libros

Domingo, 21 de septiembre de 2008

Por mano propia

 Por David Gates

Cuando me enteré de que David Foster Wallace, de apenas 46 años, se había colgado en su casa de California, abrí su obra maestra, Infinite Jest (La broma infinita), en cualquier página y me encontré con una escena en que un drogadicto en recuperación recuerda un momento de angustia existencial de su infancia. “Era un total horror psíquico: muerte, decadencia, disolución, espacio frío vacío negro malevolente solitario nulo. Era lo peor que alguna vez hubiera enfrentado... Entendí a nivel intuitivo por qué hay gente que se mata. Si tuviera que sentir lo que sentía por un tiempo, seguro que me mato.” Seguramente vamos a encontrar más y más claves como ésta en su obra: algunos escritores –como Hemingway– parecen pasar años escribiendo su carta de suicidio justo bajo nuestras narices. En el último libro de Wallace, Extinción, el atormentado protagonista de “El neón de siempre” es un publicitario que se sintió toda la vida un fraude –y era amigo de chico de un tal David Wallace– y se llena de antihistamínicos antes de estrellar el auto contra el terraplén de un puente. Y también en el discurso que hizo en Kenyon College para la graduación de 2005, cuando sacó de la nada que “hay una vieja frase que dice que la mente es un excelente sirviente pero un terrible amo... no es en absoluto una coincidencia que tantos adultos que se pegan un tiro lo hagan siempre en la cabeza. Le pegan un tiro al amo terrible. La verdad es que la mayoría de esos suicidas ya están muertos mucho antes de tirar del gatillo”.

Falta para que estas “pistas” aparentes dejen de brillar como neones en la obra de Wallace. Su obra va a sobrevivir los detalles morbosos de su muerte. En el futuro, nadie podrá descartarlas como los síntomas de un caso de depresión: la angustia a la que dio forma artística es demasiado real y universal. Es cierto que Wallace era un caso de depresión, pero de la misma manera en que todos somos un caso: encerrados en nuestros cráneos y aislados de los demás, vivimos en mundos y más mundos de indominables, apiñadas sensaciones, emociones, actitudes, opiniones y –esa palabra de neutralidad que asusta– información. “Lo que nos pasa por adentro –escribió Wallace en “El neón de siempre”– es simplemente demasiado rápido y demasiado grande y todo interconectado como para que las palabras puedan más que formar el más burdo boceto de una partecita ínfima en un momento dado.” El título de Infinite Jest recuerda a Hamlet con la calavera –la de Yorick, “a fellow of infinite jest”, el bufón de la broma infinita– y el proyecto literario de Wallace era sacar un poco de ese infinito afuera para que pudiéramos verlo y oírlo. Esto explica sus notas al pie y sus colofones, sus digresiones dentro de digresiones y su compulsivo, agotador detallismo. Como el narrador de “El neón de siempre”, le parecía “torpe y trabajoso... transmitir hasta el menor aspecto”, por lo que su obra se hinchaba y forzaba sus límites prácticos. Un ensayo de 2001 en la revista Harper’s –sobre el abuso de la lengua inglesa en EE.UU.– llegaba a las 17.000 palabras y Rolling Stone le cortó la mitad de su épica nota sobre la campaña presidencial de McCain en el 2000. (La nota, incluida en Hablemos de langostas, apareció este año sola en el libro McCain’s Promise: Aboard de Straight Talk Express With John McCain and a Whole Bunch of Actual Reporters, Thinking About Hope). Infinite Jest tiene 1079 páginas y las últimas 96 tienen 388 notas al pie. Fue a la vez un espléndido, generoso chorro y un intento frenético de contener la inundación.

Claro que Wallace también se pavoneaba con su casi infinita erudición –¿había algo que no supiera, de tenis a terrorismo?– pero en un sentido de lo más humano: “Supongo que buena parte del sentido de la ficción seria –dijo en una entrevista en 1993– es darle al lector, que como todos nosotros está como naufragado en su cabeza, acceso imaginario a otras personas”. Los últimos trabajos de Wallace, en particular las historias en Extinción, eran más oscuras que Infinite Jest, su segunda novela, que pese a ser un libro acelerado tiene sus raíces en la angustia y el pánico. Su premisa central es que hay una película –que se llama, por supuesto, Infinite Jest– que es tan mortalmente entretenida que deja a sus espectadores catatónicos: literalmente se entretienen a muerte. La aceleración de la novela lleva a la histeria: son más de mil páginas de luchan entre el impulso ordenador del autor y el “amo terrible” de la conciencia descontrolada, sin límites, incallable. Wallace encontraba un valor artístico y moral en el simple registro de su angustia: “Dado que una parte ineludible del ser humano es sufrir, parte de lo que nos lleva al arte es la experiencia del sufrimiento, siempre un sufrimiento vicario... En el mundo real todos sufrimos a solas, la empatía de verdad es imposible. Pero si una pieza de ficción nos permite identificarnos con el sufrimiento de un personaje, podremos con más facilidad imaginar que otros se identifiquen con el nuestro. Esto alimenta, redime, nos deja menos solos en nuestro interior”. Wallace dijo una vez que el filósofo del lenguaje Ludwig Wittgenstein –uno de los pensadores más inquietantes que hayan existido– era un artista porque “se dio cuenta de que ninguna conclusión puede ser peor que el solipsismo”.

