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Domingo, 3 de noviembre de 2002

RESEñAS

Mar negro

EL MAR DE LOS FANTASMAS
Fred D’Aguiar

Trad. Verónica Waissbluth y María Frías
Andrés Bello,
Santiago de Chile, 2002
296 págs.

POR GUILLERMO SACCOMANNO
“El colono hace la historia y sabe que la hace”, escribe, a comienzos de los años sesenta, Franz Fanon. “Y como se refiere constantemente a la historia de la metrópoli, el colono indica con claridad que está aquí como prolongación de esa metrópoli. La historia que escribe no es, pues, la historia del país al que despoja sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, viola y hambrea.” Este pensamiento es clave para leer El mar de los fantasmas de Fred D’Aguiar, escritor nacido en Londres y criado entre Inglaterra y Guyana, donde vivió entre los dos y los doce años. Novelista y dramaturgo, D’Aguiar dicta talleres literarios en la Universidad de Miami. Su primera novela, La memoria más larga, ganó en 1994 el Whitbread First Novel Award, el David Higham First Novel Award y el Guyana Prize. Como poeta, fue finalista en 1998 del T.S. Eliot Prize. En su narrativa, D’Aguiar apela al rigor histórico para recrear, con imaginación y oficio, la problemática de la negritud asolada por el tráfico esclavista.
El mar de los fantasmas (1997) –con un título más sugestivo en el original, Feeding the Ghosts– describe el macabro viaje del Zong, un barco negrero, en un itinerario que une Africa con Jamaica y luego con los Estados Unidos. A la vez que un huracán azota la nave, una epidemia gana sus entrañas. Frente al terror que la enfermedad detona en la tripulación blanca, el capitán decide, sin escrúpulos, deshacerse de los afectados. Su intención consiste en resguardar la mercancía sana en las estibas. Hombres, mujeres y chicos, enfermos o sospechosos de estarlo, son arrojados impasiblemente por la borda. Una joven esclava rebelde, Mintah, logra sobrevivir al oleaje y los tiburones, treparse de nuevo a la nave y, desde las mazmorras asignadas al cargamento negro encadenado, provocar la insurgencia.
Las lenguas de los esclavos son distintas: yoruba, ewe, ibo, fanti, ashanti, mandingo, fetu y foulah. Pero sus diferencias no son lo sustancial. En la negritud, la definición de hermandad comprende de modo totalizador las singularidades y define la identidad a través de una categoría superadora: la del oprimido. Esta es, en efecto, la dialéctica del amo y el esclavo. Desde la perspectiva del tratante, la condición del esclavo es la animalidad. Durante tres días, los marinos arrojan al mar ciento treinta y un cuerpos. “Doscientos sesenta y cuatro brazos y doscientas sesenta y cuatro piernas”, escribe D’Aguiar. Mintah, la ciento treinta y dos, se erigirá en testigo.
Hasta acá, la primera parte de una novela que, en apariencia, es un relato de aventuras, políticamente correcto en su mensaje, que goza de la amenidad dinámica del best seller. No obstante, a pesar de cierta tentación poética del autor, por su opresiva atmósfera de denuncia (y también gracias a ésta), El mar de los fantasmas es bastante más que un gesto de progresismo étnico. D’Aguiar no se conforma con profundizar, tensándolo, un género del que sacaron provecho Melville, Stevenson, Conrad y London.
Si es cierto que la teoría literaria debe ser leída como teoría política, El mar de los fantasmas merece entonces, como se dijo, ser leídadesde Fanon. Casi toda la narrativa decimonónica europea, es sabido, testimonia –aunque no siempre de modo explícito– una riqueza y un bienestar que proviene del usufructo de la economía colonial. De igual manera, el género que comprende las travesías náuticas, leído tradicionalmente como mera literatura exótica para entretener lectores metropolitanos (Borges, como paradigma de esta manera de leer), ofrece un panorama exhaustivo de la carnicería practicada por la “epopeya” colonizadora. El mar de los fantasmas puede, en su primera parte, considerarse una resignificación de la paranoia blanca ilustrada concretamente por Conrad en El negro del Narciso. No menos visible, es ésta una de las fallas que, por experiencia e intuición, desde su visión de marino rubio, notaba Conrad en el sistema de expansión colonial, reflejándolas en nouvelles como Una avanzada del progreso. Pero en el salto que va desde Conrad a D’Aguiar no hay sólo un siglo de distancia. Se debe incluir en este distanciamiento que D’Aguiar escribe desde la óptica de la negritud como víctima y, en lo específico, como raza explotada. Conviene destacarlo: la contundencia de su novela se cifra en una documentación severa. En los agradecimientos al final de su obra, D’Aguiar incluye la Galería Transatlántica del Esclavo en Merseyside, la publicación “Slavery: An Introduction to the African Holocaust” de Liverpool y el Museo Nacional Marítimo británico. Su narración, ambiciosa en más de un aspecto, desarrolla, además de una trama de acción trepidante, una metáfora del imperialismo, sus usos y costumbres. Así, D’Aguiar convierte al Zong en alegoría del exterminio. En la medida en que algunos miembros de la tripulación vacilan en cumplir con el lanzamiento de cuerpos al mar, lo que se enjuicia, ni más ni menos, es el criterio de obediencia debida.
En la segunda parte de la novela, en un tribunal londinense, inversionistas y aseguradores litigian sobre la razón y sinrazón del capitán del Zong, acusado de despilfarrar la mercancía humana transportada al arrojarla al mar. En la escena judicial no se discuten las ciento treinta y dos vidas. Sí, en cambio, su pérdida en función de las relaciones costo-beneficio. Mintah, la esclava insurrecta, ha dejado, como prueba incontestable del crimen colectivo, un diario, y éste se coteja con el libro contable llevado por el capitán. La discusión que se libra en el tribunal no consiste tanto en a quién debe creerle la presunta justicia, si a la escritura febril de una esclava alucinada o a un aséptico registro contable en el que las vidas son números. Las partes en conflicto pueden debatir horas sobre las diferencias culturales y religiosas, pero no será ésta la esencia de la polémica. Porque la esencia, la propiedad privada, está fuera de todo cuestionamiento.
No es legítimo, en una sucinta noticia bibliográfica, informar el desenlace de una novela donde el ritmo y el suspenso, su razón de ser, no ceden. Pero bien puede anticiparse una reflexión de su epílogo, que cierra la narración concediéndole auténtico sentido: “Los fantasmas se alimentan de su propia historia. El pasado se entierra para descansar cuando se narra”.

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