libros

Domingo, 13 de octubre de 2002

Otras voces,otros ámbitos

La expectativa por las Memorias de Gabriel García Márquez, cuyo primer tomo, Vivir para contarla, acaba de ser distribuido, se reflejó en la prensa del mundo hispanoparlante, que multiplicó los testimonios sobre la vida y la obra del autor. A continuación, algunos extractos de los artículos publicados la semana pasada en la revista Cambio.

Postales de una vida
Por Plinio Apuleyo Mendoza
Recuerdo haber leído un solo capítulo de estas memorias, publicado adrede en los principales diarios del mundo. Gabo somete casi siempre a prueba lo suyo. Hace de esta manera un discreto o tal vez indiscreto sondeo esperando ante todo la reacción de algunos amigos suyos, que siempre fuimos sus primeros lectores. A mí, aquel capítulo donde aparece el Gabo pobre y todavía a la deriva que algunos conocimos más de 50 años atrás, aquel Gabo, digo, regresando con su madre, luego de muchos años, a Aracataca, el Macondo de su infancia, en una destartalada lancha de motor que avanza en el sofoco de la noche tropical por los caños abiertos entre una maraña de manglares hasta llegar a la Ciénaga Grande, me conmovió profundamente. Iban a vender la casa de los abuelos, la misma de los Buendía, y todo estaba impregnado de pobreza y nostalgia. Cada línea, cada párrafo. Era un domingo, recuerdo. Tomé un teléfono. Lo llamé a México. Le dije lo que pensaba del capítulo con una emoción que a él mismo le puso un nudo en la garganta. “Ahora sí te tocó contar la verdad de todo lo tuyo y, por lo que veo, es aún mejor que lo que inventas”, le dije. “¿Sabes una cosa?”, me contestó con una voz ronca, turbada, como si debiese dejar al descubierto un secreto largo tiempo retenido, “yo no sabía si continuar o no con esta vaina, porque nunca he tenido la costumbre de escribir un relato en primera persona y no con fábulas sino con la pura y cruda realidad; me parecía algo ridículo, propio de otro siglo. Pero ahora lo sé...” La voz pareció ahogársele. “Carajo, te cuelgo el teléfono porque no puedo seguir hablando”.

Un gesto basta para entendernos
Por Carmen Balcells *
La dedicatoria “A Carmen, bañada en lágrimas...” aparece en los ejemplares de Del amor y otros demonios, pero su origen tuvo lugar con otra obra suya, El otoño del patriarca. La portada de la primera edición fue un horror, y los ejemplares se desencuadernaban. Lloré tanto, que Gabo me escribió esa dedicatoria en el primer ejemplar para consolarme.
Cada vez que leo un nuevo manuscrito de Gabo, siempre tengo la sensación de que sube el listón. La versión final de las Memorias aún no la heleído. Solo he leído el manuscrito completo de hace un año, y en este tiempo, he hecho muchísimas lecturas fragmentadas, durante el proceso de producción del libro. Cuando esté en la calle, con un mínimo de erratas, y una vez recuperada de los varios sobresaltos que acompañan a una edición de esta envergadura e importancia, me encerraré tres días en mi casa y lo leeré completo como una liturgia.

* Agente literario de García Márquez.

