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Domingo, 5 de julio de 2009

Mujeres al borde

La publicación de La mujer desnuda en 1950 en Uruguay fue un verdadero escándalo de erotismo y y transgresión moral en un conservador medio cultural. Y a su modo también fue el punto de partida para la creación de un mito oriental: Armonía Somers.

 Por Juan Pablo Bertazza

Hay primeros libros que, en rigor, no existen: por vergüenza o desilusión son borrados de la bibliografía oficial hasta quedar sepultados en un limbo, en un laboratorio inexpugnable del que sólo nos llegan rumores. Otros primeros libros son sólo eso: puntos de partida, iniciadores de obras que los sobrepasan y, muchas veces, los olvidan aunque sin llegar a negarlos del todo. Pero hay algunos primeros libros que son, en cierta forma, también los últimos y los del medio; primeros libros que surcan y escriben con sangre el futuro de una obra, por más que muchos otros libros los continúen, por más que entre esos libros subsiguientes se encuentre, incluso, eso que llamamos obra maestra.

La mujer desnuda, primera novela de la escritora uruguaya Armonía Liropeya Etchepare Locino, corresponde, sin lugar a dudas, al último grupo. Publicada originalmente en 1950, su rarísima combinación de erotismo, transgresión moral y profundo misterio generó un esperable escándalo entre los popes encorsetados de la literatura uruguaya, tan esperable que su autora decidió publicarla bajo el seudónimo con el que finalmente se haría conocida, Armonía Somers, que, en su momento, fue adjudicado a distintas mujeres, a distintos hombres e incluso a grupos enteros de escritores, especialmente vanguardistas. Pero además de un nombre, esta novela inclasificable –aunque es una lástima que esa palabra se aplique, hoy, absolutamente a todo– no sólo fijó en su autora un estilo y una voz que tensaría al máximo en su célebre Sólo los elefantes encuentran mandrágora (1986) sino que impregnó, además, su propia vida de muchísima fuga, singularidad y extrañeza: desde haber contraído esa tan poco frecuente enfermedad que, para colmo, se da casi siempre en hombres –el quilotórax–- hasta haberse negado sistemáticamente a ser fotografiada, en una actitud hermética que sólo aplacó durante los últimos años de vida. Por semejante influencia, más allá de lo esperable en términos cronológicos, resulta muy acertado que la reedición que de su obra se propone El Cuenco de Plata empiece desde el principio y, al mismo tiempo, desde el final, es decir, desde La mujer desnuda.

Rebeca Linke es una especie de nombre ancla a partir del cual la novela va sumergiéndose en el complejo universo de una mujer fatal pero vulnerable, sublime pero mundana y, sobre todo, plagada de seudónimos: Judith, Semíramis, Magdala y casi todos los nombres sin reverso porque “las hembras no deben llevar nombres que volviéndoles una letra sean de varón”. Ella, siguiendo con el curso onomástico, recorre un itinerario universal que empieza en Eva y termina, un poco, en Ofelia. Apenas cumple los treinta años, obsesionada por la idea de la nada “que siempre es algo”, lleva a cabo una idea fantástica, irrealizable –cortarse su propia cabeza– que dará como resultado una consecuencia real, verosímil pero incluso aún más perturbadora: pasearse desnuda en un bosque sin nombre. Al verla, cada uno de sus habitantes –entre los cuales se encuentran un par de gemelos tan perversos como imbéciles y un sacerdote arrepentido de haber postergado su verdadera vocación–, irán enfrentándose con sus propios límites, con su propia cárcel. Con sentido inverso pero idéntico resultado al de la fábula de El conde Lucanor sobre el rey que se paseaba desnudo, lo que evidencia su exhibicionismo es la hipocresía y la terrible represión de un pueblo, exquisitamente metaforizadas en la proliferación de casas de madera entre las cuales un simple fósforo bastaría para causar un incendio en cadena. Aunque tal vez sin la profundidad de Marosa di Giorgio (autora con la que, por otro lado, resulta sumamente comparable), Somers le agrega a su erotismo una pizca gótica que acaso provenga de haberse especializado en criminalidad juvenil durante su desempeño como pedagoga.

Lo seguro es que el mayor logro de esta novela reside en materializar la carga erótica no tanto desde la acción sino desde el lenguaje mismo, haciendo uso de una especie de literatura de aproximación, donde muy poco se nombra, muy poco se explicita, y todo aparece rodeado, cercado por metáforas y comparaciones tan insólitas como originales que muchas veces desorientan. Con una escritura en la que el estilo parece estar en juego hasta en los más ínfimos detalles (de hecho esa palabra, estilo, abunda en contextos rarísimos), Armonía Somers es, sin dudas, una personalidad ineludible dentro de ese canon de escritoras mujeres –Duras, Lispector, Barnes– que, hasta hace no mucho tiempo, eran una excepción; una escritora, en definitiva, a la que podría aplicarse una de las pocas frases que definen a la mujer plural y fragmentada de esta novela: “había una sola cosa cierta: ella era tan real como su pedazo de uña, pero inhallable”.

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