitios eran más conciliadores, pero acá la guerra fue a exterminio. Y extrañamente, porque si hubo algo impopular acá fue la Revolución de Mayo. No les interesaba un carajo. Cuando Belgrano les hablaba, decían: ‘Pero qué mierda dice este tipo, que se deje de joder’.”

Es una novela sobre cómo contar a los héroes, también.

–Sobre todo cómo los héroes contaban a los héroes. Yo me detengo mucho en Iriarte, un general que escribió sus memorias en nueve tomos. No perdonaba a nadie. Decía que Güemes era un gaucho putañero, que nunca paró una avanzada, que se comía todas las invasiones españolas. Escribió durante años y años, en Montevideo. Eso lo leí todo. Pero insisto: fue una zambullida, me metí ahí para escribir el libro y nada más. Yo estoy muy lejos de la historia, abordé este libro con ojo y oído periodístico. Es una novela, una crónica. De hecho, cuando salió la vez pasada, algunos la ponían en ficción y otros en no ficción. La ficción llega hasta el punto en que no desnaturaliza lo real, siempre de manera accesoria y para cubrir sombras. Yo me limitaría a lo que hay, pero hay cosas que no están. Esto le puede interesar a algún crítico, pero a mí no. Yo quise escribir un libro así, como está. Que tenga 40 mil personajes y ninguno.

¿Por qué alude a los próceres por apodos?

–Surgió, no sé. El Indio era el nombre secreto, en clave, de San Martín. Rosas le decía Bruno a Brown: quién soy yo para llamarlo de otra manera. A Belgrano le decían así, Cotorrita: fue uno de los militares más despiadados que tuvo la Argentina. Estaqueaba hasta a los oficiales. No discuto sus valores morales. Era un militar improvisado, pero nadie perdía las batallas tan bien como él: sus ejércitos se retiraban ordenaditos, con bandera y banda de música a la cabeza.

LA HISTORIA ES UNA LUCHA

Belgrano Rawson asegura que no tiene opinión sobre tendencias literarias, que lee poco –apenas algo de ficción– y que ha perdido un poco “el viejo entusiasmo por la novela”. “Prefiero el periodismo si puedo desarrollarlo a mi modo, como relato –dice–. Yo he tenido berretines toda mi vida. En una época se me dio por navegar. Después me leí todo: creo que vivía en estado de novela. Veía el mundo a través de la novela. Pero también lo vi a través de los barcos, de los caballos. En algún momento no dormía con el caballo al lado de mi cama porque no me dejaban. Uno no tiene por qué tener toda la vida los mismos gustos. Tal vez pueda escribir cosas de gambeta corta, relatos para cine o video. Uno tiene que hacer cosas que lo entusiasmen, y honestamente no me veo escribiendo otra novela. Hay una serie de disparates en la cabeza que después se apagan. A mí la rutina me ahoga un poco. Y si hay algo rutinario, solitario y casi extravagante es sentarse cuatro años a escribir una novela.”

¿Por qué le fascina la guerra?

–No, la guerra no me fascina. Me resulta abominable.

Por eso me propuso hacer la entrevista en La Paz. El chiste es malo, pero inevitable.

–Claro, si me gustara la guerra te decía de ir a un lugar en el que te maten con la cuenta. Yo creo que, de algún modo, la guerra está presente todos los días. Es atávica en nosotros. Juntá cuatro argentinos a la mañana para solucionar un problema y a la tarde vas a tener cuatro problemas. Somos un país en estado de violencia latente, todo el tiempo. Yo simplemente cuento.

Sí, me refería más bien a fascinación literaria.

–Y, porque no podés contar Rosa de Miami, Cuba, si no es bajo la violencia norteamericana. Y no puede contarse nuestro pasado si no es bajo el foco de la violencia de guerra que sufrimos todo el tiempo. El otro día trabajaba en una crónica sobre Malvinas y pensaba que siempre me meto en esos lugares donde se llega a situaciones límite. Y no sé si hay situación límite mayor que la guerra. El personaje, ahí, decía: “Nadie vuelve de la guerra. Ni vivo ni muerto. No importa si sobreviviste”. Pero es cierto, la violencia está en todas mis novelas. Eso debe venir de algún lado.

Y vendría bien que lo diga para ponerlo en la entrevista.

–Pero necesitaríamos un psicólogo. Realmente, no sé. Para mí explicar el libro es mucho más jodido que escribirlo.

¿Qué relatos de guerra le gustaron?

–Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer. En su momento me fascinó, de alguna manera descubrí la guerra a partir de ese relato. Pero no sé si soportaría una relectura ahora, al cabo de tanto tiempo. Mailer me gustaba mucho. Me gustó una frase de Hemingway, que decía “hay que hablar de la guerra sin mencionarla jamás”. Me gustaba eso en su narrativa, pero no en sus libros sobre él en la guerra, porque siempre era el primer soldado que entró en París, y le encantaba que se murieran los demás. Johnny sacó su fusil, de Dalton Trumbo, también me gustó mucho. Y Partes de guerra, de Graciela Speranza y Fernando Cittadini: no es una novela, pero puede leerse como tal. No mucho más.

Y de las memorias que leyó para Noticias Secretas, ¿qué narradores lo atrajeron?

–El general Paz. Y Sarmiento. Cuentan muy bien, los dos.

¿Le parece bien seguir haciéndoles cantar a los niños “Oh juremos con gloria morir”?

–No, creo que no.

¿Así que le gusta “Aurora”, le parece una linda cosa?

–Es la primera canción que me emocionaba en la escuela. Sobre todo la melodía. Y creo que, en general, si hacés una encuesta, vas a encontrar que le gusta a mucha gente. El himno, en cambio, no creo que le guste a nadie. A Chabuca Granda le encantaba “Aurora”: “Ustedes tienen una canción maravillosa, “Alta en el cielo”.

Hay mucha ligazón entre patria y muerte, ¿no?

–Demasiada, sí. Bueno, el Himno de los Granaderos, que nos hacían cantar, dice: “Granadero es el soldado / que a la muerte va sonriente / alegre y triunfador”. ¿Cómo puede escribirse una cosa así? Sonriente, alegre y triunfador, como si fuera una propaganda de Gillette. Eso cantábamos, encantados, en la escuela.

El general Garmendia es un ejemplo de relato glorioso de la muerte.

–Le cortaron un brazo, nada más. “Sólo he perdido un brazo: la patria merecía mucho más. Las bolas, las dos piernas y los brazos.” Eso no lo podés creer. Capaz que lo decían en estado de shock. Porque si no te la pasás puteando toda la vida por el brazo que te cortaron. Tal vez la muerte y el heroísmo se experimentaban de otra manera. ¿Qué era el heroísmo entonces, qué es ahora? ¿Qué era el coraje entonces, qué es hoy? Esas cosas están en el libro.

La concepción de heroísmo y de coraje también cambió en los últimos años: sería distinta en su infancia que en la de los chicos que van al colegio hoy.

–Sí, por supuesto, creo que el pellejo se valora hoy más que ninguna otra cosa, y a costa de cualquier cosa. Tal vez un pibe que en los ’70 tomaba las armas tenía un tipo de evaluación distinta. Pero eso no es para mí, eso es para los interpretadores. Cuando escribo no me pongo a reflexionar demasiado, no es que me ponga a cavilar toda la tarde sobre el coraje y la gloria: yo cuento y va. Voy rápido a los bifes. Lo que acumulé hasta ese momento en la vida, va. Como decía Woody Allen, yo no sé ni manejar el control remoto.

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Imagen: Xavier Martin
 
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