La grandeza del reportero
Por Ryszard Kapuscinski
En mi país, Polonia, Gabriel García Márquez es un mito. Desde hace años tiene vastas filas de admiradores y sus libros se venden en grandes cantidades. Me pregunto de dónde viene su enorme popularidad. Creo que del profundo humanismo de su literatura, de ese clima, de esas atmósferas que existen en todos sus libros. A los jóvenes les atrae el romanticismo de sus historias; a los mayores, su profunda y a veces triste reflexión sobre la vida, sobre la gente, sobre el mundo en que vivimos. En Polonia es una especie de gurú, alguien que pinta modelos de cómo vivir y cómo pensar. Incluso hay lectores que se dedican a su obra ciento por ciento, que preguntan si ha llegado algo nuevo del colombiano a las librerías. Lectores entusiastas con la esperanza de escuchar de nuevo esta voz tan única y especial para ellos. García Márquez ha logrado el sueño de todo escritor: que sus textos sean considerados sagrados, indispensables para vivir.
El mapa del emperador de América latina
Por Tomás Eloy Martínez
Siempre imaginé que las Memorias de García Márquez se parecerían al mapa del imperio que Borges describe en uno de sus textos apócrifos: un mapa tan dilatado y minucioso que tiene el exacto tamaño de ese imperio. Las pocas páginas de las Memorias que he leído confirman que son igualmente vastas: no por su extensión –lo que las tornaría ilegibles– sino por los significados, que se abren a cada paso como afluentes de un río infinito.
Habrá que esperar años, quizá, para que García Márquez complete los volúmenes de autobiografía que aún le faltan, si acaso ha decidido escribirlos.

A la sombra de Rulfo
Por Carlos Fuentes
Lo conocí antes de conocerlo, una noche de los años 50 en la que Alvaro Mutis puso en mis manos La hojarasca. “Esto es lo mejor que ha salido”, me dijo. Recuerdo que en la tapa del libro leí el nombre de un escritor que en esos momentos era poco conocido en México. Recuerdo también que devoré el volumen con avidez y sentí una admiración instantánea –e incluso una suerte de afecto– por la calidad literaria de su autor, al que a partir de entonces comencé a referirme como “el colombiano Gabriel García Márquez”. En aquellos años acababa de fundar la Revista Mexicana de Literatura junto con Octavio Paz y Emmanuel Carballo. Mi primer impulso consistió en pedirle a Jorge Gaitán Durán, que dirigía la revista colombiana Mito, autorización para reproducir en México dos textos de mi admirado escritor ausente. Se trataba del Monólogo de “Isabel viendo llover en Macondo” y “Los funerales de la mama grande”. Luego vino lo que se llama en teatro un telón; terminó el primer acto de lo que iba a ser una amistad ininterrumpida a lo largo de medio siglo.
En 1962, por fin nos dimos la mano. Yo acababa de regresar de Europa y había ido a visitar, en sus siniestras oficinas de la calle de Córdoba –una casona que Gabo y yo rápidamente denominamos El castillo de Drácula– al productor Manuel Barbachano. Creo que fue ahí, en la sala de proyecciones de Telerevista, donde Mutis nos presentó. En todo caso la amistad fue instantánea: tomábamos café, cantábamos boleros, íbamos juntos a fiestas, discutíamos de literatura, organizábamos arrebatadas reuniones dominicales (a las que venían tantos escritores, pintores, políticos, vedettes y cantantes que un día el piso de la casa se hundió), y luego, al correr de los meses, trabajamos juntos en guiones de cine. En 1964, por ejemplo, hicimos el guión de El gallo de oro, adaptación de un cuento de Rulfo. Fue una experiencia que mezcló la eternidad con la desesperación. Nos sentábamos muy temprano a escribir el guión. De pronto Gabo decía: “Carlos, creo que el adjetivo para describir la puerta de la hacienda no es correcto”. La mañana se nos iba en buscar el adjetivo correcto. En la tarde volvía a decirme: “Carlos, ¿qué opinas de este punto y coma?” Ahí mismo nos dimos cuenta de que estábamos escribiendo literatura y no cine, y nos convencimos de que nuestro destino estaba en los libros, no en el celuloide.