Sospecho que Wallace fue un genio que también fue un escritor más que un escritor que también fue un genio –como, por ejemplo, fue Hemingway–. Uno no puede imaginar a Hemingway escribiendo un ensayo titulado Todo y Más: Una Historia Compacta del Infinito (2004) o ganando un premio universitario con un ensayo sobre lógica nodal, sea lo que sea, o entrando a Harvard para un posgrado luego de publicar su primera novela, The Broom of the System en 1987 y con buenas reseñas, y todo esto después de obtener un primer título en artes en la universidad de Arizona. Wallace y Hemingway fueron ambos periodistas, pero el segundo era un observador y el primero un explorador. En sus piezas de no ficción Wallace se sumergió en los universos miniatura de los cruceros de placer, la Feria Rural de Iowa, la industria porno, el Abierto de Tenis y la Fiesta de la Langosta de Maine. Esa nota, “Hablemos de langostas”, le debe haber costado algunas canas a la editora de la revista Gourmet, Ruth Reichl: Wallace hablaba más que nada de la incómoda cuestión de “si es correcto hervir viva a una criatura consciente para lograr un cierto placer gustativo” dado que “las langostas pueden sufrir y preferirían no hacerlo”. Wallace dijo después que escribir una pieza así para un público gourmet fue “otra instancia de mi extraña autodestructividad”.

El escritor que también resulta un genio –el arquetipo es Shakespeare– está enamorado de sus palabras, su historia y su gente. Wallace, el arquetipo contrario, sabía mucho de palabras, de historias y personas, como cualquier escritor, pero guardaba su amor para las ideas sobre ellos. Si el analítico Hamlet hubiera sido un escritor, hubiera escrito más como Wallace que como Shakespeare. Hamlet dice que “podría estar encerrado en una nuez pero considerarme el rey de un espacio infinito, si no fuera porque tengo pesadillas”, una oración que Wallace hubiera adorado. La autorreferencia enciclopédica de Wallace hizo de su prosa, en los mejores momentos, una maravilla de la vida literaria, y en los peores algo casi ilegible. En su reciente libro Cómo funciona la ficción, el crítico James Wood le admite a Wallace la seriedad de su propósito: “Su ficción sigue una aguda discusión sobre la descomposición del lenguaje en América y no teme descomponer –y desarmar– su propio estilo para hacernos vivir con él esta América lingüística”. Pero, dice Wood, al mediar el lunfardo “barato, vulgar, aburrido” de nuestra época, la última prosa de Wallace a veces resulta indistinguible de lo que parodia. Hasta el mucho más amistoso crítico Wyatt Mason concluye, en su reseña de Extinción para la London Review of Books, que “Wallace tiene derecho a escribir un gran libro que sólo puede leer gente como él” pero “no sería la peor de las ideas que, la próxima vez, cuando la gran novela número tres caiga al mundo, resulte que va más profundo, busca más y encuentra una manera más generosa de hacerse oír”.

Nunca veremos esa tercera novela, por lo que tendremos que tomar la carrera de Wallace como lo que es hoy. ¿Alcanza? No. ¿Alcanzaría alguna vez? El buscó vaciar el infinito que contenía, una empresa heroica e imposible. “¿Qué si resulta que todos los infinitamente densos y cambiantes mundos que tenemos adentro en cada momento de nuestras vidas pueden de alguna manera ser abiertos después, después de que lo que uno concibe como uno se muere?”, dice el narrador de “El neón de siempre” en sus últimos momentos, “porque ¿qué si resulta que a partir de entonces cada momento es un mar infinito o un infinito pasaje del tiempo en el que expresarlo o transmitirlo...?”. Es la versión literaria del éxtasis beatífico, y suena a mucho trabajo. “El resto es silencio”, dice Hamlet al morir. Pero Wallace no era un quietista: al menos en su obra, nunca paró de pelearle al “amo terrible” en su propia cabeza. Hasta más allá de su vida, parece que encontraba al silencio inimaginable.

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