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Domingo, 17 de febrero de 2002

El profeta del horror

“El programa de Desmoralización Total funciona así: los ciudadanos deberán llevar encima una carpeta de documentos llenados en tinta evanescente, serán continuamente arrestados por no tenerlos en regla y deberán correr de una oficina a otra en un frenético intento de cumplir plazos imposibles. Tras unos meses de este sistema, los ciudadanos se acurrucarán en los rincones como gatos neuróticos.” WB

POR CARLOS GAMERRO
La obra de William Burroughs (1914-1997) no sólo excede los parámetros de la generación beat que él inventó y pronto dejó atrás, sino también los de la literatura misma. La imagen de Burroughs está indisolublemente ligada a la de los movimientos contraculturales de la segunda mitad del siglo XX, pero lo excepcional de su caso es que fue el indiscutido gurú de tres generaciones contestatarias: los beat de los 50, los hippies y radicales politizados de los 60/70 y los ciberpunk de los 90. Cuando Timothy Leary y Ken Kesey estaban descubriendo el LSD, él ya lo había dejado, decepcionado de los pobres resultados obtenidos, y buscaba más allá. Se suele asociar el nombre de Burroughs con la cultura de las drogas duras (sobre todo la heroína), pero si bien es indudable que su mejor novela, El almuerzo desnudo, ofrece el retrato definitivo no ya de la experiencia, sino de la vivencia de la droga (es decir, no de la vida del adicto, sino de las pesadillas de su mente) y es el imprescindible punto de partida de películas como Drugstore Cowboy (en la cual actúa) y Trainspotting, en su prólogo al libro (de 1959) ya advierte al lector que “los no yonquis tomamos medidas drásticas, y los hombres se separan de los pendejitos de la droga”.
Ya a fines de los 50, Burroughs busca caminos alternativos para expandir la conciencia o –en sus términos– viajar en el espacio y el tiempo. Cuando muchos seguían viendo en el consumo de drogas un camino de liberación, él las denunciaba como forma de opresión y veía en ellas el modelo más puro y refinado de capitalismo salvaje (“la droga es la mercancía definitiva. No hace falta hablar para vender. El cliente se arrastrará por una alcantarilla para que le vendan. El comerciante no vende su producto al consumidor, vende el consumidor al producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente”).
La obra de Burroughs excede ampliamente el campo literario: el mundo del rock no sería lo que es sin él (bandas como The Soft Machine y Steely Dan, y movimientos como el Heavy Metal tomaron sus nombres de su obra) y artistas como Keith Richards, Laurie Anderson, Frank Zappa, Tom Waits y Patti Smith siempre lo han seguido y venerado. El cine y la historieta, sobre todo en los géneros ciencia-ficción y terror, estarían perdidos sin su guía (el cine de David Cronenberg, desde Shivers hasta eXistenZ, es un permanente homenaje a Burroughs, que se hace explícito en su versión de 1991 de El almuerzo desnudo), y de Alien en adelante su luz se extiende sobre todo lo bueno que el género ha podido aportar.
DE LO AUTORREFERENCIAL A LO UTOPICO
Su obra parece moverse en ciclos: las novelas preparatorias (Yonqui, Queer y Cartas del yagé), la tetralogía de El almuerzo desnudo, Nova Express, La máquina blanda y El boleto que explotó, armada a partir de los papeles garabateados que sus amigos Ginsberg y Kerouac recogían del piso de su casucha tangerina durante la etapa de la adicción, la trilogía de Ciudades de la noche roja, El lugar de los caminos muertos y Tierras de Occidente, donde aparece el momento positivo o utópico (las comunidades autónomas de los piratas del siglo XVIII como modelo social alternativo al que finalmente se impuso) y las últimas obras, entre las cuales se destaca El fantasma accidental, que lleva el momento utópico al plano evolutivo y le agrega una dimensión ecologista (a contrapelo del pensamiento crítico del pasado siglo, Burroughs no se cansó de señalar la base biológica de las injusticias humanas: descendemos de los monos, animales violentos, irascibles y competitivos). En El fantasma, precisamente, el lemur –un primate pacífico y dado a colaborar y compartir– señala el camino evolutivo que la especie humana quizá esté todavía a tiempo de seguir. La extinción de los lemures de Madagascar y la destrucción del medio natural aparecen allí no como meros “excesos” del progreso, sino como resultado deun plan de los dominadores para asfixiar “el mal ejemplo”, los últimos reductos de un mundo humano alternativo.
