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Domingo, 7 de diciembre de 2008

De tripas corazón

Entre Foucault y La condesa sangrienta, una perturbadora nouvelle revela la monstruosidad que prefiguró la Primera Guerra Mundial.

 Por Mariana Enriquez

El vampiro de Ropraz
Jacques Chessex

Anagrama
91 páginas

Es una región de lobos y de abandono a principios del siglo XX, mal comunicada por transporte público, a dos horas de Lausanne, encaramada en lo alto de una cuesta sobre la carretera de Berna, rodeada de bosques de abetos opacos. Viviendas a menudo diseminadas en desiertos circundados de árboles sombríos, pueblos estrechos de casas bajas. Las ideas no circulan, la tradición pesa, se desconoce la higiene moderna. Avaricia, crueldad, superstición, no estamos lejos de la frontera de Friburgo, donde abunda la brujería.” Así comienza El vampiro de Ropraz, una nouvelle del escritor suizo Jacques Chessex, autor de 74 años de edad y extensa obra que incluye novelas, ensayos y especialmente poesía. Y este comienzo recuerda a otro libro publicado en 1962 con la que El vampiro de Ropraz tiene bastante en común: La condesa sangrienta, de la poeta francesa Valentine Penrose. Comenzaba así: “Eran los tiempos en que la cincoenrama poseía aún todo su poder, en que en las tiendas de las ciudades se vendían mandrágoras cogidas de noche al pie de los patíbulos. Los tiempos en que niños y vírgenes desaparecían sin que nadie se esforzara en buscarlos: más valía no tener nada que ver con su mala fortuna. Pero, ¿qué se había hecho con su corazón, con su sangre? Filtros, u oro quizá. Y ello en el país más salvaje de la Europa feudal, donde los señores negros y rojos tenían que guerrear sin tregua con los resplandecientes turcos”.

¿Y qué tienen en común ambos libros? En primer lugar, que ambos se basan en un caso real: el de Penrose, en la historia de Elizabeth Báthory, la condesa húngara que entre los siglos XVI y XVII asesinó a 650 jóvenes para bañarse en su sangre. El de Chessex, en el caso de Charles-Augustin Favez, de veintiún años, alcohólico, niño abusado y criminal sexual, que en 1903 habría desenterrado, violado y comido los cuerpos de adolescentes muertas en la localidad de Ropraz. Tanto Chessex como Penrose son poetas, y su acopio minucioso de información le dan una forma lejana a la crónica y cercana al poema en prosa. Y a pesar de que hay más de 40 años entre ambas obras y cuatro siglos entre ambos casos hay una preocupación común: las fuerzas oscuras en el seno de Europa, acechantes, aquietadas por un barniz civilizado pero siempre inquietas y furiosas allí en lo profundo. Fuerzas que no sólo encarnan en el criminal elegido, sino en toda la sociedad que lo rodea y que, de alguna manera, lo crea.

Chessex cuenta el caso de Pavez con gran belleza y con morbidez, con gusto por el detalle espantoso. A Rosa, la joven muerta de meningitis y violentada en su tumba en el pueblo campesino de Ropraz, “le han cortado el sexo y se lo han desgajado, masticado, mordisqueado... Los intestinos cuelgan fuera de la caja. El corazón ha desaparecido”. El sospechoso y acusado de la profanación resulta ser un abandonado, un alcohólico con problemas sexuales que es encontrado cuando está teniendo sexo con una vaca. Los expertos de la época creían, según se desprende de lo que refiere Chessex, que “era un personaje que tenía más de víctima del ruralismo miserable que de verdugo de una sociedad”. Pero la sociedad y la Justicia no dudaron en depositarle todos sus terrores. Promediando la novela, aparece un personaje misterioso, una mujer que le paga al carcelero y visita al acusado en su celda para entregarse a sesiones de sexo. Como en La condesa sangrienta, la perversión sexual y la demencia empantanan una historia tenebrosa: “La mujer se acerca para tocarle, toma en su boca la boca del vampiro: ‘¿Jugabas cuando eras pequeño, Charles Augustin? ¿Te destetaron demasiado pronto? Los animales no alimentados por su madre no saben jugar. Enseguida arañan para herir. Muerden para matar. Tú nunca has jugado. Eras un niño vampiro. Un niño asesino. Pero yo te quiero”.

Los registros del juicio, que se incluyen tal como sucedía con el juicio a Elizabeth Báthory incluido en La condesa sangrienta parece la crónica de la exposición ante la corte de un asesino serial actual, y tiene reminiscencias del criminal ruso Andrei Chikatilo: es asombroso cuánto se parecen los monstruos humanos nacidos de sociedades que, acorraladas, revelan sus vientres igualmente monstruosos. De hecho, el vampiro escapará de su encierro en un hospital psiquiátrico en 1915 para terminar sus días en otro gran baño de sangre que sus supuestos crímenes parecen prefigurar: la Primera Guerra Mundial. Esa contemporaneidad estremecedora y esa relevancia vuelven inolvidable esta perturbadora nouvelle.

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