Y, ahora, un clásico
Por Alvaro Mutis
Acabo de leer la autobiografía de Gabriel que tiene el único posible y justo título de Vivir para contarla. A medida que fui avanzando en esta lectura, mi asombro iba creciendo, porque a cada páginaque leía, más firme se hacía mi certeza de que estaba recorriendo las páginas de un clásico.
¿Por qué clásico? Porque el lector va tomando conciencia a medida que avanza en la obra de que el tiempo no podrá ejercer su trabajo acostumbrado de marginación y olvido, y el libro vivirá siempre un intacto presente.
Uno de los aspectos que más profundamente me marcaron en esta lectura fue ver cómo el escritor avezado y maduro en el ejercicio de la narración que es García Márquez jamás interfiere en los pasos de la vida que va narrando. El niño que nos presenta vive su propia vida y descubre su mundo como niño. Así sucede luego con el joven adolescente, con el estudiante y con el escritor que va cumpliendo su destino.
Estamos hombro con hombro con cada uno de ellos, y nos damos cuenta, al final, de que hemos participado plenamente en una vida que se narró sin juegos de ingenio, sin malicias de estilo y en forma llana, con los tropiezos amargos o felices sorpresas que nos reservan los años. El talento del escritor se manifiesta en que en ningún momento intenta pasarse de listo en esta visión directa y desnuda de una vida.

Otoño en Praga
Por Milan Kundera
Era el otoño de 1968, tres meses después de que el ejército ruso ocupó Checoslovaquia. Fue entonces cuando vinieron a Praga, invitados por la Unión de Escritores, tres novelistas latinoamericanos: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Vinieron discretamente, en su calidad de escritores. Para ver. Para comprender. Para alentar a sus colegas checos. Pasé con ellos una semana inolvidable. Nos hicimos amigos. Y justo después de su partida pude leer, todavía en pruebas de imprenta, la traducción checa de Cien años de soledad.
Fue el primer libro de Gabo que leí. Y quedé deslumbrado: pensé en el anatema que el surrealismo había lanzado sobre el arte de la novela al que había estigmatizado como antipoético, y cerrado por completo a la libre imaginación. Y resulta que la novela de García Márquez no era más que eso: imaginación libre. Una de las más grandes obras de la poesía que conozco, en cada una de cuyas frases brillaba la fantasía, y cada una era una sorpresa, maravillosamente: una respuesta contundente al menosprecio por la novela proclamado en el Manifiesto del Surrealismo (Y al mismo tiempo un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a su aliento de un extremo al otro del siglo).


La novela de sus recuerdos
Por Fidel Castro
A Gabo lo conozco desde siempre, y la primera vez pudo ser en cualquiera de esos instantes o territorios de la frondosa geografíapoética garciamarquesiana. Como él mismo confesó, lleva sobre su conciencia el haberme iniciado y mantenerme al día en “la adicción de los best-sellers de consumo rápido, como método de purificación contra los documentos oficiales”. A lo que habría que agregar su responsabilidad al convencerme no sólo de que en mi próxima reencarnación querría ser escritor, sino que además querría serlo como Gabriel García Márquez, con ese obstinado y persistente detallismo en que apoya, como en una piedra filosofal, toda la credibilidad de sus deslumbrantes exageraciones. En una oportunidad llegó a aseverar que me había tomado dieciocho bolas de helado, lo cual, como es de suponer, protesté con la mayor energía posible.
Ahora aparece Gabo por Gabo con la publicación de su autobiografía, es decir, la novela de sus recuerdos, una obra que imagino de nostalgia por el trueno de las cuatro de la tarde, que era el instante de relámpago y magia que su madre Luisa Santiaga Márquez Iguarán echaba de menos lejos de Aracataca, la aldea sin empedrar, de torrenciales aguaceros eternos, hábitos de alquimia y telégrafo y amores turbulentos y sensacionales que poblarían Macondo, el pequeño pueblo de las páginas de cien años solitarios con todo el polvo y el hechizo de Aracataca. De Gabo siempre me han llegado cuartillas aún en preparación, por el gesto generoso y de sencillez con que siempre me envía, al igual que a otros a quienes mucho aprecia, los borradores de sus libros, como prueba de nuestra vieja y entrañable amistad. Esta vez hace una entrega de sí mismo con sinceridad, candor y vehemencia, que le develan como lo que es, un hombre con bondad de niño y talento cósmico, un hombre de mañana, al que agradecemos haber vivido esa vida para contarla.

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