De todos los libros de Burroughs, el más representativo es sin duda El almuerzo desnudo, novela que elevó la gastada rutina de chistes del comediante de vodevil a la dignidad de nuevo género literario. En las anteriores todavía era posible encontrar una trama realista con personajes estables, alguno de los cuales cada tanto contaba una de estas rutinas, como la del pobre Bobo, cuyas hemorroides externas, a la manera de las chalinas de Isadora Duncan, se enredaron en la rueda de un Hispano-Suiza y “se destripó completamente y sólo quedó la cáscara vacía sentada sobre el tapizado de piel de jirafa. Hasta los ojos y el cerebro salieron con un espantoso sonido de succión”, cuya primera versión aparece en Queer (novela que, y esto lo comento porque nadie parece haberlo notado, ofrece lo que bien puede ser la solución al enigma de lo sucedido a puertas cerradas en la misteriosa entrevista de Guayaquil: en una plaza de esa ciudad el protagonista ve “la estatua de Bolívar, El Tonto Libertador, dándole la mano a otro tipo. Los dos parecían cansados, de mal humor y tan putos que te caías de culo”).
BURROUGHS PARA ARGENTINOS
En El almuerzo desnudo las rutinas toman vida propia y, a la manera del hombre que enseñó a hablar a su propio ano y terminó silenciado por él, se devoran a la narración y a los personajes que ya no tienen fuerzas para contenerlas: la novela tradicional es tomada por asalto (o mejor: estalla desde dentro) por las formas más fragmentarias y bajas que es capaz de asumir el mundo del espectáculo: las performances de los sex-shows, la charla de ventas, el cuento del tío, la escena de tortura, la cirugía en vivo, el mal viaje de ácido, la película snuff, el videoclip berreta, el discurso del presidente dando explicaciones...
Si hasta la primera mitad del siglo XX el gran profeta de los horrores por venir fue indudablemente Franz Kafka, en la segunda mitad –y en lo que va del XXI– tal dignidad corresponde sin lugar a dudas a William Burroughs. Nuestro mundo se ha vuelto cada vez más burroughsiano, y posiblemente sea por eso que su obra puede hoy ser leída con mayor facilidad por los jóvenes que por muchos adultos “cultos”. Es, además, un autor que parece hablarnos –o gritarnos– en el oído a los argentinos. En su cuento “Roosevelt después de la inauguración”, el presidente electo “reemplaza a los miembros de la Corte Suprema por nueve babuinos de culo morado, y aduciendo ser el único capaz de interpretar sus decisiones, termina controlando al supremo tribunal de la nación”. En El almuerzo desnudo, el Dr. Benway es contratado como asesor por la república de Anexia, donde pone en marcha el programa DT (Desmoralización Total): los ciudadanos deben llevar encima una carpeta de documentos llenados en tinta evanescente, por lo que son continuamente arrestados por no tenerlos en regla y deben correr de una oficina a otra en un frenético intento de cumplir unos plazos imposibles. “Tras unos meses de este sistema, los ciudadanos se acurrucaban en rincones como gatos neuróticos”.
La explicación que Benway da de su primera medida (la de suprimir los campos de concentración, las detenciones en masa y –excepto en circunstancias especiales– la tortura) ofrece una síntesis conceptual de nuestra última transición de la dictadura a la democracia: “Estoy en contra de la brutalidad. No es eficiente. El sujeto no debe darse cuenta de que los malos tratos son un ataque deliberado contra su identidad personal por parte de un enemigo antihumano... Sometido a la decencia de una burocracia arbitraria e intrincada, es incapaz de hacer contacto directo con el enemigo”.
En Nova Express, Burroughs encuentra la ratio última de este enemigo que ni Marx ni Foucault pudieron identificar con tal meridiana claridad: “Elenemigo sólo existe donde no hay vida y se dedica a empujar la vida a condiciones extremadamente insostenibles”. En ese libro, la Tierra es una colonia regida por agentes venusinos encubiertos, cuyo único propósito es explotarla hasta el límite de lo posible y luego velozmente abandonarla antes de que estalle, al grito de (en palabras que habrán escuchado o escucharán tanto Cecilia Bolocco e Inés Pertiné como Chiche Duhalde): “Empaca tus armiños, querida. Nos largamos de aquí ahora mismo”.

ESE PARASITO LLAMADO LENGUAJE
Otro de los descubrimientos radicales de Burroughs concierne a la naturaleza del más preciado objeto de deseo de escritores y poetas: el lenguaje. Lo resume en una frase: “el lenguaje es un virus del espacio exterior”. Es un virus porque no ha sido creado por el hombre, sino que lo ha invadido y vive en él como un parásito; y es un virus –y no una bacteria u otro organismo– porque es algo no viviente que, al introducirse en un ser vivo, usurpa las características de la vida: puede reproducir sus cadenas informativas dentro del organismo y luego infectar a otros; puede incluso matar (y quién duda de que el lenguaje mata: después de todo qué es lo que lleva al cuerdo a volverse loco y a ambos al suicidio sino una serie de frases que giran interminablemente en la cabeza y no dejan vivir).
Lo que hay que destacar es que –como en el caso de la conspiración Nova– no se trata de una metáfora, ni mucho menos de una comparación: es una verdad literal. Burroughs no dice que el lenguaje “es como” un virus: sino que el lenguaje es un virus altamente especializado, porque no sólo no es humano: ni siquiera es terrestre. En uno de los textos de La máquina blanda, presenta el momento en que el virus infecta una tribu de monos y mata a la mayoría: los que sobreviven –por una conformación especial de sus órganos vocales– son capaces de vivir en simbiosis con el invasor y empiezan a hablar. Como en 2001 de Kubrick, es este elemento venido de fuera lo que convierte al mono en hombre.
En el momento de su formulación, la teoría de Burroughs pudo parecer delirante, fruto de una mente quemada por veinte años de adicción, o –lo que constituye una forma más insidiosa de descrédito– deliciosamente imaginativa, “poética”. Pocos años más tarde, la aparición de los virus de computadora –que son sin ninguna duda virus de lenguaje– probarían empíricamente la exactitud de sus predicciones. Los semiólogos han señalado la preeminencia del lenguaje en la conformación del pensamiento humano; los psicoanalistas gustan repetir que el lenguaje informa nuestra psiquis desde fuera, que “somos hablados” por el lenguaje. Todas estos intentos no son sino balbuceos de lo que Burroughs expresa de manera mucho más clara y poderosa.

COMBATIENDO A LA PALABRA CON LAS PALABRAS
El descubrimiento de Burroughs permite también resolver la aparente contradicción de un escritor que dice estar contra la palabra. ¿Se puede combatir a la palabra con palabras? No hay otra manera, nos explicará él: la tarea del escritor es trabajar el lenguaje como inoculación, como vacuna. La palabra literaria es lo que fortifica el organismo contra las formas más insidiosas del mal: las palabras de los políticos, los militares, los comunicadores sociales, los médicos, los psiquiatras... Al igual que en el yoga, el zen y la obra de autores como Beckett, la búsqueda de Burroughs es la búsqueda del silencio, los estados no verbales de la mente, la ausencia de palabras.
El estado de silencio equivale a la cura del virus del lenguaje (que, a la manera de la cura de los virus no verbales, no se alcanza expulsándolo del organismo sino volviéndolo inocuo). Quien la alcanza puede luegocoexistir con el invasor sin ser dominado, manejado, dicho por él. Sólo quien ha alcanzado el estado de silencio puede ser dueño de su lenguaje.
Y no hay duda de que Burroughs lo es. Si, leídas como totalidad narrativa, sus novelas pueden sumir a muchos lectores en el desconcierto y el caos, palabra por palabra y frase por frase su estilo no tiene igual en la literatura norteamericana contemporánea. Hay que ir atrás, remontarse hasta T. S. Eliot, Fitzgerald, Hemingway y Faulkner, o más atrás aun, hasta Melville o Hawthorne, para sentir en la médula espinal ese escalofrío de electricidad que pueden producir las palabras al frotarse entre sí. Aun quien sienta rechazo por la pornografía, la misoginia y la violencia del mundo de Burroughs, y encuentre incomprensibles sus ideas, puede caer rendido ante lo que finalmente es lo único que hace o deshace a cualquier escritor: la fuerza bruta, la virulencia, del lenguaje.
Al principio sostuve que la práctica de Burroughs excede lo que habitualmente entendemos por literatura. Burroughs no trabaja un universo metafórico, un espejo deformado del nuestro (es decir, la ficción). No: Burroughs ve sus novelas como tratados científicos o políticos sobre este mundo. Es la realidad la que está simulada y deformada y se ha vuelto una ficción, y es la literatura –su literatura– la que puede descorrer el velo y mostrarnos las cosas como son. De eso se trata el título de su mejor novela: ese almuerzo desnudo es “el instante en que todos ven los que está en la punta de sus tenedores: lo que realmente están comiendo”.
Para eso le sirvió, en un primer momento, el consumo de heroína. No para ver una realidad “otra”, más rica, sino para internarse en ésta: la desnuda, brutal y, sobre todo, simple realidad de la dominación y el control. La del cuerpo humano convertido en medio para el ejercicio de un poder superior e inferior al legal: el poder biológico del Estado. Más que novelas, relatos o ensayos, los textos de Burroughs son manuales, libros de instrucciones: de cómo aprender a ver a los poderes invisibles que nos subyugan, de cómo luchar contra ellos en la realidad cotidiana de nuestros propios cuerpos sometidos. Por eso, para Burroughs, el paradigma del poder en la actualidad no es la ley (como en Kafka) o el Estado policíaco (como en Orwell) sino la medicina, la biología, la ingeniería genética.

LANGER, MIRA Y LA TERCERA MENTE
Por todo lo dicho, resumir la obra de Burroughs en un breve volumen parecería una tarea casi imposible, pero a los autores de Burroughs para principiantes les sobraban credenciales para aceptar este desafío. Sergio Langer surge desde el vamos como humorista burroughsiano (la tira de la dama de alta sociedad chilena que cuenta su sueño erótico con Pinochet, es un ejemplo tan puro de rutina burroughsiana como cualquiera de las originales) y al ver sus ilustraciones del Burroughs para principiantes resulta difícil sustraerse a la convicción de que, si Burroughs hubiera dibujado su obra, la habría dibujado como Langer. Y Rubén Mira, además de haber sido uno de los primeros lectores argentinos de Burroughs, tiene en su haber quizá la única de nuestras novelas que recoge la herencia de este autor: su sorprendente versión burroughsiana del Diario del Che Guevara titulada Guerrilleros: una salida al mar para Bolivia (Tantalia, 1993). En el universo de Burroughs (que es el nuestro), el encuentro de dos organismos puede resultar en posesión parasitaria o en coexistencia simbiótica. Burroughs experimentó muchas veces lo primero, y alcanzó lo segundo con el pintor Brion Gysin, al cual conoció en Tánger. El título del libro que hicieron juntos (La tercera mente) alude al estado de síntesis que pueden alcanzar dos personas que trabajan juntas: cuando el resultado es ya no una mera suma, o promedio, sino un nuevo autor irreductible a los dos que lo originaron. La expresión alude también a la síntesis de palabra e imagen que Burroughs fue uno de los primeros en señalar como lo definitorio de los mensajes de la nueva era. Langer y Miraparecen haber alcanzado un grado parecido de fusión: Burroughs para principiantes no es un libro escrito por un autor e ilustrado por otro, sino que es, cuadro a cuadro y letra a letra, el resultado de un organismo complejo y múltiple creando todo a la vez.
La obra de Burroughs no ha sido todavía adecuadamente leída por nuestra literatura –leída en el sentido fuerte del término, es decir, reescrita por nuestros autores–, o más bien, las obras burroughsianas que sí tenemos –como la novela de Rubén Mira– no han sido reconocidas ni leídas adecuadamente. La generación anterior era constitutivamente incapaz de hacerlo y, con la rescatable excepción de Ricardo Piglia, tampoco parece haberlo intentado. Quizá no resulte aventurado predecir que el éxito o el fracaso de la actual generación –que ya no es la joven, pues la mayoría ronda los cuarenta– dependerá en gran medida de su capacidad de leer a William Burroughs, y de escribir desde él, como Arlt fue capaz de escribir desde Dostoievski, o Borges desde Kafka, o Marechal y Puig desde Joyce, o los autores latinoamericanos del boom desde Faulkner. Si Burroughs para principiantes sirve para empujar aunque sea un poco más a fondo la cuña de Burroughs en las tiernas entrañas de la literatura argentina actual, no será poco mérito el suyo.

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