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Domingo, 14 de junio de 2009

La novela de Borges

A diferencia del hijo, el padre escribió una novela. El Caudillo aún hoy despierta una ambigua fascinación no sólo por la filiación de los Borges, sino por tratarse de una historia romántica que parece contener destellos de su propia parodia.

 Por Alejandro Soifer

El Caudillo
Jorge Guillermo Borges

Mansalva
130 páginas

¿Quién dijo que Borges nunca escribió una novela? ¿Qué es entonces El Caudillo? Antes de mandar a reescribir los manuales de literatura argentina, hay que aclarar que la novela referida no la escribió Jorge Luis Borges sino Jorge Guillermo Borges, su padre.

El Borges padre se recibió de abogado pero no ejerció, tuvo una biblioteca llena de libros ingleses (y esto lo sabemos por el relato de su hijo), coqueteó con el anarquismo individualista (al punto de planificar fundar una comuna en el Paraguay) y fue amigo de Macedonio Fernández, una amistad que le legó a Jorge Luis. Su novela El Caudillo es una curiosidad histórica. Tuvo la atenta mirada del Borges que ya conocemos, quien ayudó en su corrección y en su publicación original en 1921. Mansalva ha reeditado el texto que, aunque parezca poco probable, se sostiene como lectura a pesar del paso del tiempo.

Inserta en una tendencia literaria criollista típica de la época que será retomada por Jorge Luis en sus cuentos y poemas de malevos y orilleros (y en especial en Evaristo Carriego), la novela genera sensaciones ambiguas en el lector que lo llevan a pensar que, probablemente, un texto así podría haber sido su novela nunca escrita.

Al mismo tiempo es un texto bastante peculiar. La historia de un caudillo entrerriano de los años posteriores a la caída de Rosas parece la excusa para el desarrollo de una novela que escapa a algunos de los tópicos del género, al punto que estira las situaciones y la narración de modo tal que por momentos parece una parodia.

Así, la estructura clásica de esos dramitas de provincia con tintes de romanticismo (con sus loas a la vida campesina y su ataque a las instituciones del Estado) reproduce con bastante fidelidad las enseñanzas de la escuela realista, pero introduciendo algunos desvíos que desarman lo esperable. Por ejemplo, el narrador se permite cuestionar de a ratos el orden social que imponía a las mujeres un rol prácticamente de muebles en la organización familiar, divagar sobre aspectos filosóficos del azar (y aquí es donde uno se pregunta hasta qué punto no influyó la pluma de Borges hijo en la corrección o si el proceso fue inverso) y un pasaje donde un personaje se permite el cuestionamiento acerca de la costumbre de la época por la cual los hijos de las familias acomodadas hacían su viaje iniciático a París: “Ese muchacho, los otros días cuando estuvo, salió contándome de París y con la bobada de que allá hace frío en el invierno y había visto nieve. Yo no sé para qué viajan, ni un cumplido, ni una frase amable y dale que te dale con sus bulevares, como si no tuviéramos aquí árboles y gente bien vestida”.

No es tampoco casual el tono burlón y negativo hacia este tipo de práctica de iniciación: la forma de vida en la estancia, sencilla y semifeudal, aparece retratada con un guiño de simpatía por el narrador que no ahorra digresiones un tanto exaltadas respecto de los inmigrantes, la inmigración y las ideas europeas, que estaban en plena vigencia en la época en la que transcurre el relato y en activa puesta en práctica (y por lo tanto generando una gran tensión social) en el tiempo en que el texto fue escrito. Cierta melancolía por el pasado perdido y un destino trágico encarnan finalmente en el Caudillo, quien en su caracterización recuerda al clásico relato de dictadores Tirano Banderas de Ramón del Valle Inclán, que dominaba, al igual que el de la novela de Borges, a sus súbditos desde la terraza de su casa.

Esta figura de transición en una época en la que el sistema del dominio de caudillaje empezaba a resquebrajarse, representa los valores de una tradición en declive y sus atributos distan mucho de la “Barbarie” cruel con la que la historia liberal los supo retratar. En cambio es la encarnación de ese espíritu del interior que se alza todavía (junto con las últimas rebeliones de López Jordán) como una resistencia a las ideas y tendencias políticas que triunfaron, pero al mismo tiempo es un ser razonable y contrario a los movimientos puramente destructivos que, según entiende, poco aportan al mantenimiento de ese estilo de vida. Enfrente está el vecino Dubois, “el hijo del francés” que tiene su propia biblioteca de clásicos del Iluminismo en la estancia de su padre, que iniciará, sin quererlo demasiado, una relación con la hija del Caudillo y que desembocará en una tragedia de redención ficcional del sistema declinante del caudillismo.

De este modo, el relato interviene desde variadas arterias que lo cimentan, no sólo por la identidad de su autor sino por las ideas y las formas en que las conduce, como una verdadera rara avis de nuestra literatura